La tía Dorothy soltó un profundo suspiro. No había nada que hacer. ¿Cuántas escenas como esa había presenciado? Cientos. No tenía sentido intentar poner las cosas en su sitio. El destino lo hará por mí, se dijo.
– Sólo estoy siendo realista -admitió, adoptando un tono de voz más suave-. Soy más vieja que tú y más sabia, Anna. Como siempre dice tu padre: «El conocimiento puede adquirirse, la sabiduría llega con la experiencia». Por supuesto, tiene toda la razón. Dejaré que la vida te enseñe.
– Te queremos, Anna Melody. No nos gustaría que te equivocaras. Oh, ojalá tu padre hubiera estado aquí. ¿Qué va a decir? -preguntó su madre, temerosa.
Las mejillas de Dermot O'Dwyer enrojecieron paulatinamente hasta que sus enormes ojos grises parecían querer salársele de las órbitas. Caminaba de un extremo a otro de la habitación sin saber qué decir. No iba a permitir que su única hija desapareciera en un país dejado de la mano de Dios ubicado en la otra punta del planeta para casarse con un hombre al que conocía desde hacía sólo veinticuatro horas.
– Jesús, María y José, niña. ¿A qué se debe todo esto? Ya sé, ha sido la fiebre de Londres. Te casarás con el joven Sean aunque tenga que llevarte yo mismo a rastras a la iglesia -dijo furioso.
– No me casaré con Sean aunque me pongas una pistola en la cabeza, papá -gritó Anna desafiante con la cara cubierta de lágrimas. Emer intentó intervenir.
– Es un hombre estupendo, Dermot. Muy guapo y maduro. Te habría impresionado.
– Como si es el maldito rey de Buenos Aires. No pienso permitir que mi hija se case con un extranjero. Creciste en Irlanda y te quedarás en Irlanda -bramó, sirviéndose un buen vaso de whisky y bebiéndoselo de un trago. Emer se dio cuenta de que le temblaban las manos, y el dolor que percibió en su marido le rompió el corazón. Dermot enseñaba los dientes a cualquiera que se le acercara como un animal herido.
– Me iré a Argentina aunque tenga que nadar hasta allí. Sé que es el hombre para mí, papá. No amo a Sean. Nunca le he amado. Sólo fingí que le amaba para complacerte, porque no había nadie más. Pero ahora he visto al hombre que me corresponde por destino. ¿No puedes ver que Dios ha querido que nos encontráramos? Estaba escrito -dijo Anna, y sus ojos imploraron a su padre para que entendiera y cediera.
– ¿De quién fue la idea de que fueras a Londres? -preguntó él, lanzando una mirada acusadora a su mujer. La tía Dorothy había salido. «He dicho lo que tenía que decir», habían sido sus últimas palabras antes de cerrar tras de sí la puerta. Emer miró a su alrededor desesperanzada y meneó la cabeza.
– No sabíamos que esto iba a ocurrir. Podría haber ocurrido en Dublín -dijo a la vez que le temblaban los labios. Conocía a su marido lo suficiente para saber que al final terminaría por dejarla marchar. Siempre terminaba por ceder a los deseos de Anna Melody.
– Dublín es diferente. No pienso dejar que te vayas a Argentina cuando sólo hace cinco minutos que conoces a ese hombre -dijo Dermot, llevándose la botella de whisky a los labios y dándole un buen trago-. Por lo menos en Dublín podremos cuidar de ti.
– ¿Por qué no puedo ir a trabajar a Londres? El primo Peter lo hizo -sugirió Anna esperanzada.
– ¿Y dónde vivirías? Responde, anda. No conozco a nadie en Londres, y desde luego no podemos pagarte un hotel -replicó su padre.
– Paco tiene un primo que se acaba de casar y que vive en Londres. Dice que podría vivir en su casa. Podría encontrar un trabajo, papá. ¿Puedes darme seis meses? Por favor, dame la oportunidad de que le conozca. Si después de seis meses todavía le amo, ¿dejarás que venga a pedirte permiso para casarse conmigo? -Dermot se dejó caer en una silla con aspecto derrotado. Anna se arrodilló en el suelo y puso la mejilla sobre la mano de su padre-. Por favor, papá. Por favor, deja que averigüe si es el hombre adecuado para mí. Si no lo hago, lo lamentaré el resto de mi vida. Por favor, no me obligues a casarme con el hombre al que no amo, un hombre cuyas caricias no serán bien recibidas. Por favor, no me obligues a pasar por eso -dijo, haciendo especial hincapié en la palabra «eso», a sabiendas de que la idea de verse sometida a las exigencias sexuales de un hombre al que no amaba bastaría para debilitar la resolución de su padre.
– Ve a ver a tus primos, Anna Melody. Quiero hablar con tu madre -dijo él, más tranquilo, retirando la mano.
– Querido, yo tampoco quiero que se vaya, pero ese joven es rico, culto, inteligente, por no mencionar lo guapo que es. Dará a nuestra hija mejor vida que Sean -dijo Emer, dejando brotar libremente las lágrimas ahora que su hija había salido de la habitación.
– ¿Te acuerdas de lo mucho que rezamos para tener una hija? -dijo Dermot al tiempo que las comisuras de los labios se le curvaban hacia abajo como si hubieran perdido toda su fuerza o su voluntad para mantenerse rectas. Emer ocupó el sitio de Anna en el suelo y besó la mano de su marido que descansaba sobre el brazo del sillón.
– Nos ha hecho tan felices -sollozó Emer-. Pero llegará el día en que no estemos y entonces tendrá que enfrentarse al futuro sin nosotros. No podemos retenerla para nosotros solos.
– La casa no será la misma -tartamudeó Dermot. El whisky le había soltado la lengua y las emociones.
– No, no lo será. Pero piensa en su futuro. De todas formas, quizá dentro de seis meses decida que no es el hombre para ella. Entonces volverá.
– Puede que sí -Pero no lo creía así.
– Dorothy dice que la hemos educado así de terca. Si eso es cierto, entonces nosotros tenemos la culpa. Hemos alimentado sus expectativas. Glengariff no es lo suficientemente bueno para ella.
– Quizá -replicó él desanimado-. No lo sé. -La idea de la casa sin el feliz caos de los nietos planeaba sobre sus cabezas, y sus corazones luchaban contra la pesadez que los acongojaba-. Está bien, le daré seis meses. No conoceré a ese joven hasta después de ese tiempo -dijo dándose por vencido-. Si se casa con él, todo habrá terminado. Será el adiós. No pienso ir a Argentina a visitarla -dijo, y los ojos se le llenaron de lágrimas-. Ni hablar.
Anna caminaba por la cima de la colina. La niebla la envolvía como fino humo que surgiera de chimeneas celestiales. No quería ver a sus primos. Los odiaba. Nunca la habían hecho sentir bienvenida. Pero ahora iba a abandonarlos. Quizá nunca volviera. Le encantaría ver su reacción cuando se enteraran de su radiante futuro. La recorrió un escalofrío de excitación, se arrebujó en el abrigo y sonrió. Paco se la llevaría con él al sol.
– Anna Solanas -dijo-. Anna Solanas -repitió en voz alta hasta que empezó a gritar su nuevo nombre a las colinas. Un nombre nuevo que señalaba una nueva vida. Echaría de menos a sus padres, lo sabía. Echaría de menos la cálida intimidad de su casa y las tiernas caricias de su madre. Pero Paco la haría feliz. Paco alejaría de ella la añoranza.
Cuando volvió de las colinas, su madre había cerrado la puerta del estudio de Dermot para dejarle solo con su dolor y para no preocupar con ello a su hija. Dijo a Anna que su padre había dicho que podía ir a Londres, pero que debía llamarles en cuanto llegara para que tuvieran la certeza de que estaba instalada a salvo en el piso de los La Rivière.
Anna abrazó a su madre.
– Gracias, mamá. Sé que has sido tú quien le ha convencido. Sabía que lo lograrías -dijo feliz, besando la suave piel que olía a jabón y a maquillaje.
– Cuando llame Paco puedes decirle que tu padre está de acuerdo en que vivas seis meses en Londres. Dile que sí los dos sentís lo mismo pasado ese tiempo, Dermot irá a Londres a conocerle. ¿Está bien, querida? -preguntó Emer a la vez que pasaba una mano pálida por el pelo largo y rojo de su hija-. Eres muy especial para nosotros, Anna Melody. No nos hace felices que te vayas. Pero Dios estará contigo y él sabe lo que es mejor para ti -dijo de nuevo con voz temblorosa-. Perdóname por ponerme tan sentimental. Has sido el sol de nuestras vidas…
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