¿Te gustan los aviones?
La noche estaba cayendo. Maya Fritts encendió una vela olorosa para espantar a los zancudos. «A esta hora salen todos», me dijo. Me pasó una barra de repelente y me dijo que me echara en todo el cuerpo, pero sobre todo en los tobillos, y al tratar de leer la etiqueta me di cuenta de la violencia con que estaba oscureciendo. Me di cuenta también de que no había ya posibilidad ninguna de que yo volviera a Bogotá, y me di cuenta de que Maya Fritts se había dado cuenta también, como si los dos hubiéramos trabajado hasta ahora en el entendido de que yo pasaría la noche aquí, con ella, como su huésped de honor, dos extraños compartiendo techo porque no eran tan extraños, después de todo: los unía un muerto.
Miré el cielo, azul marino como uno de esos cielos de Magritte, y antes de que se hiciera de noche vi los primeros murciélagos, sus siluetas negras dibujadas sobre el fondo. Maya se puso de pie, instaló una silla de madera entre dos hamacas, y sobre la silla dispuso la vela que había encendido, una pequeña nevera de icopor repleta de hielo troceado, una botella de ron y una de coca cola. Volvió a acostarse en su hamaca (un movimiento diestro para abrirla y subir al mismo tiempo).
La pierna me dolía.
En cuestión de minutos estalló el escándalo musical de los grillos y las chicharras y en algunos minutos más ya se había calmado de nuevo, y sólo quedaban algunos intérpretes aislados aquí y allá, interrumpidos de vez en cuando por el croar de una rana perdida. Los murciélagos aleteaban a tres metros de nuestras cabezas, saliendo y entrando de sus refugios en el techo de madera, y la luz amarilla se movía con los soplos de brisa suave, y el aire era tibio y el ron entraba bien en el cuerpo.
«Pues hay alguien que no va a dormir hoy en Bogotá», dijo Maya Fritts. «Si quiere llamar, hay un teléfono en mi cuarto.»
Pensé en Leticia, en su carita dormida. Pensé en Aura. Pensé en un vibrador del color de las moras maduras.
«No», le dije, «no tengo que llamar a nadie».
«Un problema menos», dijo ella.
«Pero tampoco tengo ropa», dije yo. «Bueno», dijo ella, «eso lo podemos arreglar».
La miré: sus brazos desnudos, sus senos, su mentón cuadrado, sus orejas pequeñas de lóbulos estrechos donde brillaba una chispa de luz cada vez que Maya movía la cabeza. Maya tomó un trago, se puso el vaso sobre el vientre, y yo la imité.
«Mire, Antonio, el caso es éste», dijo entonces: «Necesito que usted me cuente de mi padre, cómo era al final de su vida, cómo fue el día de su muerte. Nadie vio las cosas que vio usted. Si todo esto es un rompecabezas, usted tiene una ficha que nadie más tiene, no sé si me explico. ¿Me puede ayudar?». No contesté de inmediato. «¿Puede ayudarme?», insistió Maya, pero yo no contesté.
Se apoyó en un codo, cualquiera que haya estado en una hamaca sabe lo difícil que es apoyarse en un codo, se pierde el equilibrio y se cansa uno enseguida. Me hundí en la hamaca de manera que me envolvió el tejido oloroso a humedad y a sudores pasados, a una historia de hombres y mujeres acostándose aquí tras bañarse en la piscina o trabajar en la propiedad. Dejé de ver a Maya Fritts.
«Y si yo le cuento lo que usted quiere saber», dije, «¿usted va a hacer lo mismo?». De repente estaba pensando en mi cuaderno virgen, en aquel signo de interrogación solitario y perdido, y unas palabras se esbozaron en mi mente: Quiero saber.
Maya no respondió, pero en la penumbra la vi acomodarse en su hamaca como lo estaba yo, y no necesité nada más. Comencé a hablar, le conté a Maya todo lo que sabía y lo que creía saber sobre Ricardo Laverde, todo lo que recordaba y lo que temía haber olvidado, todo lo que Laverde me había contado y también todo lo que había averiguado tras su muerte, y así permanecimos hasta las primeras horas de la madrugada, cada uno envuelto en su hamaca, cada uno escrutando el techo donde se movían los murciélagos, llenando con palabras el silencio de la noche cálida, pero sin mirarnos nunca, como un cura y un pecador en el sacramento de la confesión.
IV. Somos todos escapados
Estaba ya amaneciendo cuando, exhausto y medio borracho y casi afónico de tanto hablar, me dejé conducir por Maya Fritts al cuarto de huéspedes, o a lo que ella, en ese momento, llamó cuarto de huéspedes. No había una cama, sino dos catres sencillos de apariencia más bien frágil (algún crujido soltó el mío cuando me dejé caer en el colchón, sobre la escuálida sábana blanca, como un cuerpo muerto). Un ventilador aleteaba con furia sobre mi cabeza, y creo que tuve una fugaz paranoia de borracho al escoger la cama que no estaba directamente debajo de las aspas, no fuera a ser que el aparato se desprendiera en mitad de la noche y me cayera encima. Pero antes recuerdo haber recibido, en medio de la bruma del sueño y el ron, ciertas instrucciones. No dejar las ventanas abiertas sin mosquitero, no dejar las latas de coca cola en cualquier parte (se llena la casa de hormigas), no tirar el papel higiénico al inodoro. «Esto es muy importante, a los de la ciudad siempre se les olvida», me dijo o creo que me dijo, con estas palabras o con otras. «Ir al baño es una de las cosas más automáticas que existen, nadie piensa cuando está ahí sentado. Y ni le pinto los problemas que hay después con el pozo séptico.»
La discusión de mis funciones corporales por parte de una completa extraña no me incomodó. Había en Maya Fritts una naturalidad que yo nunca había visto, y que desde luego era muy distinta del puritanismo de los bogotanos, capaces de pasarse la vida entera fingiendo que nunca han cagado. Creo que asentí, no sé si dije nada. Me dolía la pierna más que de costumbre, me dolía la cadera. Lo achaqué a la humedad y al agotamiento de tantas horas de trayecto por una carretera impredecible y peligrosa.
Me desperté desorientado. Fue el calor del mediodía lo que me despertó: estaba sudando y mi sábana estaba empapada, como las sábanas del hospital San José bajo los sudores de mis alucinaciones, y al mirar al techo me di cuenta de que el ventilador había dejado de girar. La claridad agresiva del día se filtraba por las persianas de madera y formaba charcos de luz en las baldosas blancas del suelo. Junto a la puerta cerrada, sobre una silla de mimbre, había algo como un atado de ropa: dos camisas de manga corta y diseño a cuadros, una toalla verde.
Había un silencio quieto en la casa. A lo lejos se oían voces, las voces de gente que trabaja, y también el rumor de sus herramientas al trabajar: no supe quiénes eran, qué hacían a esa hora y con ese calor, y justo cuando estaba preguntándomelo cesaron sus ruidos, y pensé que se habrían ido a descansar.
Abrí las persianas y la ventana y me asomé con la nariz casi pegada al mosquitero, y no vi a nadie: vi el rectángulo luminoso de la piscina, vi el rodadero solitario, vi una ceiba como las que había visto en la carretera, diseñada especialmente para dar sombra a las pobres criaturas que habitaban este mundo de sol inclemente. Debajo de la ceiba estaba el pastor alemán que yo había visto al llegar. Detrás de la ceiba se abría la llanura, y detrás de la llanura, en alguna parte, corría el río Magdalena, cuyo rumor podía fácilmente imaginarme o conjeturar, porque lo había oído de niño, si bien en otras partes del río, muy lejos de Las Acacias.
Maya Fritts no estaba por ahí. de manera que me di una ducha fría (tuve que matar a una araña de tamaño considerable que resistió un buen rato en una esquina) y me puse la camisa que me quedara más amplia. Era una camisa de hombre; me dejé atrapar por la fantasía de que hubiera pertenecido a Ricardo Laverde, lo imaginé a él con la camisa puesta; en la imagen que me figuré, por alguna razón, se parecía a mí.
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