Maroon, se repetía Arnaud fascinado con el sonido, maroon, y una pegajosa hipocondría lo iba arrastrando. Parado solo frente al Pacífico, no oponía resistencia. Un viento caliente se le enredaba en las pestañas, le zumbaba en las orejas, le hacía aletear el paño de sol sobre la nuca. Una fila infinita de olas resignadas e idénticas venían a reventarse contra la madera bajo sus pies, y él las miraba hipnotizado y se dejaba arrullar por su rumor monótono: maroon, susurraban, maroon.
Estaba cómodamente instalado en la melancolía, sin intenciones de moverse de allí, cuando vio a Alicia, a lo lejos, tratando de cargar un barril dos veces más pesado que ella por la empinada escalerilla que subía a su casa. Avanzaba dos escalones y la gravedad la hacía retroceder tres, pero ella volvía a empezar sin inmutarse. Ramón pensó que el ahínco que su mujer le ponía a la tarea era un contrasentido que desafiaba la densidad del calor, que sus bríos inútiles rompían la relajante quietud que se imponía a todo lo demás. La adivinó absorta en su esfuerzo imposible, la piel de porcelana de su cara cubierta por gotitas de sudor, ajena por completo al barco que se iba, a los rencores y presentimientos que a él lo ahogaban, a la crueldad de los piratas del Caribe y de la raza humana en general. «¿Por qué se obstinará en no dejar que los soldados hagan esos oficios? ¿Cómo no comprenderá que en un día nefasto como hoy no hay que ocuparse de cosas como barriles?», pensó con desasosiego Ramón, y corrió a ayudarla.
Cuando llegó, ella ya había logrado subir su carga hasta el porche.
Comenzaron a pasar los días. No sólo se había ido el Corrigan II, dejándolos librados a la buena de Dios, sino que a cien metros de distancia del lugar donde había estado anclado se asomaba, ese sí para siempre, el Kinkora. O su espectro. O los desechos que quedaban de él. Era un navío japonés que años antes, en una noche ciega, no vio la isla y cayó en su trampa, abalanzándose sobre ella como si no existiera. Clipperton lo esperó agazapada, invisible, lo atrapó en sus arrecifes y le desgarró el casco con la afilada fiereza de sus corales.
Arnaud, obsesionado por la presencia sombría y permanente del Kinkora, por cuyo maderamen destrozado pasaba el viento silbando tristes tonadas de naufragio, tomó la decisión de desmantelarlo tabla a tabla. No soportaba más la energía negra que le llegaba desde sus restos, haciéndole estallar la cabeza y doler las muelas. Sacaría de la costa ese monumento a la derrota y neutralizaría su influencia, utilizando los materiales rescatables en la construcción de viviendas decentes para los soldados.
Como solía sucederle, Ramón había pasado de golpe y sin aviso de la depresión a la euforia, y durante los días siguientes, él y sus hombres se entregaron con furor a la tarea, y de la carcomida madera del Kinkora -una vez pulida y purificada- salió una casita para cada soldado, con su lámpara de petróleo, su brasero de carbón y su cisterna para almacenar agua de lluvia.
Mientras el teniente Cardona y los otros se ocupaban de los oficios de albañilería y carpintería, Arnaud se dedicó a resolver un problema que los mortificaba: los cangrejos, que pululaban sin respetar ningún lugar -ni las ollas de la sopa, ni los baúles de ropa ni las cunas de los niños-, caían también dentro de los tanques, morían ahí y sus pequeños cadáveres contaminaban el agua pura. Ramón diseñó trampas y fortalezas, y tras varios intentos fracasados de ponerle barreras a la tosudez del cangrejerío, por fin salió una mañana del galpón de las herramientas con unas ingeniosas tapas de madera y doble reja que cumplieron el propósito.
A pesar de que el calor apretaba hasta el delirio y las brisas eran ariscas, Arnaud y sus gentes de Clipperton siguieron imbuidos en el frenesí de la construcción. A las casas de los soldados siguió la instalación de una vía decauville traída de Acapulco. Trabajaron mano a mano con Schultz y sus obreros, y pusieron a funcionar un tren como de juguete que arrastraba su hilera de vagoncitos destapados por unos rieles tendidos desde las blandas montañas de guano, al norte de la isla, hasta los depósitos donde lo secaban y procesaban, al lado del muelle, sobre el costado oriental.
Luego vino la reconstrucción del faro, sobre la cima de la gran roca del sur. Existía uno antiguo, de mecanismo anacrónico y estropeado, que Arnaud remozó con lentes y mecheros nuevos, utilizando la vieja base. Hizo colocar seis tramos de escalera, de diez escalones cada uno, para civilizar el ascenso hasta el faro, que antes era una faena suicida por lo liso y escarpado de la roca. Llenó el tanque de aceite y una noche de miles de estrellas y ninguna luna, encendió las farolas.
Abajo, hombres, mujeres y niños se sentaron en la playa en un silencio místico. En el centro habían prendido una hoguera para espantar los mosquitos y a su alrededor habían hecho pabellones con los fusiles, parándolos apoyados entre sí, de tres en tres, de cuatro en cuatro. Vieron cómo se encendía el gran foco de luz y se quedaron allí varias horas, siguiendo hipnotizados con los ojos la ronda de los rayos pálidos. Algo acababa de cambiar. Ya no eran un punto perdido en la nada. Ahora ofrecían un testimonio de sí mismos ante el mundo: su faro, el faro de Clipperton, como una velita titilando en medio de la infinita oscuridad del cielo y del océano.
Esa noche, al pie del faro prendido, el teniente Arnaud dio la orden perentoria de que nunca lo dejaran apagar, y allí mismo nombró guarda-faros a uno de sus hombres de confianza, un soldado de raza negra, del estado de Colima, llamado Victoriano Álvarez. Para que éste pudiera atender su tarea con el desvelo que requería, le asignó por morada una pequeña cabaña construida en la base de la gran roca y guarecida por ésta; en realidad una cueva dentro de la roca, adaptada por dentro y con fachada de cabaña, que los soldados llamaban «la guarida del faro».
Vivir allí significaría para Victoriano Álvarez estar aislado de sus compañeros, pero en compensación, el nombramiento lo revestía de una importancia especial, de una aureola casi sacerdotal. Él sería el hombre de la luz, el guía de las embarcaciones perdidas, el contacto de Clipperton con lo que estaba más allá.
Las semanas siguientes también fueron de fajina. Se reforzó el muelle y se construyeron salinas en los acantilados bajos para mantener una permanente provisión de sal. Se hicieron corrales, para que los cerdos y las gallinas no deambularan sueltos y se fijó una reglamentación estricta según la cual los humanos, mayores y menores, tenían que hacer sus necesidades fisiológicas en las letrinas, y no como antes, en cualquier parte donde les vinieran los apremios.
En relación con la comida de la tropa, Ramón puso fin a la anarquía del sálvese quien pueda estableciendo una tienda de abastecimiento. Estrictamente controlada por él, allí se distribuían raciones proporcionales, según el tamaño de cada familia, de maíz, fríjol, chile pasilla, arroz, café, harina, cereales y carne seca. Los sábados en la mañana los soldados recibían su paga, y como no tenían cantinas donde gastarla, podían permitirse el lujo de comprar en la tienda inclusive artículos que, dadas las condiciones, eran suntuarios, como jabón, condimentos y cerveza. Los robos de abastecimientos, que al principio abundaron, se frenaron con los castigos severos que impuso Arnaud, y que iban desde azotes, en los casos graves, hasta excavación de zanjas a rayo de sol.
Al lado de la tienda, Ramón montó una farmacia dotada de material quirúrgico, desinfectantes y remedios. Guiado por los diccionarios de medicina que había traído del continente, él personalmente se convirtió primero en farmaceuta, después, cuando cobró confianza, en médico, y finalmente, cuando las circunstancias se lo impusieron, en cirujano. Desde niño había tenido un interés morboso por las heridas, los accidentes y las enfermedades, que de grande, cuando se desempeñó como ayudante de farmaceuta en Orizaba, se le transformó en pasión por las curaciones y los medicamentos. Clipperton le brindó la oportunidad de ejercer una profesión que le habría gustado estudiar y no había podido.
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