La vida en Santa Catalina era muy sociable; estaban constantemente tomando el té u organizando grandes asados en los ranchos de los demás. Anna se encontró con que tenía que desplazarse en camioneta utilizando las rutas largas cuando los demás simplemente montaban a caballo y no tardaban nada en llegar galopando a su destino. El polo dominaba las conversaciones: los partidos que jugaban contra otras estancias, sus handicaps, sus ponis -los caballos para practicar el deporte-, sus jugadores. Al parecer, los hombres jugaban casi todas las tardes. Así se entretenían. Las mujeres se sentaban en la hierba con sus pequeños y veían a sus maridos y a sus hijos mayores galopar de un extremo al otro del campo. Pero, ¿para qué? Para meter una bola entre dos postes. No valía la pena tanto esfuerzo, pensaba Anna con amargura. Cuando veía a los más pequeños, que apenas empezaban a caminar, jugando en las bandas con un bastón en miniatura, alzaba la vista de pura desesperación. No había forma de librarse de aquello.
Agustín Paco Solanas nació en otoño de 1954. A diferencia de su hermano, era moreno y con mucho pelo. Paco dijo que era igual al abuelo Solanas. Esta vez dio a su esposa un anillo de diamantes y zafiros. Pero en su relación se había abierto una grieta.
Anna se dedicó en cuerpo y alma a sus dos pequeños. Aunque contaba para ello con la ayuda de Soledad, la joven sobrina de Encarnación, prefería hacerlo sola. Sus hijos la necesitaban, dependían de ella. Para ellos Anna lo era todo, y su amor por su madre era incondicional. Ella correspondía a su afecto con ciega devoción. Cuanto más se concentraba en sus hijos, más se alejaba de su marido, hasta que Paco terminó convertido en un personaje secundario en el trasfondo de su vida de madre. Parecía pasar cada vez más tiempo lejos de ella. Volvía de trabajar a altas horas de la noche, y cuando ella se levantaba por la mañana, él ya se había ido. Durante los fines de semana en Santa Catalina, se hablaban con una educada frialdad que había ido inundando su relación con el sigilo de un puma. Anna se preguntaba qué había sido de las risas y de la alegría de antaño. ¿Qué había sido de sus juegos? Ahora parecían hablar sólo de los niños.
Paco no se atrevía a admitir delante de nadie que quizá se hubiera equivocado, que quizá había sido mucho esperar que Anna se aclimatara a una cultura tan ajena a ella. Había visto cómo la Ana Melodía de la que se había enamorado desaparecía lentamente tras la máscara remota de una mujer que intentaba ser algo que en realidad no era. Había visto, impotente, cómo la naturaleza indómita y la desafiante independencia de su esposa se convertían en petulancia y resentimiento. Anna siempre estaba a la defensiva. Parecía estar en constante lucha por encontrarse a sí misma, lo que no hacía más que llevarla a imitar a los que la rodeaban para ser como ellos. Había sacrificado esas cualidades únicas que Paco había encontrado tan encantadoras en pos de una sofisticación que no acababa de hacer suya. Paco sabía que era una mujer muy apasionada, pero por más que intentaba vencer sus reservas con sus besos, sus encuentros nocturnos se convirtieron en nada más que eso: simples encuentros. A pesar de que anhelaba compartir sus preocupaciones con su madre, era demasiado orgulloso para admitir que quizá debería haber dejado a Anna Melody O'Dwyer en aquellas nebulosas calles de Londres y ahorrarse tanta infelicidad.
Cuando Sofía Emer Solanas llegó al mundo, en otoño de 1956, el frío se había convertido en hielo. Paco y Anna apenas se hablaban. María Elena se preguntaba si tantos años lejos de su familia no estarían empezando a pasar factura a su nuera, de manera que sugirió a Paco que trajera a los padres de Anna a Santa Catalina por sorpresa. Al principio Paco se resistió. No sabía si a Anna le gustaría que actuara a sus espaldas. Pero María Elena estaba totalmente decidida.
– Si quieres salvar tu matrimonio, deberías pensar menos y actuar más -dijo con convicción.
Paco dio su brazo a torcer y llamó a Dermot a Irlanda para hacerle partícipe de su plan. Escogió sus palabras con sumo cuidado para no herir el orgullo del viejo. Dermot y Emer aceptaron el regalo con agradecimiento. A la tía Dorothy le dolió sobremanera no haber sido incluida.
– ¡No olvides ni un solo detalle, Emer Melody, o no volveré a dirigirte la palabra! -le avisó con aparente buen humor, luchando por ocultar su decepción.
Dermot nunca había ido más allá de Brighton y a Emer le daba miedo volar, aunque se quedó más tranquila cuando se convenció de que Swissair era una muy buena compañía. La idea de volver a ver a su querida Anna Melody y de conocer a sus nietos bastaba para que venciera todos sus miedos. Llegaron los billetes y ambos emprendieron el interminable viaje entre Londres y Buenos Aires, haciendo escala en Ginebra, Dakar, Recife, Río y Montevideo. Sobrevivieron al viaje a pesar de perderse en el aeropuerto de Ginebra y de estar a punto de perder su vuelo de conexión.
Cuando, transcurridas dos semanas desde el nacimiento de Sofía, Anna regresó con ella envuelta en un chal de encaje de color marfil a Santa Catalina, encontró a sus padres esperándola, agotados y con los ojos llenos de lágrimas, en la terraza. Anna dejó a Sofía en manos de la excitada Soledad y se fundió en un abrazo con ambos a la vez. Habían traído regalos para Rafael, que ya tenía seis años, y para Agustín, y también el libro de fotos antiguas de Emer para Anna. Paco y su familia les dejaron a solas durante un par de horas, durante las cuales los tres hablaron hasta quedar sin aliento, lloraron sin ninguna vergüenza y se rieron como sólo los irlandeses saben hacerlo.
Dermot hizo algún comentario sobre la «buena vida» que Anna Melody había conseguido, y Emer revisó los armarios de su hija y las habitaciones de su casa con auténtica admiración.
– Si la tía Dorothy pudiera verte, hija, estaría muy orgullosa de ti. De verdad lo has conseguido.
Emer se mostró encantada cuando su hija le preguntó con ternura por Sean O'Mara. Diría a la tía Dorothy que la niña no era tan egoísta como ella suponía, ni tan cruel. Emer dijo a su hija que Sean se había casado y se había ido a vivir a Dublín. Según le habían dicho sus padres, las cosas le estaban yendo bien. Aunque no estaba del todo segura, creía recordar que alguien le había dicho que había tenido una niña, o quizás era un niño, no se acordaba. En el rostro de Anna se dibujó una sonrisa triste a la vez que decía que estaba feliz por él.
Tanto Emer como Dermot chochearon con los niños que, a su vez, se encariñaron de inmediato con sus abuelos. Sin embargo, cuando el entusiasmo inicial provocado por su llegada se hubo calmado, Anna empezó a desear que sus padres no fueran tan provincianos. Llevaban sus trajes de los domingos, y parecían una tímida pareja recortada contra aquel paisaje extraño. María Elena tomó el té con Emer y con Anna en su casa frente a un fuego exuberante, ya que cuando el sol se ponía, bajaba mucho la temperatura. Héctor enseñó a Dermot la estancia en el carro tirado por dos relucientes ponis. Toda la familia se unió a ellos a la hora de la cena, y una vez que Dermot hubo dado un par de tragos a un buen whisky irlandés, empezó a contar historias increíblemente exageradas sobre la vida en Irlanda y algún que otro vergonzoso episodio de la niñez de Anna. El pelo, hasta entonces perfectamente peinado, se le había desbaratado en grises rizos y las mejillas le brillaban de contento. Cuando, terminada la cena, empezó a cantar «Danny Boy» con María Elena al piano, Anna deseó que nunca hubieran aparecido.
Cuatro semanas después Anna se despedía de su madre con un fuerte abrazo. En ese momento no podía saber que no volvería a ver su dulce rostro. Emer sí lo sabía. A veces somos capaces de sentir ese tipo de cosas, y Emer Melody había heredado de su abuela una agudísima intuición. Murió dos años más tarde.
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