– Oh, sí. No sé que haría sin ella.
– Ni sin usted, señora Arbuckle -dijo diplomáticamente el reverendo.
– Magnífico servicio -dijo Margo, correspondiendo al cumplido del reverendo.
– Me alegra que Alba haya venido.
– Sí, ha venido a pasar el fin de semana con su novio. Todos esperamos que éste sea el definitivo. Me alegro de que pueda hablar con ella durante el almuerzo. Venga cuando termine. -Margo sonrió a Mabel, triunfal.
– Es increíble cómo visten los jóvenes hoy en día -dijo Mabel mientras se alejaba, meneando la cabeza.
Margo se volvió y vio a Alba saludando al vicario con el abrigo abierto y aleteando al viento, dejando a la vista su corta falda y las medias estampadas. Se acercó con paso airado para intervenir. Tendría que bromear sobre la situación. ¿Por qué la muy boba no se había abrochado el abrigo que le había prestado? Sin embargo, cuál fue su perplejidad cuando, al acercarse, se dio cuenta de que la conversación de su hijastra y del vicario versaba sobre el tan temido desliz de la tela y que el vicario manifestaba su aprobación a voces y con gran entusiasmo.
La escueta falda de Alba había despertado también el interés de los invisibles campaneros: Fred Timble, Hannah Galloway y Verity Forthright. En cuanto hubieron puesto fin a su labor altamente cualificada, labor que, como bien lamentaban, pasaba totalmente desapercibida para la mayoría de los miembros de la comunidad, se sentaron en los bancos de madera, muy por encima de los cada vez menos numerosos congregantes, para tomar aliento y hablar del servicio. Sin embargo, no perdieron el tiempo diseccionando el sermón ni admirando las flores, ni tan siquiera hablando de los personajes del pueblo, cuya familiaridad provocaba en ellos una especie de desprecio afectuoso, sino que se concentraron directamente en Alba Arbuckle.
– Habréis visto la mirada reprobatoria en el rostro de la señora Arbuckle -comentó Verity, que jamás tenía nada bueno que decir-. Hasta con ese largo abrigo podía verse la falda y esas botas. ¡Y en la iglesia, nada menos!
Fred llevaba ya varios años enamorado de Margo. La consideraba una auténtica dama. Elegante, capaz, digna y de una gran clase. Le gustaba su forma de hablar, su modo anticuado de articular las palabras que tanto la distanciaba del resto de los vecinos de Beechfield. En un par de ocasiones, Margo se había dignado a hablarle. Había elogiado su forma de tocar las campanas, y le había dicho que su trabajo era magnífico. «Logra ponerte en el estado idóneo para la plegaria», había dicho. Fred jamás había olvidado esas palabras. Sin embargo, Margo le tenía en menor estima desde que le había descubierto en el acto ilegal de tomar una copa y fumar un cigarrillo con Alba en el Hen's Leg cuando la chiquilla contaba apenas catorce años. Margo había entrado en el local con paso firme, demacrada y furiosa, y había tirado de la adolescente hacia la puerta. «¡No sabe cuánto me ha decepcionado, señor Timble! -le reprochó. Todavía le dolía recordarlo-. Le tenía por un ser más honorable. Alba no es más que una niña y usted la está llevando por el mal camino.» Se había llevado a Alba de la oreja. Aproximadamente un mes más tarde, cuando la joven había vuelto a colarse en el pub, le había dicho que Margo le había retirado todos los privilegios de los que normalmente gozaba: ni dulces, ni permiso para salir, y un paseo todos los días de las vacaciones a lomos del asustadizo pony de Miranda. Había añadido con una sonrisa traviesa que le dolían tanto las piernas que apenas podía cerrarlas. «¡Le estará bien empleado al viejo Búfalo si termino convertida en una zorra!», había dicho con una risotada ronca. Después de eso, se habían cuidado mucho de esconderse a la vuelta de la esquina.
– Alba siempre ha vivido al límite -dijo en respuesta al comentario de Verity-. Ha sido la larga agonía de la señora Arbuckle.
– Bah, lo único que le pasa a Alba es que es joven. La pobrecilla sólo quiere disfrutar de la vida -apuntó Hannah, que tenía el don de ver sólo las cosas buenas de todo el mundo-. A mí me ha parecido que estaba preciosa. Es una chica muy guapa y tiene un novio nuevo encantador. -Se llevó las manos al moño gris para asegurarse de que todo estuviera en su lugar. Era una mujer rechoncha que vestía con absoluta pulcritud y a la que le gustaba tener un aspecto inmejorable el domingo. Había decidido que estaba demasiado vieja para seguir tocando la campana. En uno o dos años, le costaría mucho subir la estrecha escalera-. Probablemente se case con ese jovencito encantador y siente la cabeza. Al parecer, todas terminan haciéndolo. Mi nieta…
A Verity no le interesaba la nieta de Hannah. Estaba amargada porque no había tenido nietos, tan sólo un viejo cascarrabias como marido que le daba mucho más trabajo del que le habría dado un bebé.
– Bah, con ése no tiene ni para empezar -dijo, mordaz-. Conozco muy bien la clase de chicas como Alba. ¡Ha tenido más amantes que yo cenas calientes!
– ¡Verity! -exclamó horrorizada Hannah.
– ¡Verity! -repitió Fred. A veces olvidaban que estaban en compañía de un hombre.
– ¡Demuestras una gran falta de respeto hablando así de ella, en este lugar! -bisbiseó Hannah -. ¡Tú no sabes nada de eso!
– Ya lo creo que sí -contraatacó Verity, poniéndose en pie y alisándose la falda plisada-. Edith se entera de todo lo que ocurre en la mansión de los Arbuckle. No hay más que darle un poco de jerez y lo suelta todo. Y no es que yo tenga especial interés en preguntarle nada. -Arrugó los labios, irritada por haberse visto obligada a traicionar a Edith, que llevaba cocinando en Beechfield Park desde hacía cincuenta y dos años. Sin embargo, ya era demasiado tarde para poner freno a su lengua-. Han tenido unas discusiones terribles. Me ha dicho Edith que Alba y la señora Arbuckle están siempre a la greña y que lo único que hace el capitán Arbuckle es esconder la cabeza bajo el ala. Dice que se siente culpable por no haberle dado a Alba una madre de verdad. Naturalmente, él no tiene la culpa, aunque carga con ello de todos modos. Parece mucho mayor de la edad que tiene, ¿no os parece? La señora Arbuckle está mucho más interesada en sus propias hijas. A fin de cuentas, la sangre siempre tira, ¿no? Y sus hijas no dan ningún problema. Desde luego, nada comparado a los que da Alba.
– Edith debería mantener la boca cerrada si sabe lo que le conviene -dijo Hannah con un tono de voz enérgico.
– Es muy discreta. Sólo me lo cuenta a mí.
– ¡Y tú a todo el mundo! -replicó Hannah, metiendo los brazos en las mangas del abrigo-. Bueno, me voy a almorzar.
– Y yo al Hen's Legs -dijo Fred, encogiéndose de hombros en su vieja pelliza.
– El reverendo Weatherbone almuerza hoy en Beechfield Park. Me pregunto que pensará de Alba. No creo que se conocieran hasta hoy.
– En fin -resopló Hannah, dirigiéndose hacia la puerta-. ¡Desde luego que si hay alguien que pueda averiguarlo eres tú, Verity!
Ya en Beechfield Park, Margo estaba sentando a todos a la mesa. La cocinera se había pasado la mañana entera preparando el rosbif, un budín de Yorkshire, unas patatas asadas que le salían siempre especialmente crujientes y un surtido de verduras cocinadas al dente. La salsa era marrón y espesa, una receta propia que se negaba a compartir con nadie, ni siquiera con Verity Forthright, que le había suplicado que se la diera en numerosas ocasiones.
La cocinera era una mujer a la que nada escandalizaba. Se había pasado más de la mitad de su vida al servicio de los Arbuckle y había visto de todo, desde las pataletas de Alba a los chicos que la joven había besado tras los setos del jardín cuando, ya siendo adolescente, se había aprovechado de los torneos de tenis y de los encuentros del club de ponis que su madrastra había organizado para Caroline y Miranda. Sin embargo, el retal de tela con el que Alba había aparecido para la ocasión sí había logrado escandalizarla. La corta falda dejaba al descubierto sus largas piernas, que en cierto modo parecían espantosamente provocativas con aquellas botas. No era de extrañar que la señora Arbuckle se negara a permitirle asistir a la iglesia sin taparse. De ahí que para ella fuera un verdadero escándalo que el buen vicario llegara a almorzar contando chistes sobre el atuendo de la joven. ¿No era acaso un hombre de Dios?
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