Juan Vásquez - El Ruido de las Cosas al Caer

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El Ruido de las Cosas al Caer: краткое содержание, описание и аннотация

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El ruido de las cosas al caer ha sido calificado como "un negro balance de una época de terror y violencia", en una capital colombiana "descrita como un territorio literario lleno de significaciones". El novelista se vale de los recuerdos y peripecias de Antonio Yammara, empezando por la "exótica fuga y posterior caza de un hipopótamo, último vestigio del imposible zoológico con el que Pablo Escobar exhibía su poder". Al dubitativo Yammara se suma la figura de Ricardo Laverde, un antiguo aviador de tintes faulknerianos que ha pasado 20 años en la cárcel y que, en cierto sentido, representa a la generación de los padres del protagonista.

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Eso hicimos. Recorrimos el perímetro de la construcción y vimos juntos sus paredes ruinosas, sus vidrios sucios o rotos, la madera desastillada de sus vigas y sus columnas, los azulejos rotos y desportillados de los baños exteriores. Vimos las mesas de billar que inexplicablemente nadie se había llevado en seis años: en esos salones que el tiempo había oscurecido y ensuciado, el verde refulgente del paño brillaba como una joya. Vimos la piscina vacía de agua, pero llena de hojas secas y de trozos de corteza y de ramitas que el viento se ha llevado. Vimos el garaje donde se pudría la colección de carros antiguos, vimos la pintura desastrada y las luces rotas y las carrocerías hundidas y los cojines desaparecidos y los asientos convertidos en un desorden de muelles y resortes, y recordamos que según la leyenda uno de esos aparatos, un Pontiac, había pertenecido a Al Capone y otro, siempre según la leyenda, a Bonnie y Clyde. Y después vimos un carro que no era de lujo, sino simple y barato, pero cuyo valor estaba fuera de toda duda: el célebre Renault 4 con el que el joven Pablo Escobar, mucho antes de que la cocaína se volviese la fuente de riquezas que fue después, competía en carreras locales como piloto novato.

La Copa Renault 4, se llamaba aquel trofeo de aficionados: las primeras veces que el nombre de Escobar apareció en la prensa colombiana, mucho antes de los aviones y las bombas y los debates sobre la extradición, fue como piloto de carreras de esa copa, un joven provinciano en un país que era todavía una pequeña provincia del mundo, un joven traficante que todavía era noticia por actividades distintas de ese tráfico incipiente. Y ahí estaba el carro, dormido y roto y devorado por el descuido y el tiempo, la pintura blanca levantada, agrietada la carrocería, un animal muerto al que se le ha llenado la piel de gusanos.

Pero tal vez lo más extraño de esa tarde es que todo lo que vimos lo vimos en silencio. Nos mirábamos con frecuencia, pero nunca llegamos a hablar más allá de una interjección o un expletivo, quizás porque todo lo que estábamos viendo evocaba para cada uno recuerdos distintos y distintos miedos, y nos parecía una imprudencia o quizás una temeridad ir a meternos en el pasado del otro.

Porque era eso, nuestro pasado común, lo que estaba allí sin estar, como el óxido que no se veía pero que carcomía frente a nosotros las puertas de los carros y los rines y los guardabarros y los tableros y los timones.

En cuanto al pasado de la propiedad, no nos interesó demasiado: las cosas que allí habían ocurrido, los negocios que se hicieron y las vidas que se extinguieron y las fiestas que se montaron y las violencias que desde allí se planearon, todo eso formaba un segundo plano, un decorado. Sin decirnos nada estuvimos de acuerdo en que teníamos bastante con lo visto y empezamos a caminar en dirección al Nissan. Y esto lo recuerdo: Maya me tomó del brazo, o enganchó su brazo en el mío como hacían las mujeres de otros tiempos, y en el anacronismo de su gesto hubo una intimidad que yo no hubiera podido prever, que nada presagiaba.

Entonces comenzó a llover.

Fue una llovizna al principio, aunque de gotas gruesas, pero en cuestión de segundos el cielo se puso oscuro como la panza de un burro y un aguacero nos bañó las camisas antes de que tuviéramos tiempo de guarecernos en ninguna parte. «Mierda, se nos acabó el paseo», dijo Maya.

Para cuando llegamos al Nissan, ya estábamos calados; como habíamos corrido (los hombros alzados, un brazo protegiendo los ojos), la parte delantera de nuestros pantalones estaba empapada, mientras que la parte de atrás, casi seca, parecía hecha de otra tela. Los vidrios del campero se empañaron enseguida con el calor de nuestras respiraciones, y Maya tuvo que sacar de la guantera una caja de pañuelos de papel para limpiar el panorámico y arrancar sin estrellarnos contra el primer poste. Abrió la ventilación, una rejilla negra en medio del tablero, y empezamos a movernos con cuidado. Pero habíamos avanzado apenas un centenar de metros cuando Maya frenó en seco, abrió la ventana tan rápido como se lo permitió la manivela y yo, desde mi puesto de copiloto, pude ver lo que ella estaba viendo: a unos treinta pasos de nosotros, a mitad de camino entre el Nissan y el estanque, un hipopótamo nos consideraba con gravedad. «Qué lindo», dijo Maya.

«Cómo que lindo», dije. «Es el animal más feo que hay.»

Pero Maya no me hizo caso.

«No creo que sea un adulto», siguió. «Es muy pequeño, es una cría. ¿Estará perdida?»

«Y cómo sabe que es una hembra.»

Pero Maya se había bajado, a pesar del aguacero que seguía cayendo y a pesar de que una cerca de madera la separaba del terreno donde estaba la bestia. Su piel era de un gris oscuro y tornasolado, o así me lo parecía en la luz disminuida de la tarde. Las gotas le pegaban y rebotaban como sobre un cristal. El hipopótamo, macho o hembra, cría o adulto, no se inmutaba: nos miraba, o miraba a Maya que se había recostado a la cerca de madera y lo miraba a su vez.

No sé cuánto tiempo pasó: uno, dos minutos, que en esas circunstancias es un tiempo largo. El agua le escurría a Maya por el pelo y toda su ropa era ya de un color distinto. Entonces el hipopótamo comenzó un movimiento pesado, un buque que intenta dar la vuelta en el mar, y vi su perfil y me sorprendió que fuera un animal tan largo. Y luego ya no lo vi más, o más bien le vi el culo poderoso y me pareció ver chorros de agua que le resbalaban por la piel tersa y reluciente. Se fue alejando entre el pasto crecido, con las patas ocultas por la maleza de tal manera que parecía no avanzar realmente, sino hacerse más pequeño. Cuando lo vimos ganar el estanque y meterse al agua, Maya volvió al campero.

«Cuánto van a durar esos bichos, es lo que yo me pregunto», dijo. «No hay quien los alimente, ni quien los cuide. Deben ser carísimos.»

No me hablaba a mí, eso era evidente: estaba pensando en voz alta. Y yo no pude menos que recordar otro comentario idéntico en espíritu y aun en forma que había escuchado tiempo atrás, cuando el mundo, o por lo menos el mío, era otro muy distinto, cuando yo todavía me sentía al mando de mi vida.

«Lo mismo dijo Ricardo», le conté a Maya. «Así lo conocí yo, haciendo un comentario lleno de lástima sobre los animales del zoológico.»

«Me imagino», dijo Maya. «Los animales le preocupaban.»

«Decía que no tenían la culpa de nada.»

«Y es verdad», dijo Maya. «Ése es uno de los pocos, de los poquísimos recuerdos de verdad que tengo. Mi papá cuidando a los caballos. Mi papá acariciando al perro de mamá. Mi papá regañándome por no darle de comer al armadillo. Los únicos recuerdos de verdad. Los demás son inventados, Antonio, recuerdos de mentira. Lo más triste que puede pasarle a una persona, tener recuerdos de mentira.»

Tenía la voz gangosa, pero eso podía ser consecuencia del cambio de temperatura. Había lágrimas en sus ojos, o más bien era el agua que le escurría por las mejillas, que le rodeaba los labios. «Maya», pregunté entonces,

«¿por qué lo mataron? Yo sé que falta esa ficha del rompecabezas, ¿pero qué cree usted?».

El Nissan había arrancado ya y recorría los kilómetros que nos separaban del portal de entrada, la mano de Maya se cerraba sobre la perilla negra de la barra de cambios, el agua le escurría por la cara y el cuello. Insistí:

«¿Por qué, Maya?».

Sin mirarme, sin despegar los ojos del panorámico empañado, Maya dijo esas tres palabras que yo había oído en tantas otras bocas:

«Algo habrá hecho».

Pero esta vez me parecieron indignas de lo que Maya sabía.

«Sí», le dije, «¿pero qué? ¿Acaso usted no quiere saber?».

Maya me miró con compasión. Traté de añadir algo y ella me cortó: «Mire, no quiero hablar más». Las plumillas negras se movían sobre el vidrio y barrían el agua y las hojas pegadas. «Quiero que nos quedemos callados un rato, estoy cansada de hablar. ¿Me entiende, Antonio? Hemos hablado demasiado. Estoy harta de hablar. Quiero estar un rato en silencio.»

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