Un puñado de niños y mujeres los contemplaban desde la orilla. Alicia los miró desde la barcaza y los encontró muy abatidos, muy abandonados bajo el calor. Sus pieles morenas aguantaban resecas y renegridas el rigor del sol, y la blanca resolana borraba del todo los colores ya difusos de la poca ropa que tenían encima. Los pájaros bobos les revoloteaban alrededor, caminaban por encima de sus pies, y ellos los espantaban con un pesado movimiento del brazo o una patada perezosa.
El pequeño universo desteñido que tenía delante reverberaba y se consumía en una lenta combustión. Alicia vio cómo el agua del mar estallaba contra los arrecifes y caía sobre las rocas, las palmeras enclenques y los seres humanos, aposándose en sus resquicios, arrugas y concavidades. El sol la evaporaba enseguida y todo quedaba cubierto por un espejo de sal, brillante, enceguecedor. Chispas de espuma caían sobre esas gentes transformándolas en lentas estatuas de sal. Sólo en sus ojos, en el ansia afiebrada de su mirada, descubrió Alicia la expectativa, contenida pero feroz, de la llegada del barco.
Unos metros adelante de las mujeres y los niños, media docena de soldados formaba en posición de firmes, con aporreados uniformes de dril, grandes sombreros de paja en la cabeza y huaraches en los pies. También ellos se veían adormecidos y desteñidos, como soldaditos de plomo derritiéndose al sol. «Todos parecen náufragos -pensó Alicia con desazón-. Algún día seré yo la que vea llegar un barco y ponga cara de Juan Diego cuando se le apareció la Virgen de Guadalupe.»
Dos figuras masculinas se destacaban del grupo. La de un uniformado de apariencia joven, de mediana estatura, que era el único que se veía vital, milagrosamente fresco dentro de su camisa limpia, y la de un hombrón robusto, rabiosamente rubio, con una sola ceja espesa que se extendía desde una sien hasta la otra sin fraccionarse sobre la nariz. En el centro de la escena, sobre un mástil afianzado en una base de cemento, aleteaba con desgano una bandera nacional, tan desvaída que parecía una sábana que se secara al viento.
El Corrigan II había anclado a cierta distancia de la isla para no encallar en los arrecifes, y sus tripulantes y pasajeros desembarcaron en barcazas de fondo plano. La primera sensación de Alicia al poner pie en tierra firme fue molesta y poco firme: sus zapatos se hundieron en el guano, verdinegro y gelatinoso.
Más perceptiva ahora a los vahos nauseabundos que venían de la laguna que a las vibraciones proféticas que la sacudían momentos antes, frunció su naricita fina y comentó:
– Huele a coles podridas.
Ramón salió de golpe del ensimismamiento en que lo había hundido el mareo, como si ese penetrante olor a coles hubiera obrado en él igual que la sal de amoníaco en los desmayados. Recordando el papel que tenía que desempeñar, recuperó el color, la compostura y los bríos, y con aire de mandatario saludó uno por uno a los integrantes del silencioso comité de recepción, incluyendo a los niños, con un enérgico apretón de manos. Inmediatamente convocó a sus hombres y ordenó improvisar una ceremonia de saludo a la bandera. Su primer acto de gobierno sería reemplazar la que había por la otra, flamante, que habían bordado las monjas.
Mientras los soldados se tardaban buscándola entre las decenas de cajas de madera del equipaje, los Arnaud se pararon aparte con el oficial de aspecto juvenil y el rubio robusto. El primero era el teniente Secundino Ángel Cardona, quien desde hacía seis meses permanecía en Clipperton, designado como segundo de Ramón. Había viajado a la isla antes que este, al mando de seis hombres, a adelantar las instalaciones necesarias para la llegada de Alicia y de la guarnición.
Cardona era un tipo bien parecido, peinado como guapo de barrio. Sonreía de frente con una impecable hilera de dientes y ni sus orejas, un tanto prominentes, ni uno que otro agujero de viruelas, alcanzaban a afearlo.
El rubio era un alemán de 28 años, Gustavo Schultz, representante de la compañía inglesa de guano, The Pacific Phosphate Co. Ltd. Hacía cuatro años estaba instalado en Clipperton encargándose del procesamiento y la exportación del producto, y al mando de un número de trabajadores que oscilaba entre 15, en los mejores tiempos, y dos o tres en los peores. Debajo de la ruda cortina de las cejas, sus ojos eran dulces. Sonreía mansamente mientras se balanceaba sobre la enorme plataforma de sus pies, y parecía esperar a que el recién llegado tomara la palabra.
Arnaud sabía que una de las razones por las cuales él había sido designado en Clipperton, era su conocimiento de varios idiomas. Los necesitaría, más que para el litigio internacional -del cual se encargaban los diplomáticos en Europa- para la comunicación con los representantes de la compañía de guano y la fiscalización, a nombre del gobierno mexicano, de sus actividades. Por eso saludó a Schultz en un esforzado inglés, cuidando al máximo el acento.
Schultz lo interrumpió con una ruidosa carcajada. Luego, en una incomprensible y apelmazada mezcla de alemán, inglés, italiano y español, dijo algo sobre unas palmeras y volvió a reírse con gran satisfacción. Ramón se calló, desconcertado, y el teniente Cardona se apresuró a explicarle:
– No se preocupe, capitán, a este gringo nadie le entiende nada, ni siquiera su mujer, ni sus empleados. Aquí ha vivido con puros extranjeros. Sus hombres son todos italianos y no ha aprendido español. Tiene tal revoltijo de idiomas en la cabeza que parece la viva Torre de Babel. Pero es trabajador y lleva bien los libros de la compañía, y al menos los números los escribe en cristiano, así que por ese lado nos enteramos de lo que está pasando. El cuento de las palmeras lo repite cada vez que uno se lo encuentra, y es que según parece, él mismo las trajo y las sembró, aquellas que usted ve allá -Cardona señaló con el índice hacia un grupo de diez o doce palmeras, las únicas en toda la isla. Schultz miraba a Cardona y asentía entre complacido y alelado a lo que este decía, como si tampoco él entendiera nada de lo que hablaban los demás.
Llegaron con la bandera. La tropa recién desembarcada formó al lado de la que ya estaba allí, y uno de los soldados nuevos, que parecía no tener ni 14 años, antes de enrolarse se ganaba la vida de mariachi y ahora hacía las veces de corneta, dio el toque de atención.
– ¡Pelotón! ¡Armen… armas! -gritó Arnaud, tratando de revivir con su voz a esos seres ausentes que tenía delante.
Tras varios golpes desacompasados de fierros, las bayonetas quedaron encajadas en las bocas de los fusiles. La bandera se elevó, reluciendo al sol el verde, el blanco y el rojo, y el águila pareció picotear a la serpiente. El corneta adolescente ejecutó un himno nacional sorprendentemente entonado. Con voz tímida, como aspirada hacia adentro, los demás cantaron: «Piensa, oh patria querida, que el cielo un soldado en cada hijo te dio…»
Arnaud quiso conmoverse pero sólo logró preocupase. «¿Estos son los hijos de la patria? -pensó-. «Más parecen hijos de la tristeza.» Miró con detenimiento lo que había a su alrededor: una treintena de personas medio desnudas, un cangrejal, un depósito de caca de pájaro y un cacho de roca. Eso era todo.
«Esto es territorio mexicano y yo soy el gobernador -pensó, invadido por un sentimiento a mitad de camino entre el ridículo y el orgullo-. Es poca cosa, pero será poca cosa mexicana mientras yo viva. Que me manden a todo el ejército francés si quieren, que a mí de aquí no me sacan. Me dan hasta por debajo de la lengua, pero no me sacan.»
Ahora sí estaba conmovido. Con los ojos húmedos, atropelló las palabras de un discurso de ocasión y gritó tres veces vivas a México. Así cerró el acto de toma de posesión territorial sobre la isla de Clipperton, que antes se llamara Isla de la Pasión. Terminada la ceremonia y tras dejar órdenes para el desembarco de la carga, Arnaud inició con Cardona un recorrido de inspección. Primero llevarían a Alicia a la casa, después supervisarían las obras y finalmente se reunirían en la cabaña de Schultz, quien se había despedido insistiendo en el tema de las palmeras y pronunciando varias veces, desde lo profundo de su garganta, la palabra trago.
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