Ramón y Alicia, pálidos y antiguos, en ese anodino amago de ciudad que es la Orizaba de hoy… No quiero imaginarlos al toparse, en medio de los autobuses que rugen por la Avenida Oriente, justo enfrente a la tienda Te-Ca, «Primera Boutique de Herramientas», con un discreto monumento donado hace cinco años por el Club de Leones.
El monumento tiene en la parte superior el busto en bronce de un oficial mexicano con casco prusiano, y sobre el costado una patética placa que representa a ese mismo oficial, ahora de cuerpo entero, agarrando de la mano a una mujer y tres niños, los cinco al borde de un mar arrebatado y bajo nubes tormentosas, descalzos y con la ropa en jirones. Debajo, en una placa más pequeña, ellos habrían leído estupefactos sus propios nombres y conocido la fatalidad de su destino, tal como aparece registrado en la inscripción:
Capitán Ramón Arnaud Vignon
quien en compañía de su esposa, la heroína
Alicia Rovira, exponente de las virtudes de
la mujer mexicana, mantuvo la soberanía
de México en la Isla de la Pasión hasta
perder la vida el 7 de octubre de 1914.
H. P. Perril, capitán del cañonero norteamericano U.S.S. Yorktown, nunca en su vida había tenido que ver con Clipperton. No sentía curiosidad por ese sitio. Por el contrario, le suscitaba un profundo desinterés y hasta una vaga sensación de malestar. Sin embargo, pese a su voluntad, la isla se le convertiría en un lugar señalado. Llegó, desde su base naval en California, por una casualidad en la ruta, y una veleidad del destino hizo que llegara, además, en el momento preciso. Ni un minuto antes, ni un minuto después.
Él mismo, de su puño y letra, quiso dejar constancia de esa historia, que consideró sin par en su larga vida de marino y que, según le comentaría a los suyos al volver a su casa en California, «llevaba a Robinson Crusoe atado al mástil». Quería decir que las desventuras del náufrago legendario parecían un primer capítulo de las que él, con sus propios ojos, había visto padecer a las víctimas de Clipperton.
Cuando todo hubo terminado, el capitán dedicó entera la noche del 18 de julio de 1917 a relatar con exactitud los hechos recién acaecidos. Le había tocado en suerte ser testigo y actor, juez y parte. Se quedó despierto en su camarote hasta la madrugada, escribiéndole una larga carta a su esposa Charlotte. Cada tanto hacía pausas y se quedaba absorto en la frialdad metálica con que la luna se reflejaba en el mar. Debía domar el tumulto de los recuerdos de ese día, para que al registrarlos no atropellaran su prosa medida y precisa. «Pues bien -le decía a su mujer- esta noche tengo algo verdaderamente interesante para contarte».
Veinticuatro horas antes hubiera asegurado que de un recorrido tedioso como el que estaba haciendo por aguas mexicanas, sólo perdurarían unas cuantas líneas rutinarias en la bitácora. Y sin embargo habían ocurrido cosas extrañas. Tan extrañas que al inconmovible capitán Perril le habían llegado al corazón, y hacían que le temblara la mano cuando le escribía a Charlotte: «… es algo que yo recordaré mientras permanezca vivo. Confío poder relatártelo a ti de tal manera que tú y los niños también lo valoren».
Estaba dispuesto a contarle todo a su esposa, en detalle. Pero le suplicaba paciencia. Le recomendaba que leyera sin premura, porque el meollo no vendría sino hasta más tarde: «Con el fin de que yo pueda desarrollar mi relato en el debido orden cronológico, voy a cubrir primero los aspectos menos importantes.» Por no hacer caótica una historia ya de por sí confusa, no podía abordar lo central todavía. Más adelante. Si ella tenía paciencia para esperar.
Alicia miró de reojo su reflejo en la claraboya y no le gustó lo que vio. Dos días antes, en el momento de embarcar, su largo pelo castaño se sostenía en una moña alta con un bucle relleno que le enmarcaba horizontalmente la frente. Era un peinado adulto y anticuado que rechinaba contra su cara de niña, pero ella, que opinaba otra cosa, se lamentaba porque se había zafado con el viento. Sobre sus hombros caían los mechones, sin orden y apelmazados de sal. Unas ojeras azules como las que había tenido cuando le dio la rubéola oscurecían su piel luminosa. Sus facciones, mínimas y perfectas, se engrosaban y distorsionaban al repetirse en la concavidad del cristal.
El 27 de agosto -un mes después del matrimonio- Ramón y ella habían zarpado hacia Clipperton a bordo del Corrigan II, un buque de gran calado, cañonero de la armada mexicana. Abajo, en las bodegas, iba la parafernalia necesaria para convertir esa isla estéril en un lugar habitable: costales de tierra negra para hacer una huerta y semillas de verduras; un enorme abastecimiento de grano y frutas, incluyendo varias gruesas de cítricos; herramientas; telas y máquinas de coser; fusiles, machetes y otras armas; una bandera mexicana de seda verde, blanca y roja y con el escudo bordado por las monjas con hilos de plata; cerdos y gallinas; kilos de carne cecina de Oaxaca; medicamentos y tratados de primeros auxilios; plantas en macetas; carbón y otros combustibles; cuadros y fotografías de familia; un recibidor austríaco; mecedoras de mimbre hechas en Acapulco; una mandolina; un fonógrafo y los discos de moda; el juego de cepillos de plata y crin de caballo para el pelo de Alicia; un par de canarios en su jaula; golosinas, libros y periódicos, y en un baúl de cuero, cuidadosamente empacado con bolitas de naftalina, el vestido de novia con sus dieciocho metros de encaje.
Junto con la pareja viajaban los once soldados que conformarían la guarnición bajo el mando de Arnaud, acompañados por hijos y soldaderas. Para todos ellos había sido destinado un espacio reducido y bochornoso al lado de la sala de máquinas, donde sus jergones sólo cabían si se extendían uno contra otro. Antes de que los atacara el mal que los descompuso a todos, se encerraron allí, en la penumbra, a apostar su última paga a los albures de los dados y las barajas.
Alrededor de ellos, las soldaderas revoloteaban como gallinas. Sudorosas, gritonas, recias de pellejo, de melena brava, oliendo a humo y a almizcle de hembra. Todas, jóvenes y viejas, se igualaban en una misma edad indescifrable. Con sus voces curtidas -de corneta, de tiple cómica, de ganso- enhebraban rezos con blasfemias, arrullos y ternuras con maldiciones y groserías. A codazo limpio se peleaban por un lugar para descargar sus únicas pertenencias sobre esta tierra: un atado de sarapes y trapos, un metate para moler el maíz y una olla para cocer los fríjoles. Habían subido al barco detrás de sus hombres -de sus Juanes- sin saber a dónde se dirigían. Pero antes se habían tomado, como siempre, unos tragos de agua hervida con pólvora. Era lo que les daba la resignación y el coraje para corretear por los campos de batalla sin otra preocupación que tener lista la comida de sus machos cuando terminara la balacera.
Comparado con el hueco donde viajaban los subalternos, el pequeño camarote de los Arnaud era un lujo. Tenía dos literas, jarra, palangana y espejo para el aseo, y contaba con comodidades que en un barco de guerra son exclusivas del capitán, como perchero y mesa de trabajo. Alicia pasó allí las primeras horas encantada, arreglándolo como si fuera una casa de muñecas. Era su primer viaje marítimo y Ramón le aconsejó tomar precauciones contra el mareo, como comer sólo pescado blanco sin condimentos, atole y agua de limón. A pesar de eso, el tercer día durmió hasta tarde y se despertó desasosegada, ahogada por el encierro del camarote. Hacía horas Ramón no estaba allí. Ella se apresuró a levantase y a salir, subió por la escalinata que conducía a cubierta y fue en algún punto del trayecto cuando la sorprendió su mal semblante reflejado en una claraboya.
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