Santa Montefiore - A la sombra del ombú

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Hija de un hacendado argentino y una católica irlandesa, Sofía jamás pensó en que habría un momento que tendría que abandonar los campos de Santa Catalina. O quizás, simplemente, ante tanta ilusión y belleza, nunca pudo imaginar que su fuerte carácter la llevaría a cometer los errores más grandes de su vida y que esos errores la alejarían para siempre de su tierra.
Pero ahora Sofía ha vuelto y, con su regreso, el pasado parece cobrar vida. Pero ¿podrá ser hoy lo que no pudo ser tantos años atrás? Quizás sólo con ese viaje podrá Sofía recuperar la paz y cerrar el círculo de su existencia.

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La mañana de la boda había recibido un telegrama de su familia. Decía así:

A NUESTRA QUERIDA ANNA MELODY STOP TODO NUESTRO AMOR PARA TU FUTURA FELICIDAD STOP TUS QUERIDOS PADRES TÍA DOROTHY STOP TE ECHAMOS DE MENOS STOP

Anna lo leyó mientras Soledad iba trenzándole flores de jazmín en el pelo. Cuando lo hubo leído, lo dobló y se deshizo de él como parte de su antigua vida.

La noche de bodas resultó tan tierna y apasionada como había anticipado. Por fin, a solas bajo el velo de la oscuridad, Anna había permitido que su marido la descubriera. Sin dejar de temblar, había dejado que la desnudara, besando cada parte de su cuerpo a medida que le iba siendo revelada. Él disfrutaba de la blanca inocencia de su piel, iridiscente a la oscura luz de la luna que entraba con sus trémulos rayos a través de las rendijas de las persianas. Paco disfrutó de la curiosidad y del deleite de su mujer a medida que se abandonaba a él y dejaba que explorara esos rincones de su cuerpo hasta entonces prohibidos. Cada vez que la acariciaba, que la tocaba, Anna sentía que sus almas se unían en un plano espiritual y que sus sentimientos por Paco pertenecían a otro mundo, un mundo que iba más allá de lo físico. Se sintió bendecida por Dios.

Al principio no echaba en absoluto de menos a su familia ni a su país. De hecho, su vida era de pronto mucho más excitante. Como esposa de Paco Solanas, podía tener todo lo que quisiera y su nombre infundía respeto. Su nuevo estatus había borrado por completo las huellas de su humilde pasado. Le encantaba asumir el papel de anfitriona en su nuevo apartamento de Buenos Aires, deslizándose por los grandes salones exquisitamente decorados, y siendo siempre el centro de atención. Se ganaba la simpatía de todos con sus poco afortunados intentos por hablar español y sus modales poco sofisticados; si la familia Solanas la había aceptado, también la aceptaban los porteños (la gente de Buenos Aires). Por su condición de extranjera era una curiosidad, y se salía casi siempre con la suya. Paco estaba profundamente orgulloso de su esposa. Era distinta del resto de la gente en esa ciudad de estrictos códigos sociales.

Sin embargo, en los comienzos de su vida de casados Anna todavía cometía algunos errores. No estaba acostumbrada a tener criados, de manera que tendía a tratarlos de mala manera, creyendo que así era como las clases altas trataban a sus empleados. Quería que la gente pensara que se había criado rodeada de sirvientes, pero se equivocaba; su actitud hacia ellos ofendía a su nueva familia. Durante los primeros meses, Paco había fingido no darse cuenta, con la esperanza de que Anna aprendería observando a sus cuñadas. Pero llegó un momento en que tuvo que pedirle amablemente que tratara al servicio con más respeto. No podía decirle que Angelina, la cocinera, había aparecido en la puerta de su estudio frotándose las manos, angustiada, para decirle que ningún miembro de la familia Solanas le había hablado de la forma en que lo había hecho la señora Anna. Anna se mortificó y estuvo de mal humor durante unos días. Paco intentó engatusarla para que olvidara el incidente. Esos estados de ánimo no formaban parte de la Ana Melodía de la que se había enamorado en Londres.

De pronto Anna se encontró con que tenía más dinero que el Conde de Montecristo. En un intento por demostrar que no era una pobre muchachita de pueblo de Irlanda del Sur y con objeto de animarse, se fue de paseo por la Avenida Florida en busca de algo especial que ponerse para la cena de cumpleaños de su suegro. Encontró un traje elegantísimo en una pequeña boutique, situada en la esquina donde la Avenida Santa Fe cruza la Avenida Florida. La dependienta fue de gran ayuda, y le regaló además una botella de perfume. Anna estaba encantada y empezó de nuevo a sentir ese optimismo interno que había sentido la primera vez que había puesto los pies en Buenos Aires.

Sin embargo, en cuanto esa noche entró en el salón de Héctor y María Elena y vio cómo iban vestidas las otras mujeres, se dio cuenta, avergonzada, de que su elección había sido un error. Todas las miradas se volvieron hacia ella, y las sonrisas escondieron la desaprobación que su educación y cortesía les impedía mostrar. El vestido que había elegido era demasiado corto y moderno para aquella tranquila y elegante velada. Para empeorar aún más las cosas, Héctor se acercó a ella. Sus cabellos negros, entre los que se adivinaban algunas canas en las sienes, y su gran altura le daban un aspecto aterrador. Eclipsándola, amenazador, le ofreció un chal.

– No quiero que cojas frío -le dijo amable-. A María Elena no le gustan los ambientes caldeados, le dan dolor de cabeza.

Anna le dio las gracias a la vez que reprimía un sollozo y bebió de un sorbo una copa de vino lo más rápido que le permitió el decoro. Más tarde Paco le dijo que aunque iba inadecuadamente vestida, había sido la mujer más hermosa del salón.

Cuando en 1951 nació Rafael Francisco Solanas (apodado Rafa), Anna sentía ya que estaba empezando a formar parte de la familia. Chiquita, para entonces su cuñada, la había llevado de compras, y Anna empezó a aparecer con los más elegantes vestidos importados de París, y todo el mundo estaba profundamente admirado de que hubiera dado a luz a un niño. Rafa era rubio y tan pálido que parecía un monito gordo y albino. Pero para Anna era la criatura más preciosa que jamás había visto.

Paco se sentó junto a ella en la cama del hospital y le dijo lo feliz que le había hecho. Tomó la delgada mano de Anna entre las suyas y la besó con gran ternura antes de poner en uno de sus dedos un anillo de diamantes y rubíes.

– Me has dado un hijo, Ana Melodía. Estoy muy orgulloso de mi hermosa mujer -dijo con la esperanza de que un niño la ayudaría a tranquilizarse y le daría algo con lo que llenar sus días aparte de las compras.

María Elena le regaló un relicario de oro tachonado de esmeraldas que había sido de su madre, y Héctor echó un vistazo al niño y dijo que era igual a su madre, pero que lloraba con la fuerza de un auténtico Solanas.

Cuando Anna llamó a su madre a Irlanda, Emer lloró la mayor parte del tiempo que duró la llamada. Deseaba más que nada estar en esos momentos al lado de su hija, y se le rompía el corazón al saber que quizá nunca vería a su nieto. La tía Dorothy cogió el auricular e interpretó lo que su hermana estaba intentando decir, repitiendo las palabras de su sobrina a todos los que estaban sentados en el pequeño salón.

Dermot quería saber si era feliz y si cuidaban bien de ella. Habló brevemente con Paco, que le dijo que Anna era muy querida por toda la familia. Cuando Dermot colgó estaba más que satisfecho, pero la tía Dorothy no estaba convencida.

– Si queréis mi opinión, no parecía ella misma -dijo con tristeza, dejando de tejer.

– ¿Qué quieres decir? -le preguntó Emer todavía con ojos llorosos.

– A mí me ha parecido que estaba feliz -soltó Dermot con brusquedad.

– Oh, sí, parecía estar feliz, aunque un poco contenida -dijo pensativa la tía Dorothy-. Esa es la palabra, contenida. Sin duda Argentina está haciendo mucho bien a nuestra Anna Melody.

Anna tenía todo lo que podía desear en la vida, salvo una cosa que no dejaba de castigarle el orgullo. Por mucho que se esmerara en observar y copiar a los que la rodeaban, no parecía llegar nunca a librarse de la sensación de no ser socialmente adecuada. A finales de septiembre, cuando la primavera cubría la pampa con largas briznas de hierba y flores silvestres, Anna se encontró con otro obstáculo que se interpuso entre ella y la sensación de formar parte de la familia por la que tanto luchaba: los caballos.

Nunca le habían gustado los caballos. De hecho, les tenía alergia. Prefería otros animales: las traviesas vizcachas, unos grandes roedores parecidos a las liebres que excavaban sus madrigueras en la llanura; el gato montés, al que a menudo veía andando con gran agilidad entre los arbustos; y el armadillo, cuya forma absurda la tenía fascinada. Héctor tenía un cascarón de armadillo en la mesa de su estudio que usaba como «objeto», lo que a Anna le parecía terrible. Pero no tardó en ver que la vida en Santa Catalina giraba en torno al polo. Todos montaban a caballo. Los automóviles no tenían cabida en un lugar donde los caminos que unían una estancia con otra a menudo no eran más que vías sucias, o simplemente senderos que se abrían entre las altas hierbas.

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