Juan Vásquez - El Ruido de las Cosas al Caer

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El Ruido de las Cosas al Caer: краткое содержание, описание и аннотация

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El ruido de las cosas al caer ha sido calificado como "un negro balance de una época de terror y violencia", en una capital colombiana "descrita como un territorio literario lleno de significaciones". El novelista se vale de los recuerdos y peripecias de Antonio Yammara, empezando por la "exótica fuga y posterior caza de un hipopótamo, último vestigio del imposible zoológico con el que Pablo Escobar exhibía su poder". Al dubitativo Yammara se suma la figura de Ricardo Laverde, un antiguo aviador de tintes faulknerianos que ha pasado 20 años en la cárcel y que, en cierto sentido, representa a la generación de los padres del protagonista.

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Pensó un instante y dijo: «De todas formas, ¿qué hacía un armadillo en un apartamento de La Perseverancia? Qué cosa tan absurda, la casa olía a mierda».

«¿Y nunca tuvo sospechas?», le pregunté.

«¿De qué?»

«De que Ricardo estuviera vivo. De lo de la cárcel.»

«Nunca, no. Luego he sabido que no estuve sola, que lo mío no era original.

En esos años fueron legión los que llegaron a Estados Unidos para quedarse, no sé si me entiende. Los que llegaban, no con cargamentos como mi papá, que también, sino como simples pasajeros de un avión comercial, un avión de Avianca o de American. Y las familias que se quedaban esperando en Colombia tenían que decirles algo a los niños, ¿no? Así que mataban al padre, nunca mejor dicho. El tipo, metido en una cárcel de Estados Unidos, se moría de repente sin que nadie hubiera sabido que ahí estaba. Era lo más fácil, más fácil que lidiar con la vergüenza, con la humillación de tener a una mula en la familia. Cientos de casos como éste. Cientos de huérfanos ficticios, yo era un caso solamente. Eso es lo bueno de Colombia, que uno nunca está solo con su destino. Mierda, qué calor hace ya, es increíble. ¿No tiene calor, Antonio, usted que es de tierra fría?»

«Un poco, sí. Pero me lo aguanto.»

«Uno aquí siente cómo se le abre cada poro. A mí me gustan las mañanas, las primeras horas. Pero luego la cosa se pone insoportable. Por más que uno se acostumbre.»

«Usted ya tendría que haberse acostumbrado.»

«Sí, es verdad. Tal vez sólo me queje por quejarme.»

«¿Cómo llegó a vivir aquí?», pregunté. «Digo, después de tanto tiempo.»

«Ah, bueno», dijo Maya. «Ésa es una larga historia.»

Maya acababa de cumplir los once años cuando una compañera de clase le habló por primera vez de la Hacienda Nápoles. Era el territorio de más de siete mil acres que Pablo Escobar había comprado a finales de los setenta para construir en él su paraíso personal, un paraíso que fuera a la vez un imperio: un Xanadu para tierra caliente, con animales en vez de esculturas y matones armados en vez del letrero de No Trespassing.

El terreno de la hacienda se extendía sobre dos departamentos; un río lo cruzaba de extremo a extremo. Por supuesto que ésta no fue la información que la compañera de clase le dio a Maya, pues en 1982 el nombre de Pablo Escobar todavía no andaba en boca de los niños de once años, ni los niños de once años conocían las características del territorio gigantesco ni la colección de carros antiguos que empezaría pronto a crecer en cocheras especiales ni la existencia de varias pistas destinadas al negocio (al despegue y aterrizaje de aviones como los que había pilotado Ricardo Laverde), ni mucho menos habían visto Citizen Kane. No, los niños de once años no sabían de esas cosas. Pero sabían, en cambio, del zoológico: el zoológico se convirtió en cuestión de meses en una leyenda a nivel nacional, y fue del zoológico que le habló la compañera a Maya un día de 1982. Le habló de jirafas, de elefantes, de rinocerontes, de pájaros inmensos de todos los colores; le habló de un canguro que le pegaba patadas a un balón de fútbol.

Para Maya fue una revelación tan

«Bueno, pues tuvo que ser en fin de semana, porque de otra manera no hubiéramos tenido adultos que nos llevaran, la gente trabaja. ¿Y cuántos fines de semana hubo antes de Navidad? Digamos tres. ¿Y qué día fue, un sábado o un domingo? Fue un sábado, porque la gente de Bogotá siempre venía al zoológico los sábados, a los adultos no les gustaba pegarse semejante viaje y tener que ir a la oficina al día siguiente.»

«Pues son tres días de todas formas», dije yo, «tres sábados posibles. Nada nos garantiza que hayamos escogido el mismo».

«Yo sé que sí.»

«¿Por qué?»

«Porque sí. Y no me joda más. ¿Quiere que le siga contando?» Pero Maya no esperó mi respuesta. «Bueno», dijo, «pues el asunto es que conocí el zoológico y luego volví a la casa, y lo primero que hice al entrar fue preguntarle a mi madre dónde exactamente quedaba nuestra casa de La Dorada.

Creo que reconocí algo del camino, del paisaje, reconocí una montaña o una curva de la carretera, o la carretera que lleva de la vía principal a Villa Elena, porque para ir a la Hacienda Nápoles uno pasa frente a esa carretera. Algo debí de reconocer, y cuando llegué a ver a mi madre no dejé de hacer preguntas. Era la primera vez que hablaba de eso desde que nos fuimos, a mamá le impresionó mucho. Y con los años seguí haciendo preguntas, diciendo que quería volver, que cuándo íbamos a volver. La casa de La Dorada se me convirtió en una especie de tierra prometida, ¿me entiende? Y empecé poco a poco a hacer todo lo necesario para volver. Y todo empezó con esa visita al zoológico de la Hacienda Nápoles. Y ahora usted me dice que tal vez nos vimos allá, en el zoológico. Sin saber que usted era usted y que yo era yo, sin saber que nos encontraríamos después».

Algo sucedió en ese instante en su mirada, sus ojos verdes se abrieron ligeramente, sus cejas finas se arquearon como si las hubieran dibujado de nuevo, y en su boca, su boca de labios sanguíneos, apareció un gesto nuevo. Yo no hubiera podido probarlo, y hacer un comentario al respecto habría sido una imprudencia o una imbecilidad, pero en ese momento pensé: Éste es un gesto de niña. Así eras de niña. Y entonces la oí decir:

«¿Y ha vuelto desde esa época? Porque yo no, no he vuelto nunca. El sitio está que se cae a pedazos, por lo que sé. Pero podemos ir de todas formas, ver qué hay, ver de qué nos acordamos. ¿Le suena la idea?»

Pronto estábamos avanzando por la vía a Medellín a la hora de más calor, moviéndonos por la cinta de asfalto igual que lo habían hecho Ricardo Laverde y Elena Fritts veintinueve años atrás, y haciéndolo, además, en el mismo Nissan color hueso en que lo habían hecho ellos. En un país donde es corriente encontrar en las calles modelos de los años sesenta -un Renault 4, un Fiat aquí y allá, camiones Chevrolet que pueden ser incluso quince años más viejos-, la supervivencia del campero no era ni milagrosa ni extraordinaria, como éste se veían cientos en las calles. Pero cualquiera puede ver que aquél no era cualquier campero Nissan, sino el primer gran regalo que Ricardo Laverde le había hecho a su mujer con el dinero de los vuelos, el dinero de la marihuana. Veintinueve años antes ellos dos habían recorrido el valle del Magdalena como ahora lo hacíamos nosotros, se habían besado en este asiento, en esta cabina habían hablado de tener hijos. Y ahora su hija y yo ocupábamos los mismos lugares y acaso sentíamos el mismo calor húmedo y el mismo alivio al acelerar y dejar que el aire circulara por el vehículo, así tuviéramos que levantar la voz para entendernos. Era levantar la voz o morirnos de calor con las ventanas cerradas, y preferimos lo primero.

«Todavía existe este campero», dije en ese tono esforzado, parecido al de un actor en un teatro demasiado grande.

«Cómo le parece», dijo Maya. Luego levantó una mano y señaló el cielo. «Mire, los aviones militares.»

Me llegó el ruido de los aviones que pasaban sobre nuestras cabezas, pero al asomarme para verlos me encontré solamente con una bandada de gallinazos que volaban en círculos sobre el fondo del cielo. «Yo trato de no pensar en papá cuando los veo», dijo Maya, «pero no puedo». Otra formación volvió a pasar, y esta vez sí que alcancé a verlos: las sombras grises cruzando el cielo, las propulsiones sacudiendo el aire.

«Él quería ser heredero de eso», dijo Maya. «El nieto del héroe.»

La vía se llenó de repente de muchachitos uniformados y armados con fusiles que les colgaban sobre el pecho como animales dormidos. Antes de entrar al puente sobre el Magdalena reducimos tanto la velocidad y pasamos tan cerca de los militares que el espejo lateral del campero casi rozaba el cañón de los fusiles. Eran niños, niños sudorosos y asustados cuya misión, la vigilancia de la base militar, parecía a todas luces quedarles tan grande como sus cascos y sus uniformes y aquellas botas de cuero rígido demasiado cerradas para este trópico cruel.

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