Santa Montefiore - El último viaje de Valentina

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El último viaje de Valentina: краткое содержание, описание и аннотация

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En la barcaza sobre el Támesis que llama hogar, Alba vive una juventud alocada pero vacía. Durante toda su vida, la figura de la madre que no conoció la ha atormentado. Ahora ha llegado el momento de enfrentarse al pasado: a la verdad sobre lo que sucedió en un pequeño pueblo italiano, casi treinta años antes, una historia de amor apasionado en tiempos de guerra, de tragedia, crimen y mentiras que ha quedado enterrada en el silencio. Para ello, ha de viajar hasta el lugar donde todo comenzó, dejando atrás Inglaterra, una familia de la que nunca se ha sentido parte y un hombre a cuyo amor no puede corresponder. En la costa italiana, donde el destino jugó una de sus crueles partidas tanto tiempo atrás, le espera el fantasma de una mujer envuelta en el misterio.

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11

Beechfield Park, 1971

El tintineo del reloj del vestíbulo despertó a Thomas. Tenía el cuello agarrotado y dolorido y parpadeó, mirando a su alrededor, desconcertado. Durante un instante se sintió confuso. ¿Dónde estaba? Albergó la secreta esperanza de encontrarse en el barco, pero la firmeza del suelo que pisaba no dejaba lugar a dudas. Poco a poco el estudio fue perfilándose ante su mirada. Hacía frío. Con excepción de la luz procedente de la lámpara de su escritorio, en el resto de la estancia reinaba la oscuridad. Dios, ¿qué hora era? Miró su reloj. Las tres de la mañana. Volvió la mirada al retrato que tenía en la mano. El rostro de Valentina le observó como lo había hecho aquel día en la colina. Thomas había logrado capturar lo que la hacía única, todo lo que jamás podría expresar con palabras. Hasta la cualidad única que en ese momento no sabía que ella poseía. Hasta eso. ¿Cómo podía no haberla percibido entonces?

Se dio cuenta de que había estado llorando. Las lágrimas le habían empapado las mejillas durante el sueño. Mientras dormía. Enrolló el retrato y se levantó con rigidez. Guardaría el dibujo en la caja fuerte y no volvería a mirarlo. Valentina estaba muerta. ¿Qué sentido tenía revivir lo ocurrido? ¿Qué sentido tenía llorar dormido como un niño? Todo formaba parte del pasado y al pasado pertenecía. Con gesto meticuloso, retiró el retrato de su padre que ocultaba la caja fuerte que Margo había ordenado instalar después de haberse casado con él. Ella pensaba en todo. Margo. Sacó la llave y abrió la caja. La cavidad forrada de terciopelo acogía joyeros y cajas de documentos. Thomas siguió aferrado al retrato durante un segundo. Una parte de él se negaba a relegar ese hermoso rostro al fondo de una caja oscura. Era como volver a meter a Valentina en un ataúd. Aun así, sabía que era la decisión correcta. Tenía que hacerlo. Sin volver a mirar el retrato, lo metió al fondo de la caja fuerte. En cuanto perdió el dibujo de vista, se sintió mejor. Ya no le dolía tanto. Volvió a colocar en su sitio el retrato de su padre, dio un paso atrás y se frotó el mentón al tiempo que alzaba los ojos y lo miraba. Nadie lo sabría. Quizás hasta él también llegara a olvidarlo.

Cuando Fitz despertó, Alba estaba en el cuarto de baño. Siguió acostado, parpadeando en la penumbra, y, a pesar del grosor de las cortinas de la habitación, no tardó en presentir que hacía un día despejado y soleado. Se desperezó y se llevó las manos tras la cabeza. Aunque le desilusionó no haberse despertado con el cuerpo cálido de Alba pegado al suyo, fue consciente de que probablemente era mejor así. No habían hecho el amor. Se habían limitado a dormir juntos, como amigos. La oyó canturrear mientras se cepillaba los dientes. Se sintió incómodo. ¿Qué se suponía que debía hacer?

Alba salió del cuarto de baño todavía en camisón, con el pelo recogido y cayéndole algunos mechones sobre la cara y las largas piernas morenas tentadoramente desnudas. Sonrió a Fitz perezosa antes de volver a la cama.

– He usado tu cepillo de dientes -dijo-. Espero que no te moleste.

El se sintió confundido. Alba volvía a estar en la cama, y había utilizado su cepillo de dientes, lo cual resultaba muy íntimo para una pareja que no había llegado a tener relaciones. Se levantó y entonces fue él quien hizo uso del cuarto de baño.

Cuando salió, no supo decir si Alba esperaba que volviera a la cama con ella o que se vistiera, aunque fue un dilema que tuvo que resolver en cuestión de décimas de segundo. Ella estaba acostada con la cabeza en la almohada, sonriéndole, obviamente divertida al verle dudar de ese modo.

– Normalmente, los hombres no merodean junto a la cama cuando yo estoy en ella -dijo sin disimular la risa-. Porque te gustan las mujeres, ¿verdad, Fitz?

Él se metió en la cama, molesto ante las burlas de Alba. Sin esperar una invitación, la tomó del cuello y pegó fervientemente sus labios a los de ella. Ella no opuso resistencia, sino que por el contrario le devolvió el beso con gran entusiasmo. Soltó un gemido grave y rodeó a Fitz con los brazos. Fue precisamente ese gemido lo que reinstauró el equilibrio y logró hacerle sentir de nuevo como un hombre. Cuando empezó a acariciarle la pierna, metiendo la mano por debajo del camisón, se dio cuenta de que Alba no llevaba bragas.

– ¿Has estado desnuda toda la noche? -preguntó, acariciándole el trasero.

– Nunca llevo bragas -fue la respuesta de Alba-. Son un estorbo.

– ¿Nunca? -«Dios, qué convencional soy», pensó.

– ¡Nunca, abuelito! -Soltó una risilla sin apartar la boca de su cuello.

– ¡Te aseguro que hago el amor como un muchachote! -se rió Fitz.

– No me asegures nada y demuéstramelo, muchachote.

Él intentó no pensar en la multitud de hombres que se habían acostado con ella. Procuró imaginársela pura e inmaculada. No era tarea fácil, porque sin duda Alba había disfrutado de las atenciones de muchos hombres, demasiados para llevar la cuenta. Con la práctica había aprendido a disfrutar plenamente del sexo. Su capacidad de innovación bebía del entusiasmo y de una natural falta de inhibición de la que no se avergonzaba en absoluto. Por mucho que Fitz se empeñara en llevar la iniciativa y en desear la inocencia de Alba, ella se retorcía y gemía como la femme du monde que era.

– Cariño, bésame un poco más arriba, sí… ahí… con la lengua… más suave… más suave… más despacio, mucho, mucho más despacio. Así. ¡Sí!

Alba estaba encantada diciéndole lo que quería y suspiraba de puro placer cuando él la complacía. Fitz no podía negar que era maravillosa en la cama. Técnicamente era tremenda, pero después, de nuevo tumbados y jadeantes, con los corazones palpitando de forma acelerada en el pecho empapado en sudor, no pudo evitar la sensación de que faltaba algo. Oh, todo estaba allí: la pericia, el conocimiento, la técnica. Aun así, para él la técnica tenía poco valor si carecía de sentimiento. Era la pasión lo que hacía especial el acto amoroso. Fitz amaba a Alba, pero era obvio que ella no sentía lo mismo por él.

Un rato después, Alba pasó de puntillas por el pasillo en dirección a su habitación con la vaga esperanza de darse de bruces con el Búfalo, simplemente por el placer de verle la cara. Fitz se quedó en su habitación embargado por una sensación de vacío. «Insatisfecho» sería quizá la palabra adecuada. Como si se hubiera estado comiendo un donut y hubiera descubierto que el centro del pastelillo no tenía ni asomo de mermelada. Había entregado el alma a Alba y ella se había limitado a cederle su cuerpo con una risa juguetona. Se acordó entonces de Viv y de lo que le diría si le contaba lo sucedido. «¡Pedazo de idiota! -le soltaría-. Ya te advertí de que no le entregaras tu corazón. Alba lo masticará y lo escupirá en cuanto haya terminado con él.» Así es como había tratado a todos los hombres que le habían precedido. Pero él era distinto. Hasta el padre de la muchacha lo había reconocido: «¿Y por qué iba Alba a elegir a alguien como tú?» Cierto, ¿por qué? Porque Fitz era un corredor de fondo.

Se vistió elegantemente, pensando ya en la iglesia y en el reverendo invitado al almuerzo dominical. Se preguntó cómo serían las cosas cuando regresaran a Londres. ¿Estaría Alba simplemente disfrutando del juego de roles que formaba parte de la representación? ¿O significaba para ella algo más que eso?

– ¡Me estoy comportando como una mujer! -le soltó a su reflejo en el espejo mientras intentaba atusarse el pelo. Tuvo que resignarse al hecho de que, por mucho que se lo cepillara, se lo peinara o se lo humedeciera, seguía siendo una indomable maraña de rizos. El reverendo tendría que aceptarle tal cual era.

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