Lo cierto es que, mientras atendía la mesa, fingiendo ocuparse de sus cosas, la cocinera no pudo evitar oír pequeños fragmentos de conversación al tiempo que los comensales se servían las alubias y las patatas. El vicario estaba sentado entre la señora Arbuckle y Alba, decisión que, según la cocinera, fue un terrible error por parte de la anfitriona, pues en el momento de sentarse, la breve falda de Alba desapareció del todo. Podría perfectamente haber estado sentada en bragas. No estaba bien que un hombre de Dios se dedicara a mirarle las piernas a una chica. Y mucho menos oírle hablar de ello.
– Cuando yo era joven, no le veíamos las piernas a una mujer hasta después de casados -dijo. Alba soltó esa risilla provocadora tan típica de ella. Grave y ronca como el humo de una chimenea. La cocinera se quedó horrorizada al verla flirtear de ese modo.
– Yo no habría soportado tanta restricción. Además, con estas botas me siento en la cima del mundo. Me paseo por él como si fuera mío -respondió-. Por supuesto, son de ante italiano.
– Me encantaría tener unas botas como ésas. ¿Cómo crees que me quedarían debajo de la sotana?
– No creo que importe lo que lleve debajo. Podría perfectamente no llevar nada y nadie se daría ni cuenta. -Los dos se rieron.
La cocinera miró a la señora Arbuckle, que hablaba en ese momento con Fitz. Éste sí era un hombre encantador. Sensato, amable, gentil. Pero si hasta se había dejado ver por la cocina la noche anterior para darle las gracias por tan «suntuoso festín», como él mismo no había dudado en llamarlo. Se fijó en que el reverendo se servía cuatro patatas. No sólo tenía buen ojo para las mujeres, sino también un saludable apetito que saciar. En sus tiempos, los vicarios eran hombres de moderación y modestia. Reprimió su desaprobación, retirando la bandeja antes de que el pastor se sirviera una quinta patata.
El capitán Arbuckle felicitó a la cocinera por el almuerzo. Ella sentía un gran cariño por el capitán, al que conocía prácticamente desde que era un niño. Cuando Thomas había vuelto de la guerra con aquel diminuto bebé en sus brazos, a ella se le partió el corazón. ¿Cómo iba a sacar adelante solo a una criatura tan pequeña? El dolor había deformado el rostro del capitán. Parecía un anciano, y no el brillante muchacho que se había desmarcado siempre como el espíritu rebelde de la familia. Había sido todo un personaje, siempre metido en líos, aunque con el encanto de un mono. Aquel Tommy, como se le conocía en ese tiempo, podía salir de cualquier aprieto valiéndose de su sonrisa. Pero cuando volvió de la guerra nada fue lo mismo. Tommy había cambiado. La desesperanza le había cambiado. De no haber sido por la pequeña que llevaba tan posesivamente en brazos, quizás hubiera perdido las ganas de vivir y no habría tardado en desaparecer. Eso había ocurrido. La cocinera lo había oído. Habían hablado de Valentina entre susurros, como si al mencionar su nombre en un momento tan triste fuera en cierto modo denigrarlo. Ella había sido una mujer hermosa. Un ángel, decían. Entonces apareció la nueva señora Arbuckle y el bendito nombre de Valentina jamás volvió a mencionarse en la casa. Al menos, no directamente. No era de sorprender que Alba se hubiera rebelado. La cocinera soltó un bufido de fastidio y el capitán, creyendo que se debía a que se había servido demasiadas patatas, devolvió una a la bandeja con suma discreción.
La cocinera pasó entonces a servir a Fitz. Éste olía a sándalo, un olor que le llegó por encima del aroma de su cocina. Aquel joven le caía bien, a pesar de que Alba y él formaban una extraña pareja. No había duda de que se querían. Fitz hacía reír a Alba. Ésa era la forma de ganarse el corazón de la joven, aunque la cocinera no estaba muy segura de que Fitz lo hubiera conseguido. Sabía dónde estaba, apuntaba directamente a él y aun así, como les ocurría a todos los hombres con los que Alba salía, no llegaba a penetrar en él. Podía verlo en los ojos de la joven. Si perseveraba, y no era ya demasiado tarde, quizá Fitz lo consiguiera. Aunque bien era cierto que Alba no tenía un historial demasiado loable. No era una corredora de larga distancia, pensó la cocinera, utilizando las palabras del capitán. Le había oído hablar una noche con su esposa, lamentándose de los amantes de Alba, de su decadente estilo de vida, y le había oído expresar su deseo de que la chiquilla terminara por sentar la cabeza. A fin de cuentas, Alba parecía estar en ello. A la cocinera no le importó en lo más mínimo ver cómo Fitz se servía la última patata.
La noche pedía ya paso a la tarde cuando la cocinera, que recorría la casa para informar a sus empleadas de que había dejado una bandeja de carne fría y de ensalada en la nevera para la cena, se encontró a Alba husmeando en el estudio de su padre. Incapaz de reprimir la curiosidad, decidió quedarse en el salón-bar, espiando a la joven por la rendija de la puerta. Sabía que lo que hacía no estaba bien, pero no pudo resistirse a la tentación.
Alba abría con suma cautela los cajones del escritorio de su padre, levantaba papeles y los hojeaba sin dejar de arrugar el ceño en ningún momento. Era obvio que no daba con lo que buscaba. Continuamente volvía una mirada furtiva a la puerta que daba al vestíbulo, temerosa de que alguien pudiera entrar y sorprenderla. De vez en cuando, dejaba de buscar y se tensaba como un gato asustado antes de volver a relajarse, aliviada, para retomar la búsqueda. La cocinera estaba fascinada. ¿Qué podría estar buscando?
De pronto, también la cocinera se tensó cuando una sombra se perfiló sobre la habitación. La señora Arbuckle apareció en la puerta al tiempo que su generosa figura oscurecía la luz que entraba desde el pasillo. Alba se irguió de pronto y ahogó un jadeó. Durante un instante, se limitaron a mirarse. El rostro de la señora Arbuckle dejaba entrever una furia rabiosa aunque controlada. La cocinera ya no podía marcharse, por mucho que hubiera querido. El más ligero movimiento habría traicionado su presencia. La aprensión le erizó la piel.
Por fin, la señora Arbuckle habló con voz queda.
– ¿Buscabas algo, Alba?
La cocinera, que desde donde estaba sólo alcanzaba a ver el perfil de Alba, logró detectar una sonrisa ladina en el rostro de la joven. La vio inclinarse sobre el escritorio de su padre y mostrar un lápiz.
– Ya lo he encontrado -respondió frívolamente-. Qué boba soy. Lo he tenido delante de las narices desde que entré.
La señora Arbuckle siguió observándola, incrédula, mientras su hijastra pasaba por su lado y salía de la habitación.
Finalmente, Margo se movió. Se dirigió muy despacio al escritorio y empezó a ordenarlo. Cerró los cajones que habían quedado del todo abiertos y volvió a ordenar las cartas de su marido en un pulcro montón sobre el papel secante. Sus hábiles manos se movían despacio y con cuidado, y no paró hasta que estuvo segura de haberlo dejado todo tal y como debía estar. El capitán era un hombre meticuloso. Los años que había pasado en la Armada habían dejado en él un gusto por las cosas ordenadas. Margo acercó entonces la mano a uno de los cajones. Se mordió un labio, como dudando qué hacer. Era como si algo tirara de ella desde dentro del cajón. ¿Buscaba acaso lo mismo que había estado buscando Alba? Tras un largo instante, retiró la mano y salió del estudio, cerrando suavemente la puerta tras de sí.
Cuando la cocinera la encontró en el salón, la señora Arbuckle estaba apoyada en la verja de la chimenea, hablando con Caroline como si nada hubiera ocurrido. Sonrió a la cocinera, le dio las gracias por el almuerzo y le deseó buenas noches. La cocinera estaba intrigada. Aunque la animosidad que existía entre Alba y la señora Arbuckle era bien conocida por todos, fue consciente en ese instante de que nadie llegaba a apreciar realmente su verdadero alcance.
Читать дальше