– Es usted demasiado bella para estar sentada aquí sola -le dijo con un fuerte acento-. He venido a encontrarme con alguien, pero se retrasa. Me alegro de que así sea. Espero que ni siquiera aparezca. ¿También espera usted a alguien?
Anna miró su rostro esperanzado y respondió que estaba esperando a que su madre y su tía llegaran para tomar el té. Él pareció aliviado.
– Entonces, ¿no espera usted a su marido? -dijo, y ella percibió el malicioso centelleo que brilló por un segundo en sus ojos. Paco bajó la mirada hacia la mano izquierda de Anna y añadió-: No, no está usted casada. Eso me hace muy feliz.
Ella se echó a reír y volvió a bajar la mirada. Era consciente de que no debía estar hablando con un desconocido, pero había honradez en la expresión de Paco, o al menos eso es lo que ella creyó ver en él, y además estaba en Londres, la ciudad del romance. Esperaba que su madre y su tía tardaran en aparecer y poder disfrutar así de unos cuantos minutos más. Nunca había visto a un hombre tan guapo.
– ¿Vive usted aquí? -preguntó Paco.
– No, he venido a pasar el fin de semana. He venido de compras y… -Anna se preguntó a qué debían ir las chicas ricas a Londres y añadió-: a ver algunos museos e iglesias.
Él pareció impresionado.
– ¿De dónde es usted?
– De Irlanda. Soy irlandesa.
– Yo también estoy lejos de casa.
– ¿De dónde es usted? -preguntó Anna. Cuando respondió, el rostro de Paco se encendió de puro entusiasmo.
– Soy de Argentina, el país de Dios. Allí donde el sol es del tamaño de una naranja gigante y el cielo es tan inmenso que es como el reflejo del reino celestial.
Anna sonrió ante la poesía de aquella descripción. Él la miraba tan fijo a los ojos que ella se sintió totalmente incapaz de apartar la mirada. De repente la aterró la idea de que él se fuera y de no volver a verle.
– ¿Y qué hace usted aquí? -preguntó, sintiendo cómo se le tensaba la garganta por la emoción. Por favor, Dios, no dejes que se vaya, rezó. Danos más tiempo.
– Estoy estudiando. Llevo aquí dos años, y en todo este tiempo no he vuelto a casa. ¡Imagínese! Pero me encanta Londres -dijo, antes de que su voz se apagara. Mantuvo sus ojos fijos en los de ella hasta que, impulsivo, añadió-: Quiero enseñarle mi país.
Anna soltó una risa nerviosa y apartó la vista, pero cuando volvió a mirarle, se encontró con que él seguía con sus ojos fijos en ella.
Su madre y su tía entraron en el vestíbulo y buscaron a Anna Melody con la mirada. Fue la tía Dorothy quien la vio, sentada en una esquina y en profunda conversación con un joven desconocido.
– Jesús, María y José, Emer, ¿qué está haciendo ahora? ¿Qué diría el pobre Sean O'Mara si la viera hablando así con un desconocido? Fíjate en su rostro. No tendríamos que haberla dejado sola.
– ¡Dios mío, Dorothy! -exclamó Emer, acalorada-. Ve a buscarla antes de que haga algo de lo que tenga que arrepentirse.
Anna vio a su tía acercándose por el vestíbulo como un Panzer y, desesperada, se giró hacia su nuevo amigo. Él le tomó la mano y la estrechó entre las suyas.
– Veámonos hoy a medianoche -dijo Paco. La urgencia de su voz hizo que a Anna el estómago le diera un vuelco. Asintió con entusiasmo antes de que él se pusiera en pie, saludara con una pequeña inclinación a la tía Dorothy y se retirara a toda prisa.
– Por el amor de Dios, Anna Melody O'Dwyer, ¿se puede saber que estás haciendo hablando con un desconocido, por muy guapo que sea? -jadeó mientras veía cómo Paco desaparecía por la puerta giratoria. Anna se sentía acalorada y débil, y muy excitada.
– No te preocupes, tía Dorothy, esto es Londres. Aquí no hay ninguna ley que impida que un hombre haga compañía a una chica mientras está sentada sola -contestó, segura de sí, aunque por dentro los nervios le zumbaban como si estuvieran cargados de electricidad.
Anna se perdió en sus ensoñaciones durante el té. No paró de rasguñar su taza con la cucharilla de plata. La tía Dorothy untó mantequilla a su tercer panecillo.
– Estos bollos están muy buenos, buenísimos. Anna Melody, ¿es necesario que hagas ese ruido? Me estás destrozando los tímpanos. -Anna suspiró y apoyó la espalda en el respaldo de la silla-. ¿Qué te pasa? ¿Demasiadas compras?
– Estoy cansada, eso es todo -respondió Anna, y miró por la ventana con la esperanza de ver pasar a Paco. Quizá ocurriera. Volvió a imaginar su rostro e intentó mantener viva la imagen, temiendo que si permitía que siguiera nadando en el fondo de su cabeza, terminaría hundiéndose y perdiéndose para siempre.
– Tranquila, querida. Volveremos directamente al hotel en cuanto terminemos de tomar el té. ¿Por qué no comes un panecillo caliente con mantequilla? Están deliciosos -sugirió su madre con suavidad.
– Esta noche no quiero ir al teatro -dijo Anna, petulante, enfurruñándose y concentrándose en su taza de té-. Estoy demasiado cansada.
– ¿No quieres ver Oklahoma? Pero Anna, la mayoría de las chicas de tu edad no tienen la suerte de venir a Londres, y mucho menos de ir al teatro -soltó la tía Dorothy, volviendo a colocar el zorro que parecía avanzar arañándola hacia su pecho-. Las entradas son muy caras.
– Dorothy, si Anna Melody no quiere ir al teatro, no tiene por qué ir. Es su fin de semana, ¿recuerdas? -dijo Emer, poniendo una mano en el brazo de su hija. La tía Dorothy apretó los labios y resopló por la nariz como un toro furioso.
– Oh, y supongo que tú te quedarás con ella -dijo, enojada.
– No puedo dejarla sola en una ciudad desconocida. No sería justo.
– ¿Que no sería justo, Emer? Esas entradas nos han costado mucho dinero. ¡Llevo años queriendo ver Oklahoma!
– Bien, volvamos al hotel y pongamos un rato los pies en alto. Puede que con eso te encuentres un poco mejor -dijo Emer, asintiendo en dirección a su hija.
– Lo siento, Emer. Puedo aguantar lo que haga falta, pero cuando se trata de dinero, no pienso soportar que Anna Melody vaya por ahí derrochándolo simplemente porque le da igual. No es más que una niña caprichosa, Emer. Dermot y tú siempre habéis dejado que se salga con la suya. No le estáis haciendo ningún bien, te aviso.
Totalmente ajena al enfado de su tía, Anna cruzó los brazos y volvió a mirar por la ventana. Deseaba que llegara la medianoche. No quería ir al teatro. No quería ir a ninguna parte. Sólo quería sentarse en el vestíbulo y esperar a Paco.
♦ ♦ ♦
Anna acabó yendo al teatro. Tuvo que hacerlo. La tía Dorothy había amenazado con enviarla de vuelta a Glengariff si no iba. Al fin y al cabo, la mitad del dinero era de ella. Así que Anna tuvo que aguantar el musical entero, ignorando las melodías pegadizas que su madre y su tía iban a cantar alegremente una y otra vez durante los siguientes dos meses, y planeando en silencio cómo llegar al hotel Brown's en mitad de la noche desde South Kensington sin dinero propio. Obviamente, él había pensado que ella se hospedaba en el Brown's. Tenía que llegar, fuera como fuera.
Ya de vuelta al hotel, su madre y su tía no tardaron en caer profundamente dormidas. La tía Dorothy empezó a roncar fuertísimo por la nariz en cuanto se quedó dormida boca arriba. Una o dos veces un ronquido demasiado fuerte estuvo a punto de despertarla; durante un segundo se balanceó entre la conciencia y la inconsciencia antes de volver a sumergirse en el particular mundo de sus sueños. Emer, en muchos aspectos más delicada que su hermana, dormía en silencio, acurrucada como una niña.
Anna se vistió sin hacer ruido, llenó de almohadas la cama a fin de dar la impresión de que seguía allí en caso de que uno de esos ronquidos terminara por despertar a su tía o a su madre, y registró el monedero de la tía Dorothy en busca de dinero. El conserje fue de gran ayuda; demasiado educado para alzar una ceja, hizo lo que ella le solicitaba y le pidió un taxi. Como si salir a media noche fuera algo de lo más habitual, Anna le dio las gracias por su ayuda, se sentó en el asiento trasero del taxi como una fugitiva y se entretuvo mirando cómo las brillantes luces de la ciudad desfilaban por su ventana.
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