Santa Montefiore - El último viaje de Valentina

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El último viaje de Valentina: краткое содержание, описание и аннотация

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En la barcaza sobre el Támesis que llama hogar, Alba vive una juventud alocada pero vacía. Durante toda su vida, la figura de la madre que no conoció la ha atormentado. Ahora ha llegado el momento de enfrentarse al pasado: a la verdad sobre lo que sucedió en un pequeño pueblo italiano, casi treinta años antes, una historia de amor apasionado en tiempos de guerra, de tragedia, crimen y mentiras que ha quedado enterrada en el silencio. Para ello, ha de viajar hasta el lugar donde todo comenzó, dejando atrás Inglaterra, una familia de la que nunca se ha sentido parte y un hombre a cuyo amor no puede corresponder. En la costa italiana, donde el destino jugó una de sus crueles partidas tanto tiempo atrás, le espera el fantasma de una mujer envuelta en el misterio.

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– Mamá representa un papel y yo estaré sola -dijo Valentina, bajando los ojos como si le diera vergüenza pedirlo-. Me gustaría mucho que viniera.

– Será un placer acompañarla -dijo Thomas, encantado ante esa muestra de retraimiento. Esa excursión la haría solo.

Ya en el coche, Jack estalló en comentarios.

– ¡Esa Valentina es un bombonazo! -dijo-. Pero si hasta Brendan se ha quedado impresionado, y ¡no es fácil complacerle!

– He perdido el corazón, Jack -anunció Thomas con gravedad.

– Pues ya puedes empezar a encontrarlo -respondió Jack riéndose entre dientes-. No vamos a quedarnos mucho tiempo.

– Pero tengo que volver a verla.

¿Y luego qué? -Jack puso la misma cara de pescado que Lattarullo y levantó las manos hacia el cielo-. No vas a conseguir nada con eso, jefe.

– Quizá no. Pero tengo que saberlo.

– Éste no es momento para enamorarte. Desde luego no de una italiana. Además, su madre me da escalofríos.

– No es la madre la que me interesa.

– Dicen que hay que mirar bien a la madre antes de ir a por la hija.

– La belleza de Valentina jamás se extinguirá. Es una de esas bellezas eternas. Hasta tú eres capaz de darte cuenta.

– Es extraordinariamente hermosa -admitió-. Haz lo que debas, pero no vengas luego a llorarme en el hombro cuando todo termine en un baño de lágrimas. Tengo cosas más importantes en las que pensar. ¡ Si no triunfo esta noche voy a terminar tirándome a Brendan!

Sin embargo, cuando regresaron al pueblo ninguno de los dos tenía ganas de bailar. Decidieron en cambio deambular por el paseo marítimo. Había un par de ancianos sentados en sus barcas remendando las velas con el arrugado y desdentado rostro iluminado por quinqués. Al observarles más atentamente, se dieron cuenta de que estaban empleando tapices robados para su tarea. Alguien cantaba Torna a Sorrento con el acompañamiento de una concertina al tiempo que la triste voz reverberaba espeluznantemente por las calles. Todas las contraventanas de color azul celeste estaban cerradas y Thomas no pudo evitar preguntarse qué estaría ocurriendo detrás, si los ocupantes de las casas estarían dormidos o si estarían espiando por las rendijas. Reticentes como estaban a regresar al barco, subieron paseando por una de las estrechas callejuelas. De pronto apareció una joven. A Jack se le iluminó la cara. Era una de las chicas que había admirado esa misma mañana. Se trataba de una hermosa muchacha de sonrisa relajada y soñadora, con una larga melena rizada y la piel morena.

– Venid y veréis lo que Claretta puede hacer por vosotros. Parecéis cansados -ronroneó al verles acercarse-. Las mujeres italianas son famosas por su hospitalidad. Dejad que os lo muestre. Venid.

Jack se volvió hacia su amigo.

– Tardo cinco minutos -dijo.

– Estás loco.

– Eres tú el que está loco. Al menos yo saldré de ésta con el corazón intacto.

– Pero puede que no la polla.

– Tendré cuidado.

– No quiero tener a bordo a un oficial enfermo. No puedo remplazarte.

– Todo hombre necesita echar un polvo de vez en cuando. Seguro que me estoy quedando ciego. ¡Tampoco te servirá de nada un «Jimmy» ciego! Además, estaré ayudando a la economía del pueblo. Todo el mundo necesita ganarse la vida.

Thomas vio desaparecer a Jack en el interior de la casa. Se apoyó contra la pared y volvió a pensar en Valentina. La vería la noche siguiente durante la ceremonia de Santa Benedetta. No lograba pensar en otra cosa. Si pudiera dibujarla, tendría algo con lo que recordarla. Algo que llevarse con él. Sintió náuseas de puro anhelo. Aunque había leído poemas de amor y también las obras de Shakespeare, jamás había creído que una intensidad de emoción semejante existiera realmente. En ese momento supo lo equivocado que había estado.

Minutos más tarde, Jack salió de la casa con una amplia sonrisa en el rostro mientras se subía la bragueta. Thomas tiró la colilla del cigarrillo al suelo y la aplastó contra las piedras con el pie.

– Vamos -dijo-. Volvamos al barco.

Por la mañana, despertaron ante una visión mágica. El torpedero estaba adornado con flores: geranios rojos y rosas, iris, claveles y lirios. Estaban cuidadosamente entrelazados a las barandillas y repartidos como confeti por la cubierta. Rigs, que se había encargado de hacer guardia, se había quedado dormido. Lo único que había visto había sido el numeroso público de Covent Garden aplaudiendo su onírica representación de Rigoletto. Thomas debería de haberse mostrado furioso. Quedarse dormido durante la guardia era una falta grave que bien podía costarles la vida. Sin embargo, el espectáculo de esas flores, vivas, vibrantes e inocentes, ablandó su ira. Pensó en Valentina, en la noche que le aguardaba, y dio una palmada en la espalda al marino que había cometido la falta al tiempo que le decía:

– Si pillas a las criminales que han hecho esto, te ordeno que te acuestes con ellas en el acto.

9

Esa misma mañana, tal y como estaba previsto, llegaron al granero y descubrieron que las armas habían desaparecido. Lattarullo soltó un gemido y se encogió de hombros.

– ¡Bandidos! Tendríamos que haber venido antes -dijo, sacudiendo la cabeza. Acto seguido, en un intento por hacerse con el favor de los británicos, pues bien sabía que él era el principal sospechoso, les habló de otros depósitos de los que acababan de informarle. Thomas se rió. Era exactamente lo que había esperado. A fin de cuentas, estaban en Italia. Más aún, necesitaba una excusa para quedarse otro día y Lattarullo acababa de proporcionársela. Dio al carabiniere una palmada en la espalda.

– En ese caso, tendremos que dar con ellos antes de que lo hagan los hombres de Lupo, ¿no?

Cuando Lattarullo se marchó, los dos hombres fueron dando un paseo hasta la trattoria para tomar una copa. Encontraron allí a Rigs y al resto, sentados al sol y rodeados de muchachas. Aunque Rigs sólo conocía el italiano de las óperas, parecía satisfacer con él a las chicas, que se reían con él, acariciándole las mejillas y el pelo, para desgracia de los miembros más apuestos de la tripulación.

– ¿Quién dijo que nunca se ganaría a una mujer con su canto? -soltó Thomas, riéndose entre dientes-. Apuesto a que podría tener a cualquiera de las chicas que quisiera.

– Eso si no las ha conseguido ya -añadió Jack-. Pero aquí llego yo a aguarle la fiesta con mi amuleto de la suerte. -Llevaba a Brendan permanentemente posado sobre el hombro.

– Esto puede ser interesante -musitó Thomas-. ¡La voz contra la rata!

– ¡Cuántas veces voy a tener que decirte que no es una rata! -replicó Jack.

– Una rata con cola.

– Ah, pero es que nadie imagina de lo que es capaz esa cola -apuntó con una mirada lasciva.

Thomas arrugó la nariz.

– No quiero saber la de cosas por las que debes de hacer pasar a ese pobre animal.

– ¡Digamos simplemente que es un hombre que siente una clara preferencia por los pechos!

– ¡Dios, tus perversiones no tienen límite!

Immacolata no apareció a la hora del almuerzo. Según el camarero, se estaba preparando para Infesta di Santa Benedetta, una ceremonia marcadamente religiosa que requería de todas sus energías. Aun así, había sugerido que comieran rica di mare. Thomas y Jack jamás habían probado los erizos de mar y la mera idea de tragarse esas relucientes entrañas provocó un vuelco en las suyas. Cuando les pusieron el plato delante, una de las chicas les enseñó a comerlos. Con manos expertas, cortó uno por la mitad, exprimió un limón sobre las entrañas todavía temblorosas y las extrajo con ayuda de una cuchara para metérselas directamente en su gran boca abierta.

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