«Quiero tener un hijo».
«Pero tú estás loco», dijo Elaine.
«¿Por qué?»
Elaine comenzó a manotear. «Porque tener un hijo cuesta plata. Porque yo soy una voluntaria de los Cuerpos de Paz y la plata me alcanza para sobrevivir apenas. Porque primero tengo que terminar el voluntariado.» Voluntariado: la palabra le costó un trabajo horrible a su lengua, como una carretera llena de curvas, y por un momento pensó que se había equivocado. «A mí me gusta esto», dijo entonces, «me gusta lo que hago».
«Puedes seguir haciéndolo», dijo Ricardo. «Después.»
«¿Y dónde vamos a vivir? No podemos tener un hijo en esta casa.»
«Pues nos cambiamos.»
«Pero con qué plata», dijo Elaine, y en su voz hubo algo parecido a la irritación. Le habló a Ricardo como se le habla a un niño terco.
«Yo no sé en qué mundo vives, dear, pero esto no se improvisa.» Se agarró el pelo largo con las dos manos. Luego buscó en un bolsillo, sacó una banda elástica y se cogió el pelo en una coleta para refrescarse la nuca sudorosa. «Tener un hijo no se improvisa.»
Ricardo no respondió. Un silencio denso se hizo en la cabina: el Nissan era lo único audible, el rugido de su motor, la fricción de las ruedas contra la calzada rugosa. Al lado del camino se abrió entonces una pradera inmensa.
A Elaine le pareció ver un par de vacas acostadas debajo de una ceiba, el blanco de sus cueros rompiendo el negro uniforme del pasto. Al fondo, sobre una bruma baja, se recortaban los farallones. El Nissan se movía sobre el pavimento desigual, el mundo era gris y azul por fuera del espacio iluminado, y entonces la carretera entró en una suerte de túnel marrón y verde, un corredor de árboles cuyas ramas se encontraban en el aire como un gigantesco domo. Elaine recordaría siempre aquella imagen, la vegetación tropical rodeándolos por completo y ocultando el cielo, porque fue en ese momento que Ricardo le contó -esta vez con los ojos fijos en la carretera, sin mirar a Elaine para nada, más bien evitando su mirada- de los negocios que estaba haciendo con Mike Barbieri, del futuro que tenían esos negocios y de los planes que esos negocios le habían permitido hacer.
«Yo no improviso, Elena Fritts», dijo. «Todo esto me lo he pensado durante mucho tiempo. Todo está planeado hasta el último detalle. Otra cosa es que tú no te hayas enterado hasta ahora de los planes, y eso es, bueno, porque todavía no te tocaba. Ahora ya te toca. Te voy a explicar todo. Y luego me vas a decir si podemos tener un hijo o no. ¿Trato hecho?»
«Sí», dijo Elaine. «Trato hecho.»
«Bueno. Entonces déjame que te cuente lo que está pasando con la marihuana.
Y le contó. Le contó del cierre, el año anterior, de la frontera mexicana (Nixon buscando liberar a Estados Unidos de la invasión de la hierba); le contó de los distribuidores cuyo negocio había quedado entorpecido, cientos de intermediarios cuyos clientes no daban espera y que comenzaron entonces a mirar hacia otros lados; le habló de Jamaica, una de las alternativas más a mano que tenían los consumidores, pero sobre todo de la Sierra Nevada, del departamento de La Guajira, del valle del Magdalena. Le contó de la gente que había venido, en cuestión de unos cuantos meses, desde San Francisco, desde Miami, desde Boston, buscando socios idóneos para un negocio de rentabilidad asegurada, y tuvieron suerte: encontraron a Mike Barbieri.
Elaine pensó brevemente en el Jefe de voluntarios de Caldas, un episcopaliano de South Bend, indiana, que ya había boicoteado los programas de educación sexual en zonas rurales: ¿qué pensaría si supiera? Pero Ricardo seguía hablando. Mike Barbieri, le decía, era mucho más que un socio: era un verdadero pionero. Les había enseñado cosas a los campesinos. Junto con otros voluntarios versados en agricultura, les había enseñado técnicas, dónde sembrar mejor para que las montañas protejan las matas, qué fertilizante usar, cómo separar los machos de las hembras. Y ahora, bueno, ahora tenía contactos con diez o quince hectáreas regadas de aquí a Medellín, y era capaz de producir unos cuatrocientos kilos por cosecha.
Les había cambiado la vida a estos campesinos, de eso no tenía la menor duda, estaban ganando mejor que nunca y con menos trabajo, y todo gracias a la hierba, a lo que estaba pasando con la hierba. «La meten en bolsas de plástico, meten las bolsas en un avión, pongámoslo más fácil, un bimotor Cessna. Yo recibo el avión, lo llevo lleno de una cosa y me devuelvo trayendo otra. Mike paga unos veinticinco dólares por kilo, pongamos. Diez mil en total, y eso sólo si la calidad es la máxima.
Por mal que a uno le vaya, en cada viaje se vuelve uno con sesenta, setenta mil, a veces más. ¿Cuántos viajes se pueden hacer? Tú saca las cuentas. Lo que te quiero decir es que me necesitan. Yo estaba donde tenía que estar cuando tenía que estar, y fue un golpe de suerte. Pero ya no se trata de suerte. Me necesitan, me he vuelto indispensable, esto no ha hecho más que comenzar. Yo soy el que sabe dónde se puede aterrizar, dónde se puede despegar. Yo soy el que sabe cómo se carga uno de estos aviones, cuánto soporta, cómo se distribuye la carga, cómo camuflar depósitos de combustible en el fuselaje para hacer vuelos más largos. Y tú no te imaginas, Elena Fritts, tú no te imaginas lo que es despegar de noche, el golpe de adrenalina que es despegar de noche entre las cordilleras, con el río abajo como una lámina de aluminio, como un chorro de plata fundida, el río Magdalena en las noches de luna es lo más impresionante que pueda verse. Y no sabes lo que es verlo desde arriba y seguirlo, y salir al mar, al espacio infinito del mar cuando todavía no ha amanecido, y ver amanecer en el mar, el horizonte que se enciende como si fuera de fuego, la luz que lo deja a uno ciego de lo clara que es.
Todavía no lo he hecho más que un par de veces, pero ya conozco el itinerario, conozco los vientos y las distancias, conozco las manías del avión como si fuera este campero que tengo entre las manos. Y los demás se están dando cuenta. De que puedo despegar este aparato donde quiera y aterrizado donde quiera, despegarlo en dos metros de ribera y aterrizado en un desierto pedregoso de California. Soy capaz de meterlo por los espacios que dejan los radares: no importa lo pequeños que sean, mi avión cabe ahí. Un Cessna o el que tú me pongas, un Beechcraft, el que sea. Si hay un hueco entre dos radares, yo lo encuentro y por ahí meto el avión. Soy bueno, Elena Fritts, soy muy bueno. Y voy a ser mejor cada vez, con cada vuelo. Casi me da miedo pensarlo.»
Un día de finales de septiembre, durante una semana de aguaceros prematuros en que las quebradas se desbordaron y varios caseríos sufrieron emergencias sanitarias, Elaine asistió a una reunión departamental de voluntarios en la sede de los Cuerpos de Paz de Manizales, y estaba en medio de un debate más bien agitado sobre la constitución de cooperativas para los artesanos locales cuando sintió algo en el estómago.
No logró ni siquiera llegar a la puerta del salón: los demás voluntarios la vieron ponerse de cuclillas con una mano en el espaldar de una silla y la otra agarrándose el pelo y vomitar una masa gelatinosa y amarillenta sobre el suelo de baldosas rojas. Sus colegas trataron de llevarla a un médico, pero ella se resistió con éxito («no tengo nada, cosas de mujeres, déjenme en paz»), y unas horas más tarde estaba entrando de incógnito en el cuarto 225 del hotel Escorial y llamando a Ricardo para que viniera a recogerla, porque no se sentía capaz de subirse a un bus intermunicipal.
Mientras lo esperaba salió a dar una vuelta por los alrededores de la catedral, y acabó sentándose en una banca de la plaza de Bolívar y viendo pasar a los niños de uniforme, a los viejos de ruana, a los vendedores con sus carritos. Un muchacho joven con un cajón debajo del brazo se le acercó para ofrecerle una embetunada, y ella asintió sin palabras, para no delatarse con su acento.
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