Santa Montefiore - A la sombra del ombú

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Hija de un hacendado argentino y una católica irlandesa, Sofía jamás pensó en que habría un momento que tendría que abandonar los campos de Santa Catalina. O quizás, simplemente, ante tanta ilusión y belleza, nunca pudo imaginar que su fuerte carácter la llevaría a cometer los errores más grandes de su vida y que esos errores la alejarían para siempre de su tierra.
Pero ahora Sofía ha vuelto y, con su regreso, el pasado parece cobrar vida. Pero ¿podrá ser hoy lo que no pudo ser tantos años atrás? Quizás sólo con ese viaje podrá Sofía recuperar la paz y cerrar el círculo de su existencia.

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A las doce menos cuarto estaba sentada de nuevo en el sillón de la esquina del vestíbulo. Debajo del abrigo se había puesto el vestido nuevo que su madre le había comprado en Harrods, y todavía llevaba el pelo recogido en un moño bajo. Había mucho movimiento en el hotel, sobre todo teniendo en cuenta la hora que era. De pronto entró un grupo de jóvenes elegantes que irrumpió en la tranquilidad del vestíbulo con un estallido de risas. Deben de haber estado de fiesta en la ciudad, pensó Anna con envidia. Nadie parecía notar su presencia.

Puso la mano en el sillón que había junto al suyo y pasó los dedos por el cuero imaginando que todavía guardaba el calor de la presencia de Paco. Se había mostrado tan refinado. Había sido un verdadero caballero. Olía a colonia cara y procedía de una tierra exótica y muy lejana. Era culto, educado, guapo, y sin duda también rico. Era el príncipe con el que tanto había soñado. Anna sabía que la vida era algo más que Sean O'Mara y que el triste Glengariff.

Se quedó allí sentada, nerviosa y con la mirada clavada en la puerta. ¿Debía parecer expectante o indiferente? Decidió que estaría ridícula intentando parecer casual; al fin y al cabo, ¿qué otra cosa iba a estar haciendo en el vestíbulo del hotel a medianoche? Entonces se preguntó qué haría si él no se presentaba. Quizá le había tomado el pelo. Quizá no tenía ninguna intención de volver a verla. Probablemente estuviera por ahí con sus amigos, riéndose de ella como lo hacían sus primos de Glengariff.

Cuando el reloj dio las doce, Paco Solanas entró por las pesadas puertas del hotel. Vio a Anna de inmediato y en su rostro se dibujó una amplia sonrisa. Se dirigió hacia ella envuelto en su abrigo de cachemira azul marino y la tomó de la mano.

– Me hace feliz que haya venido -dijo a la vez que sus ojos centelleaban bajo el ala de su sombrero.

– A mí también -respondió ella mientras sentía cómo su mano temblaba entre las de él.

– Venga conmigo. -En ese instante pareció dudar-. ¡Por Dios! Pero si ni siquiera sé su nombre.

– Anna Melody O'Dwyer. Anna -replicó con una sonrisa que le dejó totalmente cautivado, inundándole de una exquisita calidez.

– Ana Melodía. Qué lindo. Es un nombre precioso, tan precioso como tú.

– Gracias. ¿Cuál es tu nombre?

– Paco Solanas.

– Paco. Encantada de conocerte -replicó con timidez, y él la llevó de la mano a la calle.

Hacia el final del día las nubes se habían marchado, y se encontraron caminando por las calles bajo un cielo limpio y estrellado. Hacía mucho frío; su aliento empañaba el aire helado, pero ninguno de los dos lo sentía. Pasearon por las callejuelas vacías hacia el Soho, hablando y riendo como dos viejos amigos, y luego bajaron hacia Leicester Square por las aceras resplandecientes, todavía húmedas por la llovizna.

Durante todo el tiempo Paco tuvo la mano de Anna entre la suya, y después de un rato a ella ya no le resultó extraño sino mucho más natural de lo que jamás se había sentido con Sean O'Mara. Paco le habló de Argentina, pintando en su mente un magnífico cuadro con el entusiasmo y la candidez de un verdadero contador de cuentos. Ella le habló poco de Irlanda. Creía que si Paco se enteraba de que no era rica como él, dejaría de estar interesado en ella, y eso era algo que no podía permitirse. Debía fingir que procedía de un entorno privilegiado. Pero a Paco le encantaba que fuera totalmente diferente de las chicas que conocía en Argentina y de toda la sofisticación que había conocido en las ciudades a las que había viajado. Anna era tosca y despreocupada. Cuando la besó, lo hizo con la intención de borrarle aquel horrible lápiz de labios.

A Anna nunca la habían besado así. Los labios de Paco eran cálidos y húmedos y tenía el rostro frío por el aire de la noche. La estrechó entre sus brazos y pegó los labios a los suyos con una pasión que Anna sólo había visto en las películas. Cuando por fin se separó de ella y la miró, se dio cuenta de que le había borrado por completo el maquillaje. Le gustó más así.

Se sentaron en el borde de una de las fuentes de Trafalgar Square y Paco volvió a besarla. Le quitó las horquillas del pelo y, deshaciéndole el moño con los dedos dejó que sus indómitos rizos le cayeran libremente por los hombros y por la espalda.

– ¿Por qué te recoges el pelo? -preguntó, pero antes de que Anna pudiera responder su boca volvía estar sobre la de ella, y con su lengua la exploraba suavemente con una fluida sensualidad que hizo que el estómago le flotara en el cuerpo como si en él un colibrí agitara sus alas-. Por favor, perdona que hable tan mal inglés -dijo instantes después, cogiéndole el rostro con una mano y acariciando con la otra el mechón de pelo que le cubría la sien-. Si pudiera decir esto en español sonaría más poético.

– Hablas muy bien inglés, Paco -replicó Anna, sonrojándose de inmediato al oírse pronunciar su nombre.

– No te conozco, pero sé que te amo. Sí, te amo -dijo él, acariciando con los dedos su fría mejilla y mirándola con expresión incrédula, como intentando descubrir de dónde venía el hechizo con el que le había cautivado-. ¿Cuándo vuelves a Irlanda? -preguntó. Anna no quería pensar en eso. Ni siquiera quería contemplar la posibilidad de no volver a verle.

– Pasado mañana. El lunes -respondió con tristeza, hundiendo la cara en su mano y sonriéndole con ojos tristes.

– ¡Tan pronto! -exclamó Paco horrorizado-. ¿Podré volver a verte?

– No lo sé -dijo ella con la esperanza de que a él se le ocurriera algo.

– ¿Vienes a Londres con frecuencia?

– No -Anna meneó la cabeza. Paco se separó de ella y se sentó apoyando los codos en las rodillas, frotándose con ansiedad el rostro con las manos. Enseguida Anna pensó que iba a decirle que su romance no tenía sentido. Vio cómo el cuerpo de Paco se expandía bajo el abrigo cuando lanzó un profundo suspiro. A la luz amarillenta de las farolas la cara de él tenía un aspecto melancólico y desilusionado; deseó rodearle con los brazos, pero temió que él la rechazara y se quedó donde estaba; ni siquiera se atrevió a moverse.

– Entonces cásate conmigo -dijo él de pronto-. No podría soportar vivir sin ti.

Anna se sintió abrumada y presa de la incredulidad. Apenas habían pasado unas horas juntos.

– ¿Que me case contigo? -tartamudeó.

– Sí, cásate conmigo, Anna -le dijo totalmente serio. Tomó su mano entre las suyas y la estrechó con fervor.

– Pero si no sabes nada sobre mí -protestó ella.

– Supe que quería casarme contigo en cuanto te vi en el hotel. Nunca he sentido algo así por nadie. He salido con chicas, cientos de chicas. No te pareces a ninguna de ellas. Tú eres diferente. No sé cómo explicarlo. ¿Cómo explicar lo que siente mi corazón? -dijo y le brillaron los ojos-. No quiero perderte.

– ¿Oyes la música? -le preguntó Anna, levantándose y apartando de su cabeza la imagen de Sean O'Mara y el compromiso que supuestamente iban a adquirir en breve. Ambos se quedaron escuchando la dulce música que reverberaba en la plaza desde algún club cercano.

Ti voglio bene -murmuró Paco, repitiendo las palabras de la canción.

– ¿Qué quiere decir? -preguntó Anna cuando él la tomó entre sus brazos y empezó a bailar con ella alrededor de la fuente.

– Quiere decir «te quiero». Quiere decir que te quiero, Ana Melodía, y que quiero que seas mi esposa. -Bailaron en silencio, atentos a la suave música que llevaba sus pasos. Anna era incapaz de pensar con claridad. Tenía la cabeza hecha un lío, como la madeja de lana con la que tejía la tía Mary, totalmente enredada. ¿De verdad le había pedido que se casara con él?-. Te llevaré a Santa Catalina -le dijo, bajando la voz-. Vivirás en una hermosa casa blanca con persianas verdes y pasarás todo el día al sol, con vista a la pampa. Todos te querrán como yo te quiero.

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