Santa Montefiore - El último viaje de Valentina

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El último viaje de Valentina: краткое содержание, описание и аннотация

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En la barcaza sobre el Támesis que llama hogar, Alba vive una juventud alocada pero vacía. Durante toda su vida, la figura de la madre que no conoció la ha atormentado. Ahora ha llegado el momento de enfrentarse al pasado: a la verdad sobre lo que sucedió en un pequeño pueblo italiano, casi treinta años antes, una historia de amor apasionado en tiempos de guerra, de tragedia, crimen y mentiras que ha quedado enterrada en el silencio. Para ello, ha de viajar hasta el lugar donde todo comenzó, dejando atrás Inglaterra, una familia de la que nunca se ha sentido parte y un hombre a cuyo amor no puede corresponder. En la costa italiana, donde el destino jugó una de sus crueles partidas tanto tiempo atrás, le espera el fantasma de una mujer envuelta en el misterio.

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– Me alegro de que haya venido -dijo ella cuando por fin le alcanzó. Tendió la mano hacia Thomas, que no dudó en estrecharla y que acto seguido hizo algo impulsivo: se llevó la palma de la joven a los labios y la besó. Le dedicó una larga e intensa mirada mientras su boca saboreaba el contacto de su piel y el ya familiar olor a higos. Valentina hundió el mentón en su pecho y se rió. Era la primera vez que Thomas la oía reírse y al oírla no pudo contener, también él, la risa, pues la de ella surgió burbujeante de su estómago, a todas luces complaciéndola.

– Yo también me alegro de haber venido -respondió él, resistiéndose a soltarle la mano.

– Mamá es una de las parenti di Santa Benedetta.

– ¿Qué es eso?

– Una de las descendientes de la santa. Por eso ocupa un sitio junto al altar para presenciar el milagro.

– ¿Y qué se supone que va a ocurrir?

– Que Jesús llorará sangre -le dijo ella con una voz repentinamente solemne al tiempo que su sonrisa se disolvía en una expresión de absoluta reverencia.

– ¿De verdad? -Thomas no daba crédito-. ¿Y qué pasa si no es así?

Los ojos de Valentina se abrieron como platos en una evidente muestra de horror.

– En ese caso, tendremos mala suerte el año que viene.

– ¿Hasta que el milagro vuelva a suceder?

– Exacto. Encendemos cirios para mostrar nuestro respeto.

– Y tocáis al jorobado para que os traiga buena suerte.

– Sabe más de lo que imaginaba. -La risa asomó de nuevo a su rostro.

– No ha sido más que una simple conjetura.

– Vamos, será mejor que nos coloquemos delante. -Valentina tomó a Thomas de la mano y lo guió entre la multitud.

Había oscurecido cuando las puertas de la capilla se abrieron. El interior del templo era un espacio pequeño y rústico, decorado con frescos que representaban el nacimiento y la crucifixión de Cristo. Thomas sospechó que cualquier cosa de valor habría sido robada por los alemanes, o por los saqueadores, de modo que tan sólo quedaban sencillos candeleros en el altar y un mantel blanco sin el menor adorno. Detrás, la estatua de mármol del Cristo en la cruz permanecía intacta.

Un pesado silencio, impregnado de temor, incertidumbre y expectación, vibraba en el aire como el enmudecido tañido de violines. Aunque Thomas no creía en los milagros, el espíritu del que estaba a punto de presenciar era intensamente contagioso y empezó a sentir que se le aceleraba el corazón al unísono con el resto de creyentes que le rodeaban. Sentía una multitud de pares de ojos encima, algunos hostiles, pues no eran pocos los miembros de la congregación que creían que su presencia impediría que se obrara el milagro. O quizás era que no les gustaba que Valentina hubiera llamado la atención de un inglés. Se fijó en que una anciana lanzaba a la joven una mirada furiosa para apartar enseguida los ojos con un sorbido desaprobatorio. Thomas esperaba no haber comprometido a la muchacha con su presencia.

Aunque curioso, anhelaba el fin de la ceremonia para poder llevar a Valentina a algún rincón tranquilo donde poder quedarse a solas con ella. Justo cuando imaginaba ya el primer beso, las pesadas puertas de madera volvieron a abrirse y una ráfaga de viento entró a la par que tres mujeres menudas envueltas en largos vestidos negros y velos diáfanos. Cada una de ellas sostenía un cirio que iluminaba su rostro marchito, dándole un efecto espeluznante. Immacolata caminaba un poco por delante de las otras dos, que avanzaban arrastrando los pies tras ella como dos damas de honor de unos desoladores esponsales. Llevaban la cabeza gacha mientras que Immacolata, que tenía los ojillos fijos en el altar no sin cierto engreimiento, mantenía el mentón en alto con gesto orgulloso. Hasta el cura, el padre Diño, caminaba detrás de ellas con un rosario en la mano y sin dejar de musitar sus plegarias. Un monaguillo le acompañaba, balanceando suavemente un incensario con el que impregnaba el aire de incienso. Todos los presentes se pusieron en pie.

La procesión llegó al altar y las tres parenti di Santa Benedetta ocuparon sus lugares en el banco delantero. El sacerdote y el monaguillo se hicieron a un lado. Nadie hablaba. No hubo ningún pequeño discurso de bienvenida, ningún cántico y tampoco música, tan sólo un silencio ansioso y la invisible fuerza de la oración. Los ojos de Thomas estaban, como los de todos los demás, fijos en la estatua. No podía creer que una escultura de mármol pudiera llegar realmente a sangrar. Sin duda tenía que tratarse de un truco. En cuanto lo viera, lo sabría. A él no iban a engañarle. Todos miraban. Nada ocurría. El reloj del pueblo dio las nueve. La congregación contuvo el aliento. El calor en el interior de la capilla era ya intenso y Thomas empezó a sudar.

Y entonces ocurrió. Thomas parpadeó varias veces. Debía estar imaginándolo. Se había dejado llevar por el inmenso deseo que inundaba a la congregación y había empezado a alucinar. Se volvió a mirar a Valentina, que se persignó y masculló algo ininteligible. Cuando volvió a mirar al Cristo, la sangre se deslizaba por el rostro impasible de la estatua, escarlata contra el blanco mármol, goteando al suelo desde el mentón.

Immacolata se puso de pie y asintió solemnemente. La campana de la capilla tañó en lastimera monotonía y el cura, el monaguillo y las tres parenti di Santa Benedetta salieron en fila del templo.

Un estallido de júbilo engulló al pueblo entero. Los músicos tocaron sus instrumentos y se formó un gran círculo en el centro de la muchedumbre. De pronto las muchachas, hasta entonces tan modestas, se pusieron a bailar la tarantella con la exuberancia de las poseídas. La multitud aplaudía y vitoreaba. Thomas siguió la escena fascinado, también él aplaudía. Valentina apareció en el centro de la celebración, provocando un gran aplauso y los silbidos lobunos de los hombres y las miradas sorprendentemente rencorosas de las mujeres. Thomas pensó en lo feas que sus celos las hacían, deformando sus rasgos normalmente hermosos para convertirlos en grotescas parodias, como los reflejos de los espejos burlones de las ferias. Valentina siguió adentrándose en el centro de la escena hasta que terminó bailando sola. Bailaba con elegancia, con el pelo suelto y agitándose alrededor de su cabeza al tiempo que ella giraba y se retorcía al vivo ritmo de la música. Thomas estaba perplejo: lejos ya de la sombra de su madre, la joven se mostraba sorprendentemente sociable. No había el menor asomo de inhibición en el modo en que movía su cuerpo ni en cómo la falda se le subía piernas arriba al bailar, dejando a la vista sus relucientes pantorrillas y muslos. La parte superior de los pechos, a la vista gracias al amplio escote del vestido, se elevaba como un soufflé de chocolate con leche, y Thomas sintió las férreas tenazas del deseo. El encanto virginal de Valentina se fundía ante sus ojos con una sexualidad desbordante que él encontró irresistible.

Siguió observándola totalmente trasfigurado. Ella le miraba a la cara. Sus ojos oscuros y risueños parecían leerle la mente, pues se le acercó sin dejar de bailar y le tomó la mano.

– Ven -le susurró al oído y él la dejó que lo sacara de la plaza y lo llevara por las callejuelas al mar. Caminaron de la mano por la playa, y más allá, hasta que llegaron a una pequeña ensenada aislada donde la luz de la luna y el suave romper de las olas revelaba una playa de piedrecillas vacía donde por fin podrían estar a solas.

Thomas no perdió el tiempo hablando. Deslizó la mano alrededor del cuello de Valentina, todavía caliente y húmedo por el baile, y la besó. Ella respondió de buena gana, separando los labios y cerrando los ojos al tiempo que dejaba escapar un profundo y complacido suspiro. Todavía se oía la música procedente del pueblo, no lejos de allí: un canturreo distante como el alegre zumbido de las abejas. Tan ajenos estaban a la realidad que la guerra bien podía estar teniendo lugar en otro planeta. Thomas la envolvió entre sus brazos, atrayéndola hacia sí para poder sentir la blandura de su carne y la fácil rendición de su cuerpo. Valentina no se apartó cuando él le hundió en el cuello el áspero rostro, saboreando la sal de su sudor en la lengua y oliendo el aroma enmudecido de los higos. Echó la cabeza hacia atrás, exponiéndola entregada para que los labios de Thomas pudieran besar la línea de su mandíbula y la tierna superficie de su cuello. Thomas sintió que la excitación le tensaba los pantalones, pero ella no se retiró. Él pasó los dedos por la aterciopelada piel donde los pechos de Valentina se inflamaban hasta asomar por el vestido. Enseguida los rodeó con las manos, acariciando el pequeño botón de su pezón con el pulgar. Ella soltó un gemido ronco, como un susurrante suspiro de viento.

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