Santa Montefiore - A la sombra del ombú

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Hija de un hacendado argentino y una católica irlandesa, Sofía jamás pensó en que habría un momento que tendría que abandonar los campos de Santa Catalina. O quizás, simplemente, ante tanta ilusión y belleza, nunca pudo imaginar que su fuerte carácter la llevaría a cometer los errores más grandes de su vida y que esos errores la alejarían para siempre de su tierra.
Pero ahora Sofía ha vuelto y, con su regreso, el pasado parece cobrar vida. Pero ¿podrá ser hoy lo que no pudo ser tantos años atrás? Quizás sólo con ese viaje podrá Sofía recuperar la paz y cerrar el círculo de su existencia.

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Dermot dejó a su mujer e hija paseando por Hyde Park mientras se encontraba con Paco Solanas en el hotel Dorchester. Emer sentía que su hija había crecido durante los seis meses que había pasado en Londres. Su nueva vida de mujer independiente le había hecho bien. Tenía un aspecto radiante y Emer se dio cuenta por la forma en que se cogían de la mano y se sonreían que la pareja era verdaderamente feliz.

Después de que Dermot hubiera hecho a Paco las preguntas de rigor, dijo que estaba convencido de que era un hombre honrado y que estaba seguro de que cuidaría bien de su hija.

– Espero que sepas dónde te estás metiendo, jovencito -le dijo poniéndose serio-. Es caprichosa y muy obstinada. Si hay padres que quieran demasiado a su hija, nosotros somos un buen ejemplo de ello. No es una chica fácil, pero con ella la vida nunca será aburrida. Sé que contigo tendrá una vida mejor que la que habría tenido en Irlanda, pero para ella no será tan fácil como cree. Sólo te pido que la cuides. Es nuestro tesoro.

Paco pudo ver que los ojos del viejo se habían humedecido. Dio la mano a Dermot y dijo que esperaba que pudiera ver con sus propios ojos la felicidad de su hija el día de su boda en Santa Catalina.

– No estaremos allí -dijo Dermot con decisión.

Paco se quedó sin habla.

– ¿No van a ir a la boda de su hija? -preguntó, abrumado.

– Escríbenos y cuéntanoslo todo -dijo Dermot porfiado. ¿Cómo podía explicarle a un hombre sofisticado como ese que le daba miedo viajar tan lejos y encontrarse en un país extraño entre gente desconocida que hablaba un lenguaje que no entendía? No podía explicarlo, su orgullo no se lo permitía.

Anna abrazó afectuosamente a sus padres. Cuando abrazó a su madre estuvo segura de que había empequeñecido y adelgazado desde la última vez que la había visto en Irlanda, seis meses antes. Emer sonrió a pesar de la tristeza que le rompía el alma. Cuando dijo a su hija que la quería, su voz sonó seca y rasposa; las palabras se le perdieron en algún rincón de la garganta, que se había comprimido para evitar que pasaran por ella. Las lágrimas caían de sus ojos y se deslizaban formando gruesas líneas por el maquillaje de sus mejillas, goteándole de la nariz y de la barbilla. Se había propuesto mantener la calma, pero al abrazar a su hija por la que podía ser la última vez en mucho tiempo, no pudo contener por más tiempo la emoción. Se enjugó el acalorado rostro con un pañuelo de encaje que ondulaba en su temblorosa mano como una paloma blanca que intentara salir volando.

Dermot miraba a su esposa con envidia. La agonía que suponía contener las lágrimas, tragarse el dolor, era demasiada. Dio una palmada un poco exagerada a Paco en la espalda y le estrechó la mano quizá con demasiada fuerza. Cuando abrazó a Anna lo hizo tan enfervorizado que ella soltó un grito de protesta y tuvo que apartarla mucho antes de lo que hubiera deseado.

Anna también lloraba. Lloraba porque sus padres se sentían tan infelices al perderla. Deseaba partirse en dos para que pudieran quedarse con la mitad de ella. Le parecían vulnerables y frágiles al lado de la figura de Paco, alta e imponente. Le entristecía que no fueran a estar presentes en su boda, pero se alegraba de que su nueva familia no llegara a conocerles. No quería que supieran de sus orígenes por si pensaban que no era demasiado buena para ellos. Se sentía culpable por haberse permitido pensar así cuando estaba despidiéndose de sus padres. Les habría destrozado el corazón.

Con un último adiós, Anna se despidió de su pasado y dio la bienvenida a un futuro incierto con una confianza que habría sido mucho más propia de las páginas de un cuento de hadas.

Capítulo 7

La primera vez que Anna vio Santa Catalina pudo imaginar su futuro entre aquellos árboles altos y frondosos, en la casa colonial y en la vasta llanura, y tuvo la certeza de que allí sería feliz. Glengariff parecía haber quedado a años luz y estaba demasiado entusiasmada para poder echar de menos a su familia o para pensar en el pobre Sean O'Mara.

Se había ido de Londres en el dorado resplandor del otoño y había llegado a Buenos Aires cuando la ciudad empezaba a florecer, puesto que en Argentina las estaciones son opuestas a las europeas. El aeropuerto olía a humedad y a sudor, que se mezclaba con el fuerte aroma a lirios que procedía de una de las pasajeras que acababa de salir del servicio después de haberse refrescado.

Anna y Paco fueron recibidos por un hombre corpulento y bronceado de pequeños y brillantes ojos marrones y sonrisa incompleta. Él se ocupó de su equipaje y los condujo por una puerta lateral al exterior, donde lucía el caluroso sol de noviembre. Paco no soltó su mano en ningún momento, sino que la retenía entre las suyas posesivamente mientras esperaban a que llegara el coche que debían traerles del aparcamiento.

– Esteban, esta es la señorita O'Dwyer, mi prometida -dijo mientras el hombrecillo moreno cargaba las maletas en el maletero.

Anna, que había aprendido un poco de español en Londres, le sonrió con timidez y le tendió la mano. Notó que la mano de Esteban estaba caliente y húmeda en cuanto él tomó la suya y la estrechó con firmeza, a la vez que estudiaba su cara con curiosidad con sus ojillos como pasas. Cuando preguntó a Paco por qué todo el mundo la miraba y por qué Esteban la había observado con tanta curiosidad, él le respondió que se debía al color de sus cabellos. En Argentina había muy poca gente pelirroja y con la piel tan pálida. De camino a Buenos Aires, Anna apoyó la cabeza contra la ventana abierta para que la brisa le acariciara el cabello y le refrescara la cara.

Para Anna, Buenos Aires poseía la elegancia lánguida de una ciudad pasada de moda. A primera vista se parecía a las ciudades europeas que había visto en los libros de fotografías. Los recargados edificios de piedra podrían haber estado en París o en Madrid. Las plazas estaban rodeadas de altos sicómoros y de palmeras, y los parques rebosaban de flores y arbustos. Para su regocijo, hasta del asfalto parecían brotar miles de flores violetas que habían caído desde los enormes Jacarandas. Había sensualidad en el ambiente. En las polvorientas aceras se diseminaban los pequeños cafés donde los habitantes de Buenos Aires se sentaban a tomar el té o a jugar a las cartas, envueltos en aquella pegajosa humedad. Paco le explicó que cuando sus ancestros emigraron a Argentina desde Europa a finales del siglo diecinueve, recrearon en la arquitectura y en las costumbres rasgos de sus viejos mundos para paliar la inexorable añoranza que pesaba sobre sus almas. Por eso, señaló, el Teatro Colón es como La Scala de Milán, la Estación Retiro es como la estación de Waterloo, y las calles llenas de sicomoros recuerdan el sur de Francia.

– Somos un pueblo incurablemente nostálgico -añadió-, y también incurablemente romántico.

Anna se echó a reír, apoyándose en él y besándole con cariño. Aspiró las embriagadoras esencias de los eucaliptus y de los jazmines que emanaban de las frondosas plazas, y observó el ajetreo de la vida diaria que avanzaba por las aceras deterioradas en forma de elegantes mujeres de suave tez morena y largos cabellos relucientes, observadas con descaro por hombres morenos de ojos oscuros y andares aletargados. Vio la danza del cortejo en las parejas sentadas que se cogían de la mano en los cafés o en los bancos de los parques, besándose a la luz del sol. Nunca había visto a tanta gente besándose en una ciudad.

El coche se metió en un garaje subterráneo de la arbolada Avenida Libertador, donde una sonriente criada de piel de color chocolate y vivarachos ojos marrones esperaba para ayudarles con el equipaje. Cuando vio a Paco, sus grandes ojos se llenaron de lágrimas y le abrazó afectuosamente, a pesar de que apenas le llegaba a la altura del pecho. Paco se echó a reír y rodeó con los brazos su cuerpo rollizo, abrazándola.

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