Antonio Tabucchi - Sostiene Pereira

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Lisboa, 1938. La opresiva dictadura de Salazar, el furor de la guerra civil española llamando a la puerta, al fondo el fascismo italiano. En esta Europa recorrida por el virulento fantasma de los totalitarismos, Pereira, un periodista dedicado durante toda su vida a la sección de sucesos, recibe el encargo de dirigir la página cultural de un mediocre periódico, el Lisboa.

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Sostiene Pereira que el padre Antonio se levantó y se puso delante de él con una expresión que le pareció amenazadora. Escúchame, Pereira, el momento es grave y cada uno debe decidir por sí mismo, yo soy hombre de Iglesia y tengo que obedecer a la jerarquía, pero tú eres libre de tomar tus propias decisiones, aunque seas católico. Pues entonces explíquemelo todo, imploró Pereira, porque quisiera tomar mis propias decisiones, pero no estoy al corriente. El padre Antonio se sonó la nariz, cruzó las manos sobre el pecho y preguntó: ¿Conoces el problema del clero vasco? No, no lo conozco, admitió Pereira. Todo empezó con el clero vasco, dijo el padre Antonio, tras el bombardeo de Guernica el clero vasco, que está considerado como la gente más cristiana de España, se puso al lado de la república. El padre Antonio se sonó la nariz como si estuviera conmovido y continuó: En la primavera del año pasado, dos ilustres escritores católicos franceses, François Mauriac y Jacques Maritain, publicaron un manifiesto en favor de los vascos. ¡Mauriac!, exclamó Pereira, ya decía yo que había que preparar una necrológica anticipada para Mauriac, es una persona espléndida, pero Monteiro Rossi no fue capaz de escribirla. ¿Quién es Monteiro Rossi?, preguntó el padre Antonio. Es el ayudante al que contraté, respondió Pereira, pero no logra hacerme una necrológica de aquellos escritores católicos que han tomado una buena postura política. Pero ¿por qué quieres dedicarle una necrológica?, preguntó el padre Antonio, pobre Mauriac, déjalo en paz, todavía lo necesitamos, ¿por qué quieres que muera? Oh, no es eso lo que yo quiero, dijo Pereira, espero que viva hasta los cien años, pero imaginémonos que desaparece en cualquier momento, por lo menos en Portugal habría un periódico que le dedicaría un homenaje inmediato, y ese periódico sería el Lisboa, pero perdóneme, padre Antonio, continúe. Bien, dijo el padre Antonio, el problema se complicó con el Vaticano, que declaró que miles de religiosos españoles habían sido asesinados por los republicanos, que los católicos vascos eran «cristianos rojos» y que debían ser excomulgados, y así lo hizo, y a todo esto se añadió Claudel, el famoso Paul Claudel, también un escritor católico, que escribió una oda «Aux Martyrs Espagnols» como prólogo en verso a un mefítico opúsculo de propaganda de un agente nacionalista de París. Claudel, dijo Pereira, ¿Paul Claudel? El padre Antonio se sonó nuevamente la nariz. El mismo, dijo, ¿cómo lo definirías, Pereira? Así, de pronto, no sabría, respondió Pereira, él también es católico, ha tomado una postura diferente, ha hecho su elección. Pero ¿cómo que de pronto no sabrías, Pereira?, exclamó el padre Antonio, ese Claudel es un hijo de puta, eso es lo que es, y siento mucho decir estas palabras en un lugar sagrado, preferiría decírtelas en la calle. ¿Y después?, preguntó Pereira. Después, continuó el padre Antonio, después las altas jerarquías del clero español, con el arzobispo de Toledo, el cardenal Gomá, a la cabeza, tomaron la decisión de mandar una carta abierta a todos los obispos del mundo, ¿comprendes, Pereira?, a los obispos de todo el mundo, como si los obispos de todo el mundo fueran unos fascistas como ellos, y dicen que miles de cristianos en España han tomado las armas bajo su propia responsabilidad para salvar los principios de la religión. Sí, dijo Pereira, pero los mártires españoles, los religiosos asesinados… El padre Antonio permaneció unos instantes en silencio y luego dijo: Quizá sean mártires, pero de todas formas era gente que conspiraba contra la república y, mira, la república además era constitucional, había sido votada por el pueblo, Franco dio un golpe de Estado, es un bandido. ¿Y Bernanos?, preguntó Pereira, ¿qué tiene que ver Bernanos con todo esto?, él también es un escritor católico. Él es el único que conoce España de verdad, dijo el padre Antonio, desde el treinta y cuatro hasta el año pasado estuvo en España, ha escrito sobre las masacres franquistas, el Vaticano no puede soportarlo porque es un verdadero testigo. Sabe, padre Antonio, dijo Pereira, he pensado en publicar en la página cultural del Lisboa uno o dos capítulos del Journal d'un curé de campagne, ¿qué le parece la idea? Me parece una idea magnífica, respondió el padre Antonio, pero no sé si te lo dejarán publicar, Bernanos no es muy querido en este país, no ha escrito cosas muy agradables sobre el batallón Viriato, el contingente militar portugués que ha ido a España a combatir junto a Franco, y ahora tendrás que disculparme, Pereira, pero tengo que marcharme al hospital, mis enfermos me esperan.

Pereira se levantó y se despidió. Hasta pronto, padre Antonio, dijo, perdóneme si le he hecho perder todo este tiempo, la próxima vez vendré a confesarme. No tienes ninguna necesidad, replicó el padre Antonio, primero procura cometer algún pecado y luego ven, no me hagas perder el tiempo inútilmente.

Pereira salió y ascendió fatigosamente por la Rua da Impresa Nacional. Cuando llegó frente a la Iglesia de San Mamede se sentó en un banco de la pequeña plaza. Se hizo la señal de la cruz ante la iglesia, estiró las piernas y se puso a tomar el fresco. Se hubiera bebido una limonada y precisamente allí cerca había un café. Pero se contuvo. Se limitó a reposar a la sombra, se quitó los zapatos y dejó que el aire le refrescara los pies. Después se dirigió con lentitud hacia la redacción pensando en sus recuerdos. Sostiene Pereira que pensó en su infancia, una infancia transcurrida en Póvoa do Varzim, con sus abuelos, una infancia feliz, o que por lo menos él consideraba feliz, pero de su infancia no quiere hablar, porque sostiene que no tiene nada que ver con esta historia y con aquel día de finales de agosto en que el verano estaba acabando y él se sentía tan confuso.

En la escalera se encontró con la portera, quien le saludó cordialmente y le dijo: Buenos días, señor Pereira, no hay correo para usted esta mañana y tampoco llamadas telefónicas. ¿Llamadas?, preguntó Pereira sorprendido, ¿ha entrado en la redacción? No, dijo Celeste con expresión triunfante, pero esta mañana han venido los empleados de teléfonos acompañados por un comisario, han conectado su teléfono con la portería, han dicho que si no hay nadie en redacción lo mejor es que alguien reciba las llamadas, dicen que soy una persona de confianza. Usted es una persona de absoluta confianza para esa gente, hubiera deseado responder Pereira, pero no dijo nada. Sólo preguntó: ¿Y si tengo que telefonear? Tiene que pasar por la centralita, respondió Celeste con satisfacción, y ahora su centralita soy yo, tiene que pedirme los números a mí, yo hubiera preferido que no fuera así, señor Pereira, trabajo toda la mañana y tengo que preparar la comida para cuatro personas, porque tengo cuatro bocas que alimentar, y aparte de los hijos, que se contentan con lo que sea, tengo un marido muy exigente, cuando vuelve de comisaría, a las dos de la tarde, tiene un hambre de lobo y es muy exigente. Se nota por el olor a frito que flota por la escalera, respondió Pereira, y no dijo nada más. Entró en la redacción, descolgó el auricular del teléfono y sacó del bolsillo el papel que le había entregado Marta la noche anterior. Era un artículo escrito a mano, con tinta azul, en cuya parte superior estaba escrito: Efemérides. Decía: «Hace ocho años, en 1930, moría en Moscú el gran poeta Vladímir Maiakovski. Se suicidó de un disparo, por desengaños amorosos. Era hijo de un inspector forestal. Tras haberse inscrito jovencísimo en el Partido Bolchevique, sufrió tres arrestos y fue torturado por la policía zarista. Gran propagandista de la Rusia revolucionaria, formó parte del futurismo ruso, que se diferencia políticamente del futurismo italiano, y emprendió una gira por su país a bordo de una locomotora, recitando por los pueblos sus versos revolucionarios. Suscitó el entusiasmo del pueblo. Fue artista, dibujante, poeta y hombre de teatro. Su obra no ha sido traducida al portugués, pero puede comprarse en francés en la librería de Rua do Ouro de Lisboa. Fue amigo del gran cineasta Eisenstein, con quien colaboró en varias películas. Nos dejó una vastísima obra en prosa, poesía y teatro. Conmemoramos aquí al gran demócrata y al ferviente antizarista.»

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