Anna cruzó los brazos y miró, implorante, a su madre. La tía Dorothy siguió sentada en la silla con la espalda tensa y volvió a tomar un sorbo de café, aunque sin su entusiasmo habitual. Emer siguió con la mirada clavada en su taza de té, preguntándose qué hacer.
– ¿Y si pudieras quedarte un tiempo en Londres? Quizá podrías encontrar un trabajo, no sé. Puede que haya una forma que te permita conocerle mejor. Quizá pueda venir a Irlanda y conocer a Dermot -sugirió Emer intentando encontrar una vía intermedia.
– ¡No! -reaccionó Anna con rapidez-. No puede ir a Glengariff. No, no puede. Papá puede venir y conocerle aquí, en Londres.
– ¿Te da miedo que deje de quererte si ve de dónde vienes? -soltó la tía Dorothy-. Si de verdad te quiere, eso le dará igual.
– Oh, no sé, Anna Melody. No sé qué hacer -suspiró Emer con tristeza.
– Por favor, ven a conocerle. Cuando le veas sabrás por qué le amo tanto -dijo Anna, dirigiéndose a su madre e ignorando deliberadamente a la tía Dorothy.
Emer sabía que había poco que ella o cualquiera pudiera hacer para detener a Anna Melody cuando se proponía algo. Había heredado esa veta testaruda de su padre.
– De acuerdo -terminó cediendo con un gesto cansado-. Le conoceremos.
♦ ♦ ♦
Emer y la tía Dorothy estaban sentadas, totalmente envaradas, a una mesa situada en una esquina del salón de té. La tía Dorothy había pensado que lo más adecuado sería sentarse lo más lejos posible del resto de los clientes del salón. «Nunca puede una estar segura de quién tiene al lado», había dicho. Anna estaba nerviosa. Jugaba con los cubiertos y fue al servicio dos veces en diez minutos. Cuando volvió a la mesa por segunda vez, anunció que esperaría a Paco en la calle.
– ¡No harás nada semejante! -resopló la tía Dorothy. Pero Emer le dijo que fuera.
– Haz lo que te haga sentir más cómoda, querida -le dijo.
Anna esperó fuera, en mitad del frío, sin dejar de mirar una y otra vez a la calle para ver si podía reconocer a Paco entre los rostros desconocidos que caminaban hacia ella. Cuando por fin le vio, alto y guapo bajo la afilada ala de su sombrero, pensó: «Este es el hombre con el que voy a casarme», y sonrió de puro orgullo. Él andaba seguro de sí mismo, mirando a la gente que le rodeaba como si estuvieran hechos para hacerle la vida más cómoda. Hacía gala de la lánguida despreocupación de un gallardo virrey español que estaba convencido de que su supremacía jamás se vería amenazada. El dinero había puesto el mundo a sus pies. La vida había sido generosa con él. Él no esperaba menos.
Paco sonrió a Anna, la tomó de las manos y le besó en la mejilla. Después de decirle que no debería estar esperándole fuera con ese frío y llevando un vestido tan fino, entraron en el caluroso salón de té, juntos. Ella le explicó brevemente que su padre no estaba allí; tenía que atender unos negocios en Irlanda. Paco se mostró decepcionado. Había esperado pedir de inmediato la mano de Anna. Era tan impaciente como ardiente.
Emer y la tía Dorothy los vieron acercarse a la mesa, sorteando los grupitos de pequeñas mesas redondas dispuestas en la sala como hojas de nenúfar en un estanque, cubiertas de teteras de plata y tazas de porcelana, pirámides de pastas de té y pedazos de torta, alrededor de las cuales la gente más distinguida y elegante charlaba en voz baja. Lo que de inmediato sorprendió a Emer fue la actitud de superioridad con la que Paco se comportaba y la nobleza de su mirada. Tenía un aire de privilegiada languidez y de elegancia natural que, según le pareció a Emer, debían de formar parte del mundo encantado del que procedía. En ese momento le aterró la idea de que su hija hubiera nadado demasiado lejos de la orilla y que fuera a tener graves problemas para dominar las fuertes corrientes submarinas que su nueva situación comportaría. La tía Dorothy pensó que era el hombre más guapo que había visto en su vida y sintió una amarga punzada de resentimiento al ver que su sobrina, a pesar de lo caprichosa y consentida que era, había ganado el corazón de ese caballero cuando el destino había apartado esa posibilidad de su pasado y, sin duda alguna, también de su futuro.
Tras las chanzas iniciales sobre lo terrible que estaba siendo el tiempo y sobre la obra que ellas habían visto la noche anterior, Paco decidió hablarles un poco de su familia.
– Entiendo que para ustedes todo esto parezca muy precipitado, pero les aseguro que no soy ningún vaquero chiflado. Procedo de una familia decente y mis intenciones son también decentes -explicó. Les dijo que había crecido en Argentina. Sus padres eran de origen español, aunque su abuela materna era austríaca. De ahí su pelo rubio y los ojos azules, dijo, echándose a reír.
»Mi padre es tan moreno que jamás pensarían que somos parientes -siguió, intentando aligerar la pesadez de la atmósfera. Emer sonreía, animándole a que siguiera, y la tía Dorothy estaba sentada con la boca cerrada, implacable. Por su parte, Anna escuchaba cada una de sus palabras con mayor reverencia que si hubiera estado escuchando al mismísimo Papa. La seguridad y la autoridad de Paco le garantizaban que estaría bien cuidada una vez casados. Reconocía en él el mismo dominio de sí que siempre había admirado en Cary Grant.
Paco les explicó que había estudiado en el internado inglés de St. George, en Argentina. Hablaba inglés y francés, y dominaba a la perfección el italiano, así como su lengua nativa, el español. Su familia era una de las más ricas y respetadas de Argentina. Además de la estancia familiar de Santa Catalina, su familia era dueña de gran parte de un edificio de apartamentos en el centro de Buenos Aires. Su padre tenía un pequeño avión. Una vez que estuvieran casados vivirían en uno de los apartamentos del edificio familiar y pasarían los fines de semana en Santa Catalina, la casa de sus padres.
– Puedo asegurarle, señora, que cuidaré bien de su hija y que la haré muy feliz. Amo a Ana Melodía. No soy capaz de describir cómo la amo. Yo mismo estoy sorprendido. Pero así es y creo que ella también me ama. Hay gente que tiene la suerte de enamorarse de golpe, como si les hubiera despertado la fuerza de un rayo. Otros tardan más en encontrar el amor y son incapaces de entender ese tipo de enamoramiento. Yo era uno de ellos, pero ahora entiendo lo que tantas veces han escrito los poetas. Me ha ocurrido a mí y soy el hombre más feliz de la Tierra.
Emer podía entender exactamente cómo amaba Paco a su hija. Éste miraba a Anna de la misma forma que Dermot la había mirado muchos años atrás, cuando se casaron. Deseó que estuviera allí con ella en ese momento, pero temía su reacción. Nunca permitiría que su preciosa niña se casara con un extranjero.
– No me importan demasiado las posesiones, señor Solanas. A mi marido tampoco -dijo Emer con su dulce voz. Estaba sentada con la espalda recta y miraba directamente a los sinceros ojos azules de Paco-. Lo que nos preocupa es la felicidad y la salud de nuestra hija. Es nuestra única hija, ¿sabe? En esto puedo hablar por voz de mi marido. La idea de que Anna se case y se vaya a vivir al otro lado del mundo nos resulta traumática. Pero siempre hemos dado a Anna Melody bastante libertad. Si eso es lo que ella quiere realmente, no podemos oponernos. Sin embargo, nos sentiríamos más felices si ustedes pudieran pasar más tiempo juntos antes de casarse y conocerse un poco. Eso es todo. Y, naturalmente, deberá usted conocer a mi marido y pedirle la mano de Anna.
– Pero mamá… -protestó Anna. Sabía que sus padres no podían permitirse instalarla en un hotel y no conocían a nadie en Londres. Paco entendió sin decirlo el dilema al que se enfrentaban.
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