Juan Vásquez - El Ruido de las Cosas al Caer

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El Ruido de las Cosas al Caer: краткое содержание, описание и аннотация

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El ruido de las cosas al caer ha sido calificado como "un negro balance de una época de terror y violencia", en una capital colombiana "descrita como un territorio literario lleno de significaciones". El novelista se vale de los recuerdos y peripecias de Antonio Yammara, empezando por la "exótica fuga y posterior caza de un hipopótamo, último vestigio del imposible zoológico con el que Pablo Escobar exhibía su poder". Al dubitativo Yammara se suma la figura de Ricardo Laverde, un antiguo aviador de tintes faulknerianos que ha pasado 20 años en la cárcel y que, en cierto sentido, representa a la generación de los padres del protagonista.

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Elaine sintió que sus pezones oscurecidos se cerraban al contacto de esos dedos y luego sintió la boca de Ricardo en su hombro y luego se sintió penetrada desde atrás. Así, acoplados como las piezas de un Estralandia, hicieron el amor por última vez antes del parto.

Maya Laverde nació en la clínica Palermo de Bogotá en julio de 1971, más o menos al mismo tiempo que el presidente Nixon utilizaba por primera vez las palabras guerra contra las drogas en un discurso público. Elaine y Ricardo se habían instalado tres semanas antes en casa de los Laverde, a pesar de las protestas de Elaine:

«Si la clínica de La Dorada es buena para las madres más pobres», decía, «no veo por qué no va a ser buena para mí».

«Ay, Elena Fritts», le decía Ricardo, «por qué no nos haces un favor y dejas de cambiar el mundo todo el tiempo».

Luego los hechos le dieron la razón a él: la niña nació con un problema intestinal que fue necesario operar de inmediato, y todos estaban de acuerdo en que una clínica rural no hubiera tenido ni los cirujanos ni los instrumentos de neonatología necesarios para garantizar la supervivencia de la criatura.

Maya permaneció en observación varios días, metida en una incubadora cuyas paredes habían sido transparentes en tiempos remotos, pero ahora estaban rasgadas y opacas como los vasos que se usan demasiado; cuando era hora de darle el pecho, Elaine se sentaba en una silla junto al aparato y una enfermera sacaba a la niña y se la ponía entre los brazos.

La enfermera era una mujer madura de caderas anchas que parecía demorarse a propósito cuando cargaba a Maya entre sus brazos. Le sonreía con tanta dulzura que Elaine sintió celos por primera vez, y le maravilló que algo así -la presencia amenazante de otra madre, la salvaje reacción de la sangre- fuera posible.

Poco después de que la niña recibiera el alta, Ricardo tuvo que hacer un nuevo viaje. Pero todavía era muy pronto para el traslado a La Dorada, y la idea de que Elaine y su hija se quedaran solas lo llenaba de espanto, así que Ricardo propuso que se alojaran en Bogotá, en casa de sus padres, al cuidado de doña Gloria y de la mujer de piel oscura y larga trenza negra que flotaba como un fantasma por la casa limpiando y ordenando todo a su paso.

«Si te preguntan, les dices que llevo flores», le dijo Ricardo. «Claveles, rosas, hasta orquídeas. Sí, orquídeas, eso queda bien, las orquídeas se exportan, todo el mundo lo sabe. Ustedes los gringos se mueren por las orquídeas.»

Elaine sonrió. Estaban acostados en la misma cama estrecha en que habían hecho el amor la primera vez. Era de madrugada, la una o las dos; Maya los había despertado llorando de hambre, gritando con su vocecita nasal y delgada, y sólo pudo calmarse al cerrar su boca diminuta alrededor del pezón erecto de su madre. Después de mamar se había quedado dormida entre los dos, obligándolos, para abrirle un espacio, a ponerse de canto sobre la cama en peligroso equilibrio; y así se quedaron, con medio cuerpo fuera de la cama, cara a cara pero a oscuras, de manera que apenas si alcanzaban a distinguir la silueta del otro en la penumbra.

El sueño se les había ido por completo. La niña dormía: Elaine sentía su olor a polvos dulces, a jabón, a lana nueva. Levantó una mano y recorrió la cara de Ricardo como una ciega y entonces comenzaron a hablar en susurros. «Quiero ir contigo», dijo Elaine.

«Un día», dijo Ricardo.

«Quiero ver qué haces. Saber que no es peligroso. ¿Me lo dirías si fuera peligroso?»

«Claro que sí.»

«¿Te puedo preguntar una cosa?»

«Pregúntame una cosa.»

«¿Qué pasa si te cogen?»

«No me van a coger.»

«¿Pero qué pasa si te cogen?»

La voz de Ricardo cambió, hubo en ella un falsetto, algo impostado. «La gente quiere un producto», dijo. «Hay gente que cultiva ese producto. Mike me lo da, yo lo llevo en un avión, alguien lo recibe y eso es todo. Le damos a la gente lo que la gente quiere.» Se quedó en silencio un segundo y añadió: «Además, la cosa va a ser legal tarde o temprano».

«Pero es que me cuesta imaginarte», dijo Elaine. «Cuando no estás trato de pensar en ti, qué estarás haciendo, en dónde, y no puedo. Y eso no me gusta.»

Maya soltó un suspiro tan breve y callado que tardaron un instante en saber de dónde había venido. «Está soñando», dijo Elaine. Vio a Ricardo acercar su cara grande -su mentón duro, su boca gruesa- a la cabeza diminuta de la niña; lo vio darle un beso sin ruido, y luego otro. «Mi niña», lo oyó decir. «Nuestra niña.» Y entonces, sin transición ninguna, lo vio comenzar a hablar de esos viajes, de una hacienda ganadera que llegaba hasta el Magdalena y en cuyos potreros hubiera podido construirse un aeropuerto, de un Cessna 310 Skynight que de unos días para acá había sido la montura preferida de Ricardo. Así decía:

«Mi montura preferida. Este modelo ya no lo hacen, Elena Fritts, esa criatura va a ser una reliquia antes de que nos demos cuenta».

Le habló también de la soledad que sentía cuando estaba en el aire, y de lo distinto que era un avión lleno de carga de un avión vacío: «El aire se enfría, hay más ruido, uno se siente más solo. Aunque haya alguien. Sí, aunque haya alguien». Le habló de lo inmenso que es el Caribe y del miedo que da perderse, el miedo que da la mera idea de perderse en una cosa tan grande como el mar, incluso a alguien que, como él. no se pierde jamás. Le habló de la desviación que debía tomar al acercarse a Cuba -«Para que no me tumben a bala pensando que soy gringo», dijo-, y de lo familiar, lo curiosamente familiar, que le resultaba todo a partir de ahí, como si regresara a su casa en lugar de estar a punto de aterrizar en Nassau.

«¿En Nassau?», dijo Elaine. «¿En las Bahamas?»

Sí, dijo Ricardo, la única Nassau que hay, y siguió diciendo que allí, en el aeropuerto, ante los controladores que veían sin ver (su visión y su memoria convenientemente modificadas por unos cuantos miles de dólares), lo esperaba una pickup Chevrolet del color de las aceitunas y un gringo fortachón, igualito a Joe Frazier, que lo llevaba a un hotel donde el único lujo era la ausencia de preguntas.

La llegada ocurría invariablemente los viernes. Después de pasar dos noches allí -dos noches cuya función era no levantar sospechas, convertir a Ricardo en un millonario más que llega a pasar el fin de semana con amigos o amantes-, después de dos noches de vivir encerrado en un hotel sin gracia, tomando ron y comiendo arroces con pescado, Ricardo volvía al aeropuerto, volvía a admirarse de la ceguera de los controladores, pedía permiso para despegar hacia Miami como cualquier millonario que regresa a casa con su amante, y en minutos estaba en el aire, pero no en dirección a Miami, sino dando un rodeo y entrando por las playas de Beaufort y sobrevolando un diseño de ríos dispersos como las venas en un diagrama de anatomía.

Después era cuestión de cambiar la carga por los dólares y volver a salir y tomar rumbo al sur, rumbo a la costa Caribe de Colombia, rumbo a Barranquilla y las aguas grises de Bocas de Ceniza y la serpiente marrón que se mueve sobre el fondo verde, rumbo al pueblo del interior, ese pueblo puesto allí, entre dos cordilleras, puesto en el amplio valle como un dado que se le ha caído al jugador, ese pueblo de clima insoportable donde el aire caliente le quema a uno las narices, donde los bichos son capaces de romper un mosquitero a mordiscos, y adonde Ricardo llega con el corazón en la mano, porque en ese pueblo lo esperan las dos personas que más quiere en el mundo.

«Pero las dos personas no están en ese pueblo», dijo Elaine. «Están aquí, en Bogotá.»

«Pero no por mucho tiempo.»

«Están francamente muertas de frío. Están en una casa que no es la suya.»

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