Santa Montefiore - A la sombra del ombú

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Hija de un hacendado argentino y una católica irlandesa, Sofía jamás pensó en que habría un momento que tendría que abandonar los campos de Santa Catalina. O quizás, simplemente, ante tanta ilusión y belleza, nunca pudo imaginar que su fuerte carácter la llevaría a cometer los errores más grandes de su vida y que esos errores la alejarían para siempre de su tierra.
Pero ahora Sofía ha vuelto y, con su regreso, el pasado parece cobrar vida. Pero ¿podrá ser hoy lo que no pudo ser tantos años atrás? Quizás sólo con ese viaje podrá Sofía recuperar la paz y cerrar el círculo de su existencia.

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Anna volvió a abrazar a su madre y sintió también cómo la ahogaba la emoción, no porque fuera a irse, sino porque era consciente de que su felicidad iba a hacer muy desgraciados a sus padres.

Dermot se quedó disgustado en su estudio hasta que se puso el sol. Vio cómo las sombras trepaban por las ventanas hasta que cubrieron el suelo de la cocina, borrando los últimos rayos de luz. Podía ver a su pequeña bailando por la habitación con su vestido de los domingos. Pero después de un rato la alegría de la niña dio paso a las lágrimas, y se tiró al suelo llorando. Dermot quiso correr hasta ella, pero cuando se puso en pie, la botella vacía de whisky cayó al suelo y se hizo añicos, asustándola y haciéndola desaparecer. Cuando Emer entró para llevarle a la cama, Dermot roncaba en su silla. Un hombre triste y roto.

Anna tenía que cumplir con una última tarea antes de irse a Londres. Fue a decir a Sean O'Mara que no podía casarse con él. Cuando llegó a su casa, la madre de Sean, una mujer alegre con el físico rechoncho propio de un sapo jovial, entró de un salto en el vestíbulo para gritar a su hijo que su prometida los había pillado de sorpresa y había aparecido como por encanto.

– ¿Cómo ha ido el viaje, querida? Apuesto a que ha sido emocionante, muy emocionante -dijo la madre entre risas al tiempo que se limpiaba en el delantal las manos llenas de harina.

– Ha sido un viaje muy agradable, Moira -respondió Anna, sonriendo incómoda y mirando por encima del hombro de la mujer para ver cómo su hijo bajaba a saltos las escaleras.

– Bien, me alegra que hayas vuelto, te lo aseguro -volvió a reír-. Nuestro Sean ha estado lloriqueando todo el fin de semana. Da gusto volver a verle sonreír, ¿no es cierto, Sean? -Se metió en la casa y añadió feliz-: Os dejo a lo vuestro, tortolitos.

Sean besó a Anna torpemente en la mejilla antes de tomarle la mano y conducirla calle arriba.

– ¿Y? ¿Cómo ha ido en Londres? -preguntó.

– Bien -respondió Anna, saludando a Paddy Nyhan, que pasaba junto a ellos en su bicicleta. Después de sonreír y saludar a varios vecinos, Anna no pudo aguantar más aquel suspense.

»Sean, necesito hablar contigo en algún sitio donde podamos estar solos -dijo, frunciendo ansiosa el ceño.

– No te preocupes, Anna. Nada puede ser tan terrible -dijo Sean echándose a reír mientras caminaban por las callejuelas hacia las colinas.

Subieron en silencio. Sean inició una conversación haciéndole preguntas sobre Londres, pero ella le contestaba con monosílabos, de manera que al poco rato Sean decidió dejarlo. Por fin, lejos de ojos y oídos ajenos, se sentaron en un banco mojado que daba al valle.

– Dime, ¿qué te pasa? -preguntó Sean. Anna miró su rostro pálido y anguloso y sus ojos de niño y temió no tener el valor de decírselo. No había manera de hacerlo sin herirle.

– No puedo casarme contigo, Sean -dijo por fin, viendo cómo a Sean se le descomponía la cara.

– ¿Que no puedes casarte conmigo? -repitió incrédulo-. ¿Qué quieres decir con eso?

– No puedo, eso es todo -dijo Anna, y apartó la mirada. El rostro de Sean enrojeció hasta adquirir un tono casi violáceo, sobre todo alrededor de los ojos, que se le humedecieron por la emoción.

– No lo entiendo. ¿A qué se debe esto? -tartamudeó-. Estás nerviosa, no es más que eso. Se te pasará cuando nos hayamos casado -insistió intentando tranquilizarse.

– No puedo casarme contigo porque estoy enamorada de otro hombre -dijo Anna e irrumpió en llanto. Sean se puso en pie, se llevó las manos a la cintura y soltó, furioso:

– ¿Quién es ese hombre? ¡Le mataré! -escupió enojado-. Vamos, dime, ¿quién es? -Anna alzó la mirada y reconoció el dolor que escondía su rabia, lo que la hizo llorar todavía más.

– Lo siento, Sean, no he querido hacerte daño -dijo entre sollozos.

– ¿Quién es, Anna? Tengo derecho a saberlo -gritó, volviendo a sentarse en el banco y cogiéndole la cara para que le mirara.

– Se llama Paco Solanas -respondió Anna, liberándose de su mano.

– ¿Qué clase de nombre es ese? -replicó Sean con una risa burlona.

– Es español. Paco es argentino. Le he conocido en Londres.

– ¿En Londres? Jesús, Anna, hace sólo dos días que le conoces. Esto es una broma.

– No es ninguna broma. Me voy a Londres a finales de semana -dijo, secándose la cara con la manga del abrigo.

– No durará.

– Oh, Sean, lo siento. Lo nuestro no puede ser -dijo cariñosa, poniendo una mano sobre la de él.

– Pensaba que me querías -le espetó Sean, apretándole la mano y mirando sus ojos distantes como si intentara encontrar en ellos a la Anna que amaba.

– Te quiero, pero como a un hermano.

– ¿Como a un hermano?

– Sí, no te quiero como a un marido -le explicó, intentando ser amable con él.

– ¿Así que esto es el fin? -preguntó él, conteniendo la rabia-. ¿Esto es todo? ¿Adiós?

Anna asintió.

– Vas a huir con un hombre al que conoces desde hace dos días en vez de casarte conmigo, un hombre al que conoces desde siempre. No te entiendo, Anna.

– Lo siento.

– Deja de decir que lo sientes. Si tanto lo sintieras no me estarías dejando plantado. -Se levantó de golpe. Anna vio cómo le latía el músculo del pómulo, como si estuviera haciendo lo imposible por no derrumbarse y echarse a llorar. Pero Sean mantuvo la compostura-. Entonces esto es el final. Adiós. Espero que tengas una vida feliz, porque acabas de arruinar la mía. -Clavó la mirada en los ojos acuosos que estaban empezando a sollozar de nuevo.

– No te vayas así -dijo ella, corriendo tras él. Pero Sean bajó a grandes zancadas por el campo y desapareció en el pueblo.

Anna volvió al banco y lloró al sentir el dolor que había infligido a Sean. Pero no había otra forma de hacerlo. Amaba a Paco. No podía evitarlo. Se consoló pensando que con el tiempo Sean encontraría a alguien. Todos los días se rompen corazones, pensó, y también todos los días se reparan corazones. Sean la olvidaría. Pasó los días que siguieron escondida en casa, hablando por teléfono con Paco, evitando a sus primos y a la gente del pueblo que, habiéndose enterado de la noticia, culpaban a Anna por haber arruinado el futuro de Sean O'Mara. No se atrevía a salir. Cuando se fue de Glengariff no miró atrás; si lo hubiera hecho habría visto el rostro cetrino de Sean O'Mara mirándola con tristeza desde la ventana de su habitación.

♦ ♦ ♦

Anna se quedo seis meses en Londres. Vivía con Antoine y Domini que La Rivière en su espacioso apartamento de Kensington. Dominique era una novelista en ciernes, y Antoine gozaba de una exitosa carrera en la City. A Paco le había horrorizado la idea de que su prometida trabajara en Londres y había insistido para que, en vez de trabajar, tomara algunos cursos, entre ellos uno de español. A Anna le había dado demasiada vergüenza decírselo a sus padres por temor a herir su orgullo, así que les dijo que estaba trabajando en una biblioteca.

Paco escribió a sus padres para darles rendida cuenta de sus planes. Su padre expresó su preocupación en una carta sorprendentemente larga. Le aconsejó que si, una vez terminados sus estudios, seguía sintiendo lo mismo, llevara a su novia a casa para ver hasta qué punto se adaptaba a la familia. «Te darás cuenta enseguida si va a funcionar», escribió. Su madre, María Elena, le escribió diciendo que confiaba en su juicio. No dudaba de que Anna se adaptaría a Santa Catalina y de que todos la querrían tanto como él.

Transcurridos seis meses Ana dijo a su padre que ella y Paco todavía se amaban y que estaban decididos a casarse. Cuando Dermot sugirió que Paco fuera a Irlanda, ella insistió para que fuera Dermot quien se desplazara a Londres. Su padre se dio cuenta de que Anna se avergonzaba de su casa y le preocupó el futuro de la joven pareja si su presente no estaba basado en la honradez. Pero accedió a ir.

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