Santa Montefiore - El último viaje de Valentina

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El último viaje de Valentina: краткое содержание, описание и аннотация

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En la barcaza sobre el Támesis que llama hogar, Alba vive una juventud alocada pero vacía. Durante toda su vida, la figura de la madre que no conoció la ha atormentado. Ahora ha llegado el momento de enfrentarse al pasado: a la verdad sobre lo que sucedió en un pequeño pueblo italiano, casi treinta años antes, una historia de amor apasionado en tiempos de guerra, de tragedia, crimen y mentiras que ha quedado enterrada en el silencio. Para ello, ha de viajar hasta el lugar donde todo comenzó, dejando atrás Inglaterra, una familia de la que nunca se ha sentido parte y un hombre a cuyo amor no puede corresponder. En la costa italiana, donde el destino jugó una de sus crueles partidas tanto tiempo atrás, le espera el fantasma de una mujer envuelta en el misterio.

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Immacolata les dio instrucciones para que ocuparan sus sitios y poder bendecir la mesa. Habló empleando un tono grave y solemne, entrelazando los dedos alrededor de la cruz que le colgaba del cuello.

Padre nostro, figlio de Dio…

En cuanto terminó, Thomas le retiró la silla a Valentina. Ella volvió hacia él sus suaves ojos y le sonrió con agradecimiento. Thomas deseaba oírla hablar de nuevo, pero la madre de la joven presidía la mesa y habría sido una muestra de descortesía haberla ignorado.

– Mi hijo Falco era partisano, Signor Arbuckle -dijo-. Aquí ya no queda combate por librar. Con cuatro hijos como tengo, no sorprende que mi familia casi represente a todas las facciones de esta guerra. Gracias a Dios, no tengo a ningún comunista. ¡No podría tolerarlo! -Llenó los vasos con marsala, un vino dulce y licoroso, y elevó el suyo para proponer un brindis-. Por su buena salud, caballeros, y por la paz. Que el Señor nos conceda la paz.

Thomas y Jack levantaron sus vasos mientras el primero añadía:

– Por la paz y por su buena salud, Signora Fiorelli. Gracias por esta deliciosa comida y por su generosa hospitalidad.

– No tengo mucho, pero veo la vida pasar -respondió-. Ya estoy vieja y tengo la certeza de haber visto mucho más de lo que ustedes verán jamás. ¿Qué les trae por aquí?

– Nada serio. Algunas armas abandonadas por el ejército alemán en su retirada. Aunque la verdad es que no quedan demasiadas.

Immacolata asintió muy seria.

– Bandidos -dijo-. Están por todas partes. Pero a mí se cuidan mucho de robarme. Hasta el todopoderoso Lupo Bianco tendría problemas para penetrar en mi pequeña fortaleza. Sí, hasta él.

– Espero que esté usted segura, signora. Tiene una hija preciosa. -Thomas sintió que se arrebolaba al referirse a Valentina. De pronto, el bienestar de la joven era para él más importante que cualquier otra cosa en el mundo. Valentina bajó los ojos. Immacolata pareció complacida con su comentario y su rostro se arrugó para esbozar la primera sonrisa que se dignaba mostrar.

– Dios ha sido generoso conmigo, Signor Arbuckle. Aunque la belleza puede ser una maldición en tiempos de guerra. Hago lo que puedo por protegerla. Mientras estemos en compañía de oficiales británicos no tenemos que temer por nuestra seguridad. -Levantó la cesta del pan-. Coman. Nunca se sabe cuándo volverán a hacerlo. -Thomas cogió una rebanada de tosco pan y lo sumergió en aceite de oliva. Aunque gomoso, sabía bien. Immacolata comía con deleite. Obviamente, había hecho un gran esfuerzo para cocinar la pasta, que había preparado con salsa de pescado. A pesar de que la comida escaseaba, como esa misma mañana en la trattoria, se las había ingeniado para darles la clase de festín que podrían haber esperado antes de la guerra. Como inspirada por el banquete, la conversación de la anfitriona derivó a los días dorados que su familia había vivido bajo la Roma Imperial.

– Eran tiempos civilizados. Intento aportar una pizca de esa civilización a mi casa a pesar de lo que ocurre en el resto del país, por mi hija. -Procedió entonces a hablarles de su ancestro, que era conde-: Luchó con Caracciolo en la guerra contra Nelson y los Borbones.

Thomas la escuchaba a medias. Tenía el resto de los sentidos concentrados en la silenciosa Valentina.

– ¿Cuánto tiempo van a quedarse? -preguntó la mujer cuando hubieron terminado de comer y seguían sentados a la mesa, adormilados por los efectos del vino y con el estómago lleno.

– El tiempo que tardemos en recoger las armas -fue la respuesta de Thomas.

– Hay muchas más. Las colinas están llenas de pistolas y de granadas. Es responsabilidad suya que no caigan en las manos equivocadas, ¿no es así?

– Por supuesto -respondió Thomas, frunciendo el ceño.

– En ese caso, deben quedarse. Este lugar puede que les resulte encantador, pero la maldad acecha en cada sombra. La gente no tiene nada. Nada. Matarían por un mendrugo de pan. Hoy en día, la vida no tiene ningún valor.

– Nos quedaremos mientras se nos necesite -dijo él con gran seguridad, aunque sabía que era poco lo que podía hacer contra la clase de maldad a la que ella se refería.

Mientras el sol poniente abrasaba el cielo, tiñéndolo de rosa, siguieron sentados charlando bajo la parra. Immacolata prendió unas velas que no tardaron en verse rodeadas por el revoloteo de mosquitos y polillas, cuyas diminutas alas se acercaban por momentos a la llama mortal. Thomas y Jack fumaban, ambos profundamente conscientes de la presencia de Valentina. Cuando ella hablaba, los dos hombres la escuchaban. Hasta Jack, que bien poco entendía lo que se decía, se recostaba contra el respaldo de su silla para dejar que la voz suave y bellamente articulada de la muchacha cayera sobre él como un delicioso hilo de jarabe. Se veía obligado a dejar que fuera Thomas quien llevara el peso de la conversación, pues su italiano era mucho más fluido. Sin embargo, Jack contaba con su amuleto de la suerte y, cuando sintió que desaparecía con el sol, dejó que Brendan trepara por su manga y se le sentara en el hombro. Tal y como había imaginado, la ardilla llamó la atención de la joven y, para alivio de la pequeña criatura, Valentina no mostró la menor intención de comérselo.

Ah, che bello! -suspiró, tendiendo la mano hacia la ardilla. Thomas vio cómo los finos dedos morenos de la muchacha acariciaban el pelo rojizo de la ardilla y no pudo evitar imaginar esos mismos dedos acariciándole a él. No miró a Jack por temor a ver a su amigo arquear una sugerente ceja. Pero éste estaba también rendido a la hermosura de la joven y era muy consciente de que sus chistes obscenos poca cabida tenían en la mesa.

El coche llegó alrededor de las diez y media, envuelto en una nube de polvo.

– Ese debe de ser Lattarullo -dijo Thomas. Lamentó no haber tenido la oportunidad de hablar a solas con Valentina, pero Immacolata había dominado la conversación, cosa que a la joven no había parecido importarle. Quizá con tantos hermanos estuviera acostumbrada a mantenerse en un segundo plano.

Lattarullo apareció en la terraza con la frente reluciente y la camisa beige manchada de sudor. La tripa se le había hinchado con el calor como a un cerdo muerto y los mosquitos zumbaban alrededor de su cabeza. Era, sin duda, un espectáculo de lo más desagradable. Informó a Thomas y a Jack de que el resto de la tripulación había estado toda la tarde bailando en la trattoria.

– ¡El cantante ha entretenido al pueblo entero! -exclamó entusiasmado. A juzgar por el sudor de su camisa, también el gordo carabiniere había estado bailando.

Thomas sintió una oleada de pánico. ¿Cuándo volvería a ver a Valentina? Dio las gracias a Immacolata por su hospitalidad y se volvió entonces hacia su hija. Los ojos oscuros de Valentina le miraban con intensidad, como si pudiera leerle el pensamiento. Las comisuras de sus labios se curvaron hasta dibujar una pequeña y tímida sonrisa y se le encendieron las mejillas. Thomas intentó encontrar las palabras, alguna palabra, pero no se le ocurrió ninguna. Había olvidado lo que quería decir, perdido como estaba en la mirada de Valentina. El sol había desaparecido ya detrás del mar y la luz de las velas parecía transformar en oro el marrón de sus ojos.

– Quizá tengamos el placer de volver a verla -dijo por fin, y su voz fue apenas un chirrido. Valentina estaba a punto de responder cuando su madre la interrumpió.

– ¿Por qué no vienen a la /esta de Santa Benedetta, mañana por la noche? -sugirió-. En la pequeña capilla de San Pasquale. Presenciarán un milagro y quizá Dios les conceda buena suerte. -Jugueteó con la cruz que colgaba de su cuello con sus toscas manos-. Valentina les acompañará -añadió.

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