– No -respondió Thomas.
– La guerra no es momento para el amor, ¿verdad?
«Al contrario», pensó Thomas, aunque se limitó a responder:
– Me alegro de no haber dejado a una mujer en Inglaterra. Si me matan, mi madre será la única que llorará mi muerte. -Se acordó entonces de Freddie, y el dolor le encogió el estómago. Al menos, su hermano no había tenido mujer, ni tampoco hijos. De pronto, se sintió deprimido y deseó que el hombre fuera al grano y abordara por fin la causa del encuentro. La habitación estaba oscura y el aire, viciado. Olía como si estuvieran en una antigua cripta.
– Y usted -dijo el márchese, volviéndose hacia Jack-. Ya veo que conserva aún a su pequeño amigo peludo. -Jack se quedó literalmente boquiabierto, incapaz de disimular la sorpresa. Despacio, Brendan salió de su bolsillo como un travieso escolar descubierto en la despensa-. Si deciden viajar al interior, cosa que no creo que hagan, será mejor que lo esconda. Hay mucha hambre. La gente vende a sus propias hijas por un poco de comida.
– Brendan ha sobrevivido a cosas peores que a los hambrientos italianos, márchese -dijo Jack, mostrándose extrañamente respetuoso. Un halo de silenciosa importancia rodeaba al márchese.
– Imagino que ustedes dos eran amigos antes de la guerra -dijo el anciano.
– Nos conocemos desde nuestros tiempos de estudiantes en Cambridge -respondió Thomas.
– Ah, Cambridge. ¡En ese caso somos rivales! -Se rió, mirando directamente a Thomas. Sin embargo, la risa no se mostró en la mirada.
El márchese no deseaba hablar de la guerra. No preguntó el motivo que explicaba la presencia de Thomas y de Jack en Incantellaria. Con la ayuda de su telescopio y de su aparente omnisciencia, a buen seguro debía saberlo ya. Habló de su infancia en el palazzo, de las escasas visitas al pueblo, obviamente jamás mezclándose con los demás niños de allí. Según dijo, era como si vivieran tras un cristal. Veían lo que ocurría, pero nunca podían ser parte de ello.
– ¿Durante cuánto tiempo serán nuestros invitados? -preguntó de pronto. A Thomas se le ocurrió que aquél sería un buen momento para encogerse de hombros como hacía Lattarullo y poner una de sus caras de pescado, pero respondió que probablemente regresarían a la base por la mañana.
– La guerra es un horror -prosiguió el márchese, poniéndose en pie-. Ahora están atrapados en Monte Cassino. ¿De verdad creen que los Aliados vencerán? Tropezarán. Qué desperdicio de chiquillos. La gente no aprende nunca de la historia, ¿no creen? Seguimos dando tumbos, cayendo en los mismos errores que cometieron nuestros padres y abuelos. Creemos que haremos del mundo un lugar mejor y sin embargo, poco a poco, lo destruimos. Vengan, les mostraré mi telescopio.
Salieron a la terraza por los grandes ventanales enmohecidos, entrecerrando los ojos para enfrentarse a la luz del sol. Thomas sintió el aire fresco como una ola de agua fría que revitalizó sus sentidos. Miró a su alrededor. En otra época, un jardín primorosamente cuidado debía de haberse extendido pendiente abajo hasta un lago ornamental que en ese momento yacía estancado como un pequeño estanque de escasa profundidad. Se imaginó a las mujeres con sus hermosos vestidos deambulando alrededor de los sauces en parejas, charlando bajo los parasoles, observando sus bellos reflejos en el agua. Debía de haber sido impresionante en aquel entonces, antes de que el tiempo y el abandono le hubieran despojado de toda su gloria. Pero en ese momento a nadie le importaba. El lago agonizaba ante él, como la casa. Como el anciano márchese y su constante tos en su estancia mal ventilada, aferrado a los últimos vestigios de las tradiciones familiares.
El márchese se acercó al instrumento que apuntaba hacia el puerto. Miró por él, hizo girar aquí un dial, pulsó un botón allí, y se hizo a un lado para ceder su puesto a Thomas.
– ¿Qué le parece? -preguntó con el rostro encendido de puro deleite-. Ingenioso, ¿verdad?
Thomas pudo ver con claridad el pueblo. Las calles estaban tranquilas. Enfocó el telescopio hacia su barco. La vieja y fiel Marilyn. Los chicos estaban por ahí, agrupados, sin el menor rastro de disciplina a la vista. Thomas sabía que no podría mantenerlos allí mucho tiempo más. Se le encogió el corazón al pensar en marcharse. Acababa de conocer a Valentina. Aprovechó para escudriñar el muelle para ver si la veía, aunque en vano.
– Muy ingenioso -repitió con rotundidad. Cambiaría su puesto por el del márchese simplemente para poder estar cerca de ella. Jack ocupó su lugar en el telescopio.
– ¿Observa usted las estrellas? -preguntó. El márchese estuvo encantado con la pregunta y se embarcó en una larga descripción de las constelaciones, las estrellas fugaces y los planetas mientras que su acento italiano resultaba cada vez más pronunciado, pues había dejado de concentrarse en cómo sonaba su inglés al hablar.
Thomas siguió donde estaba con las manos apoyadas en la balaustrada, viendo el mar resplandecer bajo el sol de la tarde. Aliviado, vio aparecer a Lattarullo con la tripa a punto de estallarle en los pantalones después de un abundante atracón de pan con queso. Alberto se le antojó aún más esquelético. Parecía llevar siglos sin probar bocado.
– Será mejor que nos vayamos -dijo Thomas, sin entender todavía el motivo de la invitación.
– Ha sido un placer -apuntó el márchese con una sonrisa, estrechándole la mano.
Justo cuando estaban a punto de marcharse, un chiquillo apareció por un serpenteante sendero de perfecto trazado que llevaba a la terraza desde un lugar oculto tras un muro de cipreses y de arbustos cubiertos de matojos. El muchacho era poseedor de una impactante belleza. Tenía un rostro ancho enmarcado por unos rizos rubios y unos ojos marrones oscuros relucientes como perlas. El pequeño pareció sorprendido al verles, pero reconoció a Lattarullo, al que saludó educadamente.
– Este es Nero -dijo el márchese -. ¿No les parece bello? -Thomas y Jack se miraron, aunque no alteraron un ápice la expresión de sus rostros-. Me hace algunos recados. Intento ayudar a la comunidad. Soy un hombre afortunado. Y rico. No tengo hijos ni hijas en los que gastar mi fortuna. Éstos son tiempos difíciles. La guerra no sólo tiene lugar en el campo de batalla, sino a diario en todos los pueblos, aldeas y ciudades de Italia. Es una guerra de supervivencia. Nero no morirá de hambre, ¿a que no, mi pequeño? -Despeinó al chiquillo afectuosamente. Cuando Nero sonrió, vieron que le faltaban los dos dientes delanteros.
– Qué tipo tan extraño -comentó Thomas mientras se alejaban de la propiedad en el coche.
– ¡Recados, cómo no! -se mofó Jack en inglés para que el carabiniere no pudiera comprenderle. Miró a Thomas y arqueó una ceja-. Nero es un chiquillo de una belleza extraordinaria. No es frecuente ver ese color de pelo aquí, en el sur.
– Ese hombre no es trigo limpio -dijo Thomas, rascándose la cabeza-. No quiero ni pensar en lo que andaría metido en Oxford. ¡Los días más felices de su vida! ¡Ya, claro! ¿A qué demonios hemos venido? ¿A tomar una taza de té? ¿A que nos matara de aburrimiento con las tonterías que nos ha contado sobre su familia y sobre las estrellas?
Jack meneó la cabeza.
– No lo sé. Me tiene totalmente desconcertado.
– Deja que te diga una cosa. Tenía un buen motivo para invitarnos a venir hoy y, te diré más: de un modo u otro hemos satisfecho sus expectativas.
Las sombras se alargaban y el olor a pino impregnaba el aire de la tarde. Los vecinos de Incantellaria salían de sus casas para congregarse delante de la pequeña capilla de San Pasquale. Reinaba cierta expectación. Thomas esperaba justo delante de la farmacia, tal y como Immacolata le había indicado, y aguardaba a Valentina con creciente aprensión. Reparó en que la mayoría de los lugareños llevaban pequeñas velas que parpadeaban fantasmagóricamente en la luz menguante del atardecer. Un mugriento jorobado entraba y salía de la multitud como un resuelto escarabajo pelotero mientras los presentes le tocaban la espalda para invocar la buena suerte. Thomas jamás había presenciado una escena semejante y estaba intrigado. Por fin la multitud pareció hacerse a un lado y Valentina flotó hacia él con su andar danzarín. Llevaba un sencillo vestido negro con flores blancas y se había recogido el pelo, decorándolo con margaritas. Sonrió a Thomas, cuyo corazón se desbocó, pues la de Valentina era una expresión cálida e íntima. Era como si ya se hubieran declarado los sentimientos que se profesaban, como si llevaran largo tiempo siendo amantes.
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