Antonio Tabucchi - Sostiene Pereira

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Lisboa, 1938. La opresiva dictadura de Salazar, el furor de la guerra civil española llamando a la puerta, al fondo el fascismo italiano. En esta Europa recorrida por el virulento fantasma de los totalitarismos, Pereira, un periodista dedicado durante toda su vida a la sección de sucesos, recibe el encargo de dirigir la página cultural de un mediocre periódico, el Lisboa.

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El doctor Cardoso acabó de comer su macedonia y se limpió los labios con la servilleta. ¿Y qué puedo hacer?, preguntó Pereira. Nada, respondió el doctor Cardoso, simplemente esperar, quizá haya en usted un yo hegemónico que, tras una lenta erosión, después de todos estos años dedicados al periodismo escribiendo la crónica de sucesos, creyendo que la literatura era la cosa más importante del mundo, quizá haya un yo hegemónico que está tomando la dirección de la confederación de sus almas, déjelo salir a la superficie, de todas formas no puede actuar de otra manera, no lo conseguiría y entraría en conflicto consigo mismo, y si quiere arrepentirse de su vida, arrepiéntase, e incluso, si tiene ganas de contárselo a un sacerdote, cuénteselo, en fin, señor Pereira, si usted empieza a pensar que esos chicos tienen razón y que hasta ahora su vida ha sido inútil, piénselo tranquilamente, quizá de ahora en adelante su vida ya no le parecerá inútil, déjese llevar por su nuevo yo hegemónico y no compense su sufrimiento con la comida y con limonadas llenas de azúcar.

Pereira acabó de comer su macedonia de fruta y se quitó la servilleta que se había puesto alrededor del cuello. Su teoría es muy interesante, dijo, reflexionaré al respecto, me gustaría tomar un café, ¿qué le parece? El café produce insomnio, dijo el doctor Cardoso, pero si usted no quiere dormir es asunto suyo, los baños de algas son dos veces al día, a las nueve de la mañana y a las cinco de la tarde, me gustaría que fuera usted puntual mañana por la mañana, estoy seguro de que un baño de algas le sentará bien.

Buenas noches, murmuró Pereira. Se levantó y se alejó. Dio algunos pasos y se volvió. El doctor Cardoso le sonreía. Seré puntual, a las nueve, sostiene haber dicho Pereira.

17

Sostiene Pereira que a las nueve de la mañana bajó la escalera que conduce a la playa de la clínica. En la escollera que bordeaba la playa habían sido excavadas dos enormes piscinas de roca en las que las olas del mar entraban continuamente. Las piscinas estaban llenas de algas largas, brillantes y gruesas que formaban un estrato compacto a ras de agua, y algunas personas chapoteaban dentro. Junto a las piscinas surgían dos casetas de madera pintadas de azul: los vestuarios. Pereira vio al doctor Cardoso que vigilaba a los pacientes sumergidos en las piscinas y les daba instrucciones sobre el modo de moverse. Pereira se le acercó y le dio los buenos días. Se sentía de buen humor, sostiene, y le habían entrado ganas de introducirse en aquellas piscinas, aunque en la playa hacía frío y quizá la temperatura del agua no era la ideal para un baño. Le pidió al doctor Cardoso que le proporcionara un traje de baño, porque él se había olvidado de llevarlo consigo, se justificó, y le dijo que si podría encontrarle uno de los antiguos, de esos que cubren el vientre y parte del pecho. El doctor Cardoso sacudió la cabeza. Lo siento, señor Pereira, dijo, pero tendrá que vencer su pudor, el efecto beneficioso de las algas se produce sobre todo por el contacto con la epidermis y es necesario que froten el vientre y el pecho, tendrá que ponerse un bañador corto, unos calzones. Pereira se resignó y entró en el vestuario. Dejó sus pantalones y su camisa de color caqui en el guardarropa y salió. El aire era verdaderamente frío pero tonificante. Pereira probó el agua con un pie, pero no estaba tan gélida como esperaba. Entró en el agua con cautela, sintiendo una ligera repugnancia por todas aquellas algas que se pegaban a su cuerpo. El doctor Cardoso se acercó al borde de la piscina y empezó a darle instrucciones. Mueva los brazos como si hiciera ejercicios gimnásticos, le dijo, y masajéese con las algas el vientre y el pecho. Pereira siguió atentamente las instrucciones hasta que notó que empezaba a jadear. Entonces se detuvo, con el agua hasta el cuello, y se puso a mover las manos, lentamente. ¿Cómo ha dormido esta noche?, le preguntó el doctor Cardoso. Bien, respondió Pereira, pero he leído hasta tarde, traje conmigo un libro de Alphonse Daudet, ¿le gusta Daudet? Lo conozco mal, confesó el doctor Cardoso. He pensado en traducir un relato de los Cantes du lundi, me gustaría publicarlo en el Lisboa, dijo Pereira. Cuéntemelo, dijo el doctor Cardoso. Verá, dijo Pereira, se llama La dernière classe, habla de un maestro de un pueblo francés en Alsacia, sus alumnos son hijos de campesinos, pobres muchachos que tienen que trabajar en el campo y que faltan a sus clases y el maestro está desesperado. Pereira dio unos pasos adelante para que el agua no le entrara en la boca. Y, en fin, continuó, se llega al último día de escuela, la guerra franco-prusiana ha terminado, el maestro aguarda sin esperanza que llegue algún alumno y, en cambio, llegan todos los hombres de aquel pueblo, los campesinos, los viejos del lugar, que vienen a rendir homenaje al maestro francés que ha de partir, porque saben que al día siguiente su tierra será ocupada por los alemanes, entonces el maestro escribe en la pizarra «Viva Francia», y se marcha así, con lágrimas en los ojos, dejando en el aula una gran conmoción. Pereira se quitó dos largas algas de los brazos y preguntó: ¿Qué le parece, doctor Cardoso? Hermoso, respondió el doctor Cardoso, pero no sé si hoy en Portugal será bien recibido leer «Viva Francia», vistos los tiempos que corren, quién sabe si no estará dándole espacio a su nuevo yo hegemónico, señor Pereira, me parece estar entreviendo un nuevo yo hegemónico. Pero ¿qué dice, doctor Cardoso?, dijo Pereira, sólo es un cuento decimonónico, es agua pasada. Sí, dijo el doctor Cardoso, pero incluso así sigue siendo un cuento contra Alemania, y Alemania es intocable en un país como el nuestro, ¿ha visto cómo nos han impuesto el saludo en las celebraciones oficiales?, saludan todos con el brazo en alto, como los nazis. Ya veremos, dijo Pereira, de todos modos el Lisboa es un periódico independiente. Y después preguntó: ¿Puedo salir? Diez minutos más, replicó el doctor Cardoso, ya que está aquí, quédese y cumpla con el tiempo de la terapia, pero perdóneme, ¿qué significa para usted ser un periódico independiente en Portugal? Un periódico que no está vinculado a ningún movimiento político, respondió Pereira. Puede ser, dijo el doctor Cardoso, pero el director de su periódico, querido señor Pereira, es un personaje del régimen, aparece en todas las ceremonias oficiales y cómo alza el brazo, parece que quiera lanzarlo como una jabalina. Eso es cierto, admitió Pereira, pero en el fondo no es mala persona, y por lo que respecta a la página cultural me ha conferido plenos poderes. Eso es muy cómodo, objetó el doctor Cardoso, total, existe la censura preventiva, cada día, antes de salir, las pruebas de su periódico tienen que pasar el imprimátur de la censura preventiva, y si hay algo que no funciona estése tranquilo que no será publicado, a lo mejor dejan un espacio en blanco, eso ya me ha ocurrido, ver periódicos portugueses con grandes espacios en blanco, da mucha rabia y una profunda melancolía. Lo entiendo, dijo Pereira, yo también los he visto, pero al Lisboa todavía no le ha sucedido. Puede suceder, replicó en tono bromista el doctor Cardoso, eso dependerá del yo hegemónico que tome el timón de su confederación de almas. Y después añadió: ¿Sabe lo que le digo, señor Pereira?, si quiere usted ayudar a ese yo hegemónico que está asomando la cabeza, tal vez debería marcharse a otro sitio, abandonar este país, creo que tendrá menos conflictos consigo mismo, al fin y al cabo usted puede hacerlo, es un profesional serio, habla bien el francés, está viudo, no tiene hijos, ¿qué le ata a este país? Una vida pasada, respondió Pereira, la nostalgia, y usted, doctor Cardoso, ¿por qué no vuelve a Francia?, allí estudió y es de formación francesa. No lo descarto, respondió el doctor Cardoso, tengo contactos con una clínica talasoterápica de Saint-Malo, puede que me decida de un momento a otro. ¿Puedo salir ahora?, preguntó Pereira. Ha pasado el tiempo sin que nos diéramos cuenta, dijo el doctor Cardoso, ha estado en la terapia quince minutos más de los necesarios, vaya, vaya a vestirse, ¿qué me dice, comemos juntos? Con mucho gusto, asintió Pereira.

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