Santa Montefiore - A la sombra del ombú

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A la sombra del ombú: краткое содержание, описание и аннотация

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Hija de un hacendado argentino y una católica irlandesa, Sofía jamás pensó en que habría un momento que tendría que abandonar los campos de Santa Catalina. O quizás, simplemente, ante tanta ilusión y belleza, nunca pudo imaginar que su fuerte carácter la llevaría a cometer los errores más grandes de su vida y que esos errores la alejarían para siempre de su tierra.
Pero ahora Sofía ha vuelto y, con su regreso, el pasado parece cobrar vida. Pero ¿podrá ser hoy lo que no pudo ser tantos años atrás? Quizás sólo con ese viaje podrá Sofía recuperar la paz y cerrar el círculo de su existencia.

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– Señor Paco, tiene muy buen aspecto -suspiró ella, mirándole de arriba abajo maravillada-. Europa le ha hecho muy bien, no hay más que verle. ¡Ah! -chilló, desviando la mirada hacia Anna-. Ésta debe de ser su prometida. Todos están muy entusiamados. Se mueren de ganas por conocerla. -Tendió su mano regordeta, que Anna apretó desconcertada. Hablaba tan rápido que Anna no había entendido una sola palabra.

– Amor, esta es Esmeralda, nuestra querida criada. ¿No es maravillosa? -dijo Paco guiñándole el ojo. Anna le sonrió antes de seguirle hasta el ascensor-. Tenía veinticuatro años cuando me fui y hace dos años que no me veía. Como podrás imaginar, está un poco sobreexcitada.

– ¿Tu familia no está aquí? -preguntó Anna recelosa.

– Claro que no. Es sábado. Nunca pasamos el fin de semana en la ciudad -respondió él como si su respuesta fuera de lo más obvio-. Nos llevaremos al campo sólo lo estrictamente necesario. Dejaremos que Esmeralda se ocupe del resto.

El apartamento era grande y espacioso. Desde los relucientes ventanales se veían parques llenos de frondosos árboles bajo los cuales los amantes se miraban a los ojos, riendo y besuqueándose en la fresca mañana de primavera. El clamor de los pájaros y de las voces de los niños reverberaba en la calle sombreada que quedaba justo debajo, y en alguna parte ladraba un perro. No debía de estar lejos, puesto que los ladridos sonaban próximos, constantes e implacables. Paco llevó a Anna a una habitación pequeña de color azul celeste, decorada al estilo inglés, con cortinas de flores a juego con el edredón y con el cojín de la silla del tocador. Desde la ventana pudo ver los techos de la ciudad y, más allá, el brillante río amarronado.

– Ese es el Río de la Plata -dijo Paco, rodeándola con los brazos por la espalda y mirando por encima de su hombro-. En la orilla opuesta está Uruguay. Es el río más ancho del mundo. Allí -continuó, señalando entre los edificios- está La Boca, el viejo barrio del puerto fundado por los italianos. Te llevaré. Los restaurantes son fantásticos, y creo que te divertirás al ver las casas porque están pintadas de colores vivos y alegres. Luego te llevaré a San Telmo, el barrio antiguo, donde las calles están adoquinadas y las casas son románticas y se caen a pedazos, y allí bailaré un tango contigo. -Anna sonreía encantada mientras seguía mirando la ciudad que iba a ser su nuevo hogar y sentía un escalofrío de emoción recorrerle los huesos-. Pasearemos por la orilla del río llamada la Costanera cogidos de la mano y nos besaremos, y luego…

– ¿Y luego? -le interrumpió, riendo coqueta.

– Y luego te traeré a casa y te haré el amor en nuestra cama de matrimonio, lenta y sensualmente -respondió.

Anna no pudo reprimir la risa, recordando esas largas noches de besos en que se había resistido a su propio deseo, que amenazaba con vencerla cuando Paco recorría su piel con los labios y acariciaba la inconfundible hinchazón de sus pechos bajo la blusa. En esos momentos se había apartado de él, roja de pasión y de vergüenza, puesto que su madre le había enseñado que debía reservarse para su noche de bodas. Una chica decente nunca permite que un hombre comprometa su reputación, había dicho.

Paco era anticuado y caballeroso, y aunque su cuerpo sufría la tortura de tener que reprimir sus ganas de ir más lejos de lo que habría resultado decente, respetaba el deseo de Anna de preservar su virginidad. Había conseguido reprimir su propio deseo a base de vigorosos paseos y duchas frías.

– Tendremos todo el tiempo del mundo para descubrirnos uno al otro cuando estemos casados -había dicho.

Anna sacó la ropa de verano de la maleta, dejando que Esmeralda se ocupara del resto como Paco había indicado. Se duchó en el cuarto de baño de mármol y se puso un vestido largo de flores. Mientras Paco estaba ocupado en su habitación, decidió dar una vuelta por el apartamento, que constaba de dos pisos, y se detuvo a mirar las fotografías de los miembros de la familia de Paco que sonreían desde sus brillantes marcos de plata. Había una de Héctor y María Elena, los padres de Paco. Héctor era un hombre alto y moreno con los ojos negros y remotos, y rasgos aquilinos que le daban la gracia regia de un halcón. María Elena era baja y rubia, y tenía unos ojos melancólicos y pálidos y una boca cálida y generosa. Ambos parecían elegantes y orgullosos. Anna deseó gustarles. Se acordó de las palabras de la tía Dorothy cuando le dijo que seguramente deseaban que su hijo se casara con alguien de su clase y de su cultura. Se había sentido muy segura de sí en Londres, pero en ese momento la idea de entrar en aquel fascinante nuevo mundo la asustaba. A pesar de sus comentarios y de los aires que se daba, la tía Dorothy estaba en lo cierto: no era más que una chiquilla de un pequeño pueblo irlandés con sueños de grandeza propios de una niña.

Oyó a Paco hablar con Esmeralda en el descansillo de la escalera. Luego él bajó las escaleras con su maleta.

– ¿Eso es todo lo que vas a llevar? -preguntó cuando vio a Anna de pie en el vestíbulo con un pequeño maletín marrón en la mano. Ella asintió. No tenía mucha ropa de verano-. De acuerdo, entonces vámonos -dijo él, encogiéndose de hombros. Anna sonrió a Esmeralda, que le dio una cesta de provisiones para que la llevara a la granja, y consiguió decir «adiós» tal como le habían enseñado en las clases que había tomado en Londres. Paco se giró y arqueó una ceja cuando la oyó-. Lo has dicho sin acento -bromeó, poniendo las maletas en el ascensor-. ¡Así se hace!

Paco tenía un reluciente Mercedes importado de Alemania. Era un descapotable azul claro, y hacía un ruido tremendo que retumbó contra las paredes del garaje cuando encendió el motor. Anna vio cómo Buenos Aires pasaba a toda velocidad y sintió como si fuera en una lancha que volara sobre el océano. Deseó que sus horribles primos pudieran verla. Sus padres se henchirían de orgullo, y por primera vez desde que se había despedido de ellos sus rostros plagados de lágrimas emergieron a la superficie de su mente como burbujas. Por un instante el corazón se le tambaleó en el pecho presa de la añoranza, pero pronto estuvieron en la carretera con el viento alborotándole el pelo y el sol en la cara, y las burbujas estallaron y desaparecieron del todo.

Paco le había explicado que tenía tres hermanos. Él era el tercera. El mayor, Miguel, era como su padre: moreno, de piel oscura y ojos marrones. Estaba casado con Chiquita, por la que Paco sentía una gran simpatía. Luego estaba Nico, que también era moreno como su padre pero que tenía los ojos azules como su madre. Estaba casado con Valeria, que era seca y no tan dulce como Chiquita, pero estaba seguro de que se harían amigas una vez que hubieran tenido tiempo para conocerse. Después de Paco venía Alejandro, el menor, que estaba soltero pero que al parecer cortejaba seriamente a una chica llamada Malena que, según las cartas de Miguel, era una de las chicas más hermosas de Buenos Aires.

– No te preocupes -advirtió Paco a Anna afectuosamente-. Limítate a ser tú misma, y todos te querrán como yo te quiero.

Abrumada por lo diferente del paisaje, Anna estaba tan maravillada que no podía hablar. Lejos de las colinas húmedas y verdes de Irlanda miraba a su alrededor y veía la tierra llana y seca de las pampas. La llanura, manchada de rebaños diseminados de vacas, a veces de caballos, se extendía hasta los confines de la tierra como un mar rojizo bajo un brillante cielo azul de un color tan exquisito que a Anna le recordó los acianos. Santa Catalina apareció como un frondoso oasis de árboles y hierba verde y resplandeciente al final de un camino largo y polvoriento. Al oír el familiar ronroneo del coche de Paco, su madre había salido de la fría sombra de la casa para darle la bienvenida. Llevaba unos pantalones blancos plisados con botones en los tobillos que, como Anna pronto aprendería, eran una copia de los pantalones típicos de los gauchos llamados bombachas, y una camisa blanca con el cuello abierto y las mangas enrolladas. Llevaba también alrededor de la cintura un cinturón ancho de cuero decorado con monedas de plata que brillaban a la luz del sol. Tenía el pelo rubio recogido en un moño bajo que dejaba a la vista sus suaves rasgos y sus pálidos ojos azules.

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