Laura Restrepo - La Isla de la Pasión

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Ésta es la historia estremecedora y verídica de un grupo de náufragos sometidos durante nueve años a las más duras pruebas de supervivencia, entre ellas una extraña guerra a muerte en la cual nunca llegan a verle la cara a sus enemigos.
El tragicómico Ramón Arnaud, joven oficial del Ejército mexicano, acepta una misión en una isla desierta, no por casualidad llamada de la Pasión, y parte hacia allá con Alicia, su esposa adolescente, y once soldados con sus familias. Entre tanto, su país entra en el vértigo de una guerra civil, cae el gobierno que los ha enviado y nadie vuelve a acordarse de ellos ni de la isla, donde quedan librados a su muerte.
Setenta años después de ocurridos estos hechos reales pero olvidados, Laura Restrepo les rastreó la pista, entrevistando a los familiares de los sobrevivientes e investigando en los archivos de la Armada mexicana y de la norteamericana, en viejas cartas de amor, en los decires y recuerdos de los vecinos de varios pueblos de México. El resultado es esta aventura fantasmagórica, surrealista y en buena medida inútil, pero pese a todo conmovedoramente heroica.
Escrita durante los años de exilio político de la autora en México, La Isla de la Pasión que habla de lejanías y aislamiento pero también de la dulce posibilidad del regreso, aparece como una metáfora de todas las formas del exilio.

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– Quiere decir que nos invita a un brindis -aclaró el teniente.

Caminaron hacia el suroeste de la isla, donde habitarían los Arnaud. En el trayecto pasaron por los galpones que servían de depósitos de guano, por las habitaciones de los trabajadores, por las barracas de los soldados. Eran construcciones rudimentarias que a duras penas se tenían en pie y escasamente defendían de la intemperie. Alrededor había tinajas de agualluvias, basuras, perros y unos cuantos cerdos flacos que perseguían a los cangrejos para comérselos.

Un aire de miseria lo impregnaba todo. Por eso la sorpresa de Alicia fue grande cuando vio, a lo lejos, solitaria, la que sería su casa. Se trataba de una estupenda construcción de un piso y techo de dos aguas, enteramente hecha en madera de pino pulida y lacada, de cara a un trozo despejado de playa y elevada metro y medio sobre vigas que la mantenían a salvo de las mareas y de los cangrejos. Un amplio corredor con barandas la circundaba por los cuatro costados y adentro las habitaciones, luminosas y ventiladas, se comunicaban entre sí, y cada una tenía puerta al corredor. Todas eran espaciosas salvo una, que habría de convertirse en el refugio predilecto de Alicia: un pequeño gabinete anexo al dormitorio matrimonial, con un ventanal de vidrios de colores que miraba al mar.

No era ninguna mansión, pero parecía un lujo asiático en medio de lo demás. No había en aquella casa nada que no funcionara, nada librado a la improvisación: cada cosa había sido hecha con el mayor cuidado y perfección. Había pertenecido al anterior representante de la compañía de guano, un inglés que regresó a Europa cuando fue reemplazado por el alemán Schultz. Sibarita y maniático, se llamaba Arthur James Brander, y había aceptado ese cargo al otro lado del planeta con la condición de que le permitieran llevar desde San Francisco la mejor casa prefabricada y le pagaran el pasaje a su mucamo filipino, un sirviente devoto que lo dejaba ganar al ajedrez y que aun en Clipperton le servía, todas las tardes a las cinco en punto, el té con muffins recién horneados.

El inglés había hecho levantar la casa en el único lugar de la isla donde el opaco y gris Pacífico mostraba traslúcidos tonos ultramarinos, y donde no sofocaban los malsanos olores de la laguna porque los alejaba el soplo de los vientos alisios. Carpintero experto, el propio Brander había complementado la estructura básica con detalles y refinamientos, como anaqueles empotrados y postigos tallados para las ventanas. En el corredor que daba hacia el levante había guindado una hamaca traída de Nicaragua, en la que se acomodaba, con un auténtico whisky escocés en la mano, a contemplar los amaneceres. Al otro lado, en el corredor que daba al poniente, disfrutaba de otra hamaca, otro scotch y los atardeceres.

En menos de una hora, las cajas y baúles con la parafernalia de los Arnaud invadieron los corredores de la casa de Brander. Durante los días siguientes Ramón vio, desolado, cómo Alicia iba y venía con frenesí de hormiga, con agilidad de ardilla, llevando y trayendo cosas y colocándolas en lugares que nada tenían que ver con la meticulosa planificación que él había elaborado.

Ella ordenaba descargar macetas de geranios en el lugar donde él había calculado que se debía construir el corral, ponía camas y colchones donde él quería el comedor, guardaba tejidos y bordados en los cajones de su escritorio, instalaba gallinas y patos donde él había diseñado el depósito de herramientas, almacenaba mermeladas y conservas en las repisas que él tenía reservadas para los medicamentos.

– Detente un instante, mujer -le suplicaba-. Tomémonos un té de tila, que es sedante, mientras le ponemos racionalidad a este delirio.

Ella se sentaba a su lado, sudorosa, lo escuchaba inquieta y a los cinco minutos se paraba de nuevo a vaciar baúles, colgar cortinas, sembrar lechugas. Ordenaba descargar la pianola, la colocaba en un rincón, en otro, se arrepentía, ordenaba que se la llevaran de nuevo.

– Haces y deshaces, te mueves y te agotas, pero no piensas -le dijo Ramón al tercer día de verla ajetrearse sin parar ni para comer ni para dormir.

– Y tú piensas y dices, indicas y ordenas, pero no haces -le respondió ella, y así inauguraron una discusión que habrían de repetir cientos de veces, palabras más, palabras menos, durante los años que convivieron en la isla.

Cuando ya habían desempacado casi todo y estaban próximos a terminar de montar la casa, del fondo de un baúl, junto con otras piezas de lino, salió la sábana santa con todo y su ojal en el centro. Lejos de Orizaba, de doña Carlota, de los diez mandamientos y de los siete sacramentos, Alicia se había olvidado por completo de su existencia. Ahora que aparecía le produjo remordimientos, pero pensó que sería absurdo empezar a usarla a esas alturas, después de tantas noches de prescindir de ella.

Tuvo el impulso de regalarla a las soldaderas, y se arrepintió considerando lo finamente bordada que estaba. Al final se decidió por utilizarla en el comedor, de mantel para las grandes ocasiones, colocando como centro de mesa un pesado faisán para disimular el agujero.

Clipperton, 1908.

Después de permanecer tres días anclado al otro lado de la barrera de arrecifes, permitiendo con mansedumbre que las rompientes lo sacudieran a su antojo, el Corrigan II zarpó de nuevo hacia Acapulco, ya aliviado de su carga. Ramón Arnaud lo miró partir desde el muelle. El compromiso de caballeros que con él había hecho su superior y consejero, el coronel Avalos, era que cada dos meses, cada tres a lo sumo, sin falta ni demora, ese u otro barco de la armada mexicana, llamado El Demócrata, llegaría a Clipperton para suplirlos de todo lo necesario para la supervivencia.

Se sabía que de la isla, ese pedrusco ocioso y estéril, no podrían obtener mucho más que cangrejos, sal y agua podrida. El barco sería el cordón umbilical que los mantendría con vida. El único vínculo con un mundo que ahora, a medida que el Corrigan II se alejaba, Ramón iba sintiendo cada vez más inalcanzable, más perdido detrás de los muros de agua.

Cuando el barco se le borró de la vista, Ramón se dio cuenta de que se sentía ofendido, lastimado, solo como un perro. El nombramiento de gobernador, el ascenso a capitán, la entrevista con Porfirio Díaz, le parecían ahora pajaritos de colores que adornaban la realidad escueta: lo habían abandonado a su suerte en el último sitio que escogería si le dieran la libertad de hacerlo.

La vieja sensación de que le cobraban sus faltas demasiado caras recorrió otra vez, como un ratón, todos los vericuetos de su cerebro. Ese rencor era experto en los trayectos de su laberinto encefálico, porque él lo había entrenado durante todos los días y todas las noches de su reclusión en Santiago Tlatelolco. Durante cada hora de su reclutamiento como soldado raso. Era un rencor tan cercano a él, tan conocido y casero, que no había dejado de cultivarlo un solo minuto de su vida, pensó Ramón, y se sorprendió ante esa verdad.

Desde niño había convivido con la mala espina de que alguien, algún ser poderoso y abstracto, lo castigaba, se ensañaba con él. En este momento, en el muelle de Clipperton, el castigo adquiría la forma de una antigua y perdida palabra en inglés, derivada del español. Era un compuesto de seis letras, desconocido para él hasta hacía unos días, y que sin embargo, ahora lo tenía claro, desde siempre había marcado su destino. Ese vocablo cabalístico era maroon, degeneración de cimaroon -a su vez derivado de «cimarrón»- y, por algún juego de asociaciones lógicas, designaba la pena capital que los piratas ingleses del Caribe aplicaban a los traidores: los abandonaban en un islote desierto, en la mitad del mar, sin otra cosa que unas gotas de agua en una botella y una pistola, cargada con una bala, para cuando el suplicio y la agonía se hicieran insoportables.

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