Al hacerlo recibió el olor a cuero mojado de la chaqueta y la boca de Ricardo le supo a salsa meuniére. «¿Eso quiere decir que sí?», dijo Ricardo después del beso, todavía arrodillado y estorbando a los meseros. Elaine lloró al responder, pero lloró sonriendo. «Pues claro», dijo. «Qué pregunta tan estúpida.»
De manera que Elaine tuvo que postergar quince días su partida a La Dorada, y en ese tiempo cruelmente corto organizó, con la ayuda de su futura suegra (y después de convencerla de que no, no estaba embarazada), un matrimonio pequeño y casi clandestino en la iglesia de San Francisco. A Elaine le había gustado la iglesia desde el comienzo de su vida en Bogotá, le habían gustado sus gruesas paredes de piedra húmeda, y le gustaba también entrar por la puerta de la calle y volver a salir por la carrera, ese choque violento de la luz con la oscuridad y del ruido con el silencio.
El día antes del matrimonio, Elaine se dio un paseo por el centro (una misión de reconocimiento, diría Ricardo); al cruzar el umbral de la iglesia, pensó en el silencio y el ruido y la oscuridad y la luz, y sus ojos se fijaron en el altar iluminado. El lugar le resultó familiar ese día, no con la simple familiaridad de quien lo ha visitado antes, sino de una manera más profunda o más íntima, como si hubiera leído su descripción en alguna novela.
Se fijó en las llamas tímidas de velas y cirios, en las lámparas débiles y amarillas sujetas como teas a las columnas. La luz de los vitrales iluminaba a dos mendigos que dormían, las piernas cruzadas, las manos juntas sobre el vientre como las tumbas de mármol de un papa.
A la derecha, un Cristo de tamaño natural en cuatro patas, igual que si gateara; el día que entraba con toda su fuerza por la otra puerta le golpeaba la cara, y bajo la luz brillaban las espinas de la corona y las gotas de color verde esmeralda que el Cristo lloraba o transpiraba.
Elaine siguió adelante, caminó hacia el altar empotrado en el fondo por el corredor izquierdo, y entonces vio la jaula. En ella, encerrado como un animal en exhibición, había un segundo Cristo, de pelo más largo, piel más amarilla, sangre más oscura.
«Es lo mejor de Bogotá», le había dicho una vez Ricardo. «Te juro, junto a esto no hay Monserrate que valga.»
Elaine se inclinó, acercó la cara a la plaquita: Señor de la agonía. Dio dos pasos más hacia el pulpito, encontró una caja de latón y una nueva leyenda: Deposite aquí la ofrenda y se iluminará la imagen. Se metió la mano al bolsillo, encontró una moneda y la levantó con dos dedos, como una hostia, para que le diera la luz: era un peso, el sello oscuro como si hubieran pasado la moneda por el fuego. La metió en la ranura. El Cristo cobró vida bajo el breve chorro de los reflectores. Elaine sintió, o más bien supo, que iba a ser feliz toda la vida.
Luego vino la recepción, que Elaine atravesó entre brumas, como si todo le ocurriera a alguien más. La familia Laverde la organizó en su casa: doña Gloria le explicó a Elaine que había sido imposible, con tan poca anticipación, alquilar el salón de un club social o algún otro lugar más decente, pero Ricardo, que presenció la laboriosa explicación asintiendo y en silencio, esperó a que su madre se hubiera ido para decirle a Elaine la verdad.
«Están jodidos de plata», dijo. «Los Laverde tienen la vida empeñada.»
La revelación chocó a Elaine menos de lo que hubiera creído: mil señales dispersas a lo largo de los últimos meses la habían preparado para ella. Pero le llamó la atención que Ricardo hablara de sus padres en tercera persona, como si la bancarrota no lo afectara a él.
«¿Y nosotros?», preguntó Elaine.
«¿Nosotros qué?»
«Qué vamos a hacer», dijo Elaine, «lo de mi trabajo no da para mucho».
Ricardo la miró a los ojos, le puso una mano en la frente como si le tomara la temperatura.
«Es suficiente para un rato», dijo, «y después ya veremos. Yo en tu lugar no me preocuparía».
Elaine pensó que no, que no estaba preocupada. Y se preguntó por qué. Y luego le preguntó a él.
«¿Por qué no te preocuparías en mi lugar?»
«Porque a un piloto como yo nunca le falta el trabajo, Elena Fritts. Eso es así y no tiene vuelta de hoja.»
Más tarde, cuando ya los invitados se habían ido, Ricardo la condujo al cuarto donde se habían acostado la primera vez, la sentó en la cama (apartó a manotazos los pocos regalos de matrimonio) y entonces Elaine pensó que le iba a hablar de dinero, que le iba a decir que no podían irse de luna de miel a ningún sitio. No lo hizo. Le puso una venda en los ojos, un paño grueso y oloroso a naftalina que podía ser una bufanda vieja, y le dijo:
«De ahora en adelante no ves nada».
Y así, a ciegas, Elaine se dejó llevar escaleras abajo, y a ciegas oyó las despedidas de la familia (le pareció que doña Gloria lloraba), y a ciegas salió al frío de la noche y se subió a un carro que alguien más conducía, y pensó que era un taxi, y en el recorrido a quién sabe dónde preguntó qué era todo esto y Ricardo le dijo que se callara, que no se fuera a tirar la sorpresa.
Elaine sintió a ciegas que el taxi se detenía y que se abría una ventana y que Ricardo se identificaba y que lo saludaban con respeto y que se abría una puerta grande que hizo un ruido de metales.
Al bajarse del taxi, segundos después, sintió en los pies una superficie rugosa y una ráfaga de viento frío la despeinó. «Hay unas escaleras», dijo Ricardo. «A ver, despacio, no te vayas a caer.»
Ricardo le presionaba la cabeza como se hace para evitar que uno se golpee contra un techo bajo, como lo hacen los policías para que sus reos no se golpeen contra el marco de la puerta al meterlos a la patrulla. Elaine se dejó llevar, su mano tocó un material novedoso que pronto se transformó en un asiento y sintió algo rígido contra una rodilla, y al sentarse una imagen se figuró en su cabeza, la primera idea clara de dónde estaba y de lo que iba a suceder enseguida. Y lo confirmó cuando Ricardo comenzó a hablar con la torre de control y la avioneta comenzó a carretear, pero Ricardo sólo le dio permiso de quitarse la venda más tarde, después del despegue, y al hacerlo Elaine se vio de cara al horizonte, un mundo que nunca había visto antes bañado por una luz que nunca había visto antes, y esa misma luz bañaba la cara de Ricardo, que movía las manos sobre el tablero y miraba instrumentos (agujas que giraban, luces de colores) que ella no entendía.
Iban a la base de Palanquero, en Puerto Salgar, a pocos kilómetros de La Dorada: éste era su regalo de matrimonio, estos minutos pasados a bordo de una avioneta prestada, una Cessna Skylark que el abuelo le había conseguido al novio para efectos de impresionar a la novia.
Elaine pensó que era el mejor regalo imaginable y que nunca ningún voluntario de los Cuerpos de Paz había llegado en avioneta a su lugar de trabajo. Una ráfaga de viento los sacudió. Luego tomaron tierra. Es la nueva vida, pensó Elaine. Acabo de aterrizar en mi nueva vida.
Y así era. La luna de miel se confundió con la llegada al permanent site, los primeros polvos legítimos se confundieron con las primeras misiones de la nueva voluntaria: las primeras gestiones para llevar el alcantarillado a donde no lo había, las primeras reuniones con Acción Comunal. Elaine y Ricardo se permitieron el lujo, cortesía de la clase del CEUCA, de pasar un par de noches en una posada de turistas de La Dorada, rodeados de familias de Bogotá o de ganaderos antioqueños, y esos días les bastaron para encontrar una casa de una sola planta por un precio que parecía razonable.
La casa -una clara mejoría, ahora que eran matrimonio, con respecto a la piecita de Caparrapí- era rosada como un salmón y tenía un patio de tierra de nueve metros cuadrados que nadie había cuidado en mucho tiempo y que Elaine se puso de inmediato a recuperar. Descubrió que ahora, en su nueva vida, las mañanas habían cobrado una nueva personalidad, y se despertaba con las primeras luces sólo para sentir el frescor del aire de la madrugada antes de que el calor brutal empezara a devorar el día.
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