Juan Vásquez - El Ruido de las Cosas al Caer

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El Ruido de las Cosas al Caer: краткое содержание, описание и аннотация

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El ruido de las cosas al caer ha sido calificado como "un negro balance de una época de terror y violencia", en una capital colombiana "descrita como un territorio literario lleno de significaciones". El novelista se vale de los recuerdos y peripecias de Antonio Yammara, empezando por la "exótica fuga y posterior caza de un hipopótamo, último vestigio del imposible zoológico con el que Pablo Escobar exhibía su poder". Al dubitativo Yammara se suma la figura de Ricardo Laverde, un antiguo aviador de tintes faulknerianos que ha pasado 20 años en la cárcel y que, en cierto sentido, representa a la generación de los padres del protagonista.

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Al llegar al peaje y detenerse el Nissan, la ausencia repentina del aire circulante elevó la temperatura de la cabina, y sentí -en las axilas, pero también en la nariz y debajo de los ojos- que empezaba a sudar. Y fue al arrancar de nuevo, al acercarnos a otro puente sobre el Magdalena, que Maya empezó a contarme de su madre, de lo que pasó con su madre a finales de 1989.

Yo miraba el río más allá de las barandas amarillas del puente, miraba las islitas arenosas que pronto, cuando llegara la temporada de lluvias, quedarían cubiertas por el agua marrón, y mientras tanto Maya me hablaba de la tarde en que llegó de la facultad y encontró a Elena Fritts en el baño, casi dormida de la borrachera y aferrada a la taza del inodoro como si la taza fuera a marcharse en cualquier momento. «Mi niña», le decía a Maya, «llegó mi niña. Mi niña ya es grande. Mi niña es una niña grande».

Maya la levantó como pudo y la llevó a la cama y se quedó con ella, viéndola dormir y tocándole la frente de vez en cuando; le hizo un agua aromática a las dos de la mañana; le puso una botella de agua junto a la mesa de noche y le trajo dos mejórales para que se le pasara el dolor de cabeza; y al final de la noche la escuchó decir que no podía más, que lo había intentado y no podía más, que Maya era ya una mujer adulta y podía tomar sus propias decisiones así como ella había tomado la suya. Y seis días después se subía a un avión y regresaba a la casa de Jacksonville, Florida, Estados Unidos, la misma casa de la cual había salido veinte años atrás con una sola idea en la cabeza: ser voluntaria de los Cuerpos de Paz en Colombia. Tener una experiencia enriquecedora, dejar su huella, poner su granito de arena. Todas esas cosas.

«Le cambiaron el país», dijo Maya. «Ella llegó a un sitio y veinte años después ya no lo reconocía. Hay una carta que siempre me ha fascinado, es de finales del 69, una de las primeras. Dice mi madre que Bogotá es una ciudad aburrida. Que no sabe si pueda vivir mucho tiempo en un sitio donde nunca pasa nada.»

«Donde nunca pasa nada.»

«Sí», dijo Maya. «Donde nunca pasa nada.»

«Jacksonville», dije yo. «¿Dónde queda eso?»

«Arriba de Miami, muy arriba. Yo sé porque la he visto en mapas, no porque haya ido. Yo ni conozco Estados Unidos.»

«¿Por qué no se quiso ir con ella?»

«No sé, yo tenía dieciocho años», me dijo Maya. «A esa edad la vida es nueva, uno acaba de descubrirla. No quería separarme de mis amigos, había comenzado a salir con alguien… Curioso, porque se fue mamá y ahí mismo me di cuenta de que Bogotá no era para mí. Una cosa llevó a la otra, como se dice en las películas, y aquí me tiene, Antonio. Aquí me tiene. Veintiocho años, solterita y a la orden, las partes del cuerpo bien puestas todavía, y viviendo sola con mis abejas. Aquí me tiene. Muerta del calor y llevando a un desconocido a ver el zoológico de un mafioso muerto.»

«Un desconocido», repetí.

Maya se encogió de hombros y dijo algo que no quería decir nada: «Bueno, no, pero en fin.»

Cuando llegamos a la Hacienda Nápoles el cielo había comenzado a nublarse y un bochorno molesto apareció en el aire. Pronto llovería. El nombre de la propiedad aparecía pintado en letras descascaradas sobre el portal blanco de dimensiones innecesarias -una tractomula habría podido pasar por allí-, y sobre el travesaño, en delicado equilibrio, estaba una avioneta pequeña, blanca y azul como el portal: era la Piper que Escobar usó durante sus primeros años y a la cual, solía decir, debía su riqueza. Pasar por debajo de esa avioneta, leer la matrícula inscrita en la parte inferior de las alas, fue como entrar en un mundo sin tiempo. Y sin embargo, el tiempo estaba presente. Para ser más precisos: había hecho estragos. Desde 1993, cuando Escobar fue muerto a tiros sobre un tejado de Medellín, la propiedad había entrado en una decadencia vertiginosa, y eso, sobre todo, fue lo que vimos Maya y yo mientras el Nissan avanzaba por el sendero pavimentado entre campos sembrados con limoneros. No había ganado pastando en esos prados, lo cual, entre otras cosas, explicaba que el pasto estuviera tan crecido. La maleza devoraba las estacas de madera. En eso me estaba fijando, en las estacas de madera, cuando vi los primeros dinosaurios.

Eran lo que más me había gustado en mi primera y remota visita. Escobar los había mandado construir para los niños, un tiranosaurio y un brontosaurio de tamaño natural, un mamut de apariencia bonachona (gris y barbudo como un abuelo cansado) y hasta un pterodáctilo que flotaba sobre el agua del estanque con una anacrónica serpiente entre las garras. Ahora los cuerpos se caían a pedazos, y había algo muy triste y acaso impúdico en la visión de las estructuras de cemento y hierro que iban quedando al aire. El estanque mismo se había convertido en un charco sin vida, o por lo menos así se veía desde el sendero.

Después de dejar el Nissan en una explanada de tierra descuidada, frente a una cerca de alambres que en otro tiempo pudieron estar electrificados, Maya y yo comenzamos a caminar por los mismos lugares que habíamos recorrido en carro años atrás, siendo niños o casi adolescentes que todavía no comprendían muy bien a qué se dedicaba el dueño de todo esto ni por qué sus padres les prohibían una diversión tan inocente.

«En esa época no se podía caminar, ¿se acuerda? Uno no se bajaba del carro.»

«Estaba prohibido», dije.

«Sí. Me impresiona.»

«¿Qué cosa?»

«Todo parece más pequeño.»

Tenía razón. A un soldado del Ejército le dijimos que queríamos ver los animales y le preguntamos dónde estaban, y a la vista de todos Maya le entregó un billete de diez mil pesos para estimular sus buenos servicios. Y así, guiados o acompañados o escoltados por un jovencito imberbe de gorra y uniforme camuflado que se movía con indolencia, la mano izquierda apoyada en el fusil, llegamos a las jaulas en que dormían los animales.

El aire húmedo se llenó con un olor sucio, una mezcla de excrementos y comida desechada. Vimos un guepardo echado al fondo de su jaula. Vimos a un chimpancé rascarse la cabeza y a otro correr en círculos sin perseguir nada. Vimos una jaula vacía, la puerta abierta y un platón de aluminio recostado a la reja.

Pero no vimos al canguro que daba patadas a un balón de fútbol, ni al famoso loro que era capaz de recitar la alineación de la selección Colombia, ni a los emús, ni a los leones y los elefantes que Escobar había comprado a un circo viajero, ni a los caballos enanos ni a los rinocerontes, ni al increíble delfín rosado con el que Maya soñó una semana seguida después de aquella primera visita. ¿Dónde estaban los animales que habíamos visto de niños? No sé por qué hubiera debido sorprendernos nuestra propia decepción, pues el declive de la Hacienda Nápoles era bien conocido, y en los años transcurridos desde la muerte de Escobar habían circulado en los medios colombianos diversos testimonios, una especie de película en cámara muy lenta sobre el auge y caída del imperio mafioso.

Pero tal vez no fue nuestra decepción lo que nos sorprendió, sino la manera en que la vivimos juntos, la solidaridad impredecible y sobre todo injustificada que de repente nos unió: los dos habíamos venido a este lugar por la misma época, este lugar había sido para los dos el símbolo de las mismas cosas. Sería por eso que después, cuando Maya preguntó si se podía llegar hasta la casa de Escobar, sentí como si me hubiera quitado la pregunta de la boca, y fui yo en ese momento quien sacó el billete arrugado y sucio para sobornar al soldadito.

«Ah, no. No se puede entrar», dijo.

«¿Y por qué no?», preguntó Maya.

«Porque no», dijo. «Pero pueden dar una vuelta y asomarse a las ventanas.»

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