Antonio Tabucchi - Sostiene Pereira
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Después salió a la deslumbrante luz del mediodía y se dirigió al tren. Sacó el billete hasta Parede y preguntó cuánto tiempo se tardaba. El empleado contestó que se tardaba poco y él se sintió satisfecho. Era el tren de la línea de Estoril y transportaba sobre todo a gente de vacaciones. Pereira se colocó al lado izquierdo del compartimiento, porque tenía ganas de ver el mar. El vagón estaba prácticamente desierto, dada la hora, y Pereira eligió un asiento a su gusto, bajó un poco la cortina para que el sol no le diera en los ojos, dado que su lado estaba orientado al sur, y miró el mar. Se puso a pensar en su vida, pero de esto no tiene ganas de hablar, sostiene. Prefiere decir que el mar estaba en calma y que en las playas había bañistas. Pereira pensó en el tiempo que hacía que no se bañaba en el mar, y le parecieron siglos. Le vinieron a la cabeza los tiempos de Coimbra, cuando iba a las playas de los alrededores de Oporto, a La Granja o a Espinho, por ejemplo, donde había un casino y un club. El mar estaba helado en aquellas playas del norte, pero él era capaz de nadar mañanas enteras mientras sus compañeros de universidad, todos tiritando, le esperaban en la playa. Después se vestían, se ponían una chaqueta elegante y se dirigían al club a jugar al billar. La gente les admiraba y el maítre les recibía diciendo: ¡Aquí están los estudiantes de Coimbra! Y les daba el mejor billar.
Pereira se sobresaltó cuando el tren pasó por delante de Santo Amaro. Era una hermosa playa en forma de arco y se veían las casetas de tela de rayas blancas y azules. EÍ tren se detuvo y a Pereira se le ocurrió bajar e ir a tomar un baño, total, podía coger el siguiente tren. Fue más fuerte que él. Pereira no sabría decir por qué sintió aquel impulso, quizá porque había estado pensando en sus tiempos de Coimbra y en los baños en La Granja. Descendió con su pequeña maleta y atravesó el subterráneo que conducía a la playa. Cuando llegó a la arena, se quitó los zapatos y los calcetines y siguió avanzando así, sosteniendo en una mano la maleta y en la otra los zapatos. Vio enseguida al encargado, un jovenzuelo bronceado que vigilaba a los bañistas recostado en una tumbona. Pereira se acercó a él y dijo que deseaba alquilar un bañador y una cabina. El encargado le miró de arriba abajo con aire socarrón y murmuró: No sé si tenemos bañadores de su talla, de todas formas tenga las llaves del almacén, es la caseta más grande, la número uno. Y después preguntó con un tono que a Pereira le pareció irónico: ¿Le hace falta también un salvavidas? Sé nadar muy bien, respondió Pereira, quizá mejor que usted, no se preocupe. Cogió la llave del almacén y la llave de la cabina y se alejó. En el almacén había un poco de todo: boyas, salvavidas hinchables, una red de pesca cubierta de corchos, bañadores. Revolvió entre los trajes de baño para ver si encontraba uno a la antigua, de esos completos, que le cubriera también la tripa. Consiguió encontrarlo y se lo puso. Le estaba un poco ajustado y era de lana, pero no encontró nada mejor. Llevó su maleta y su ropa a la caseta y cruzó la playa. En la orilla había un grupo de jóvenes que jugaban a la pelota y Pereira les evitó. Entró en el agua con calma, poco a poco, dejando que el frescor le abrazara lentamente. Después, cuando el agua le llegaba al ombligo, se zambulló y se puso a nadar a crol lenta y mesuradamente. Nadó mucho rato, hasta las boyas. Cuando se abrazó a la boya de salvamento sintió que le faltaba el aliento y que su corazón latía enloquecidamente. Estoy loco, pensó, no nado desde hace siglos y me tiro al agua así, como si fuera un deportista. Descansó aferrado a la boya, después se puso a hacer el muerto. El cielo sobre sus ojos era de un azul feroz. Pereira recobró el aliento y volvió reposadamente, con lentas brazadas. Pasó delante del encargado y quiso devolverle la indirecta. Como ha visto, no he tenido necesidad del salvavidas, dijo, ¿cuándo pasa el próximo tren para Estoril? El encargado consultó el reloj. Dentro de un cuarto de hora, contestó. Estupendo, dijo Pereira, entonces sígame hasta la caseta, que voy a cambiarme, y le pagaré, porque tengo el tiempo justo. Se vistió en la caseta, salió, pagó al encargado, se peinó su escaso pelo con un peinecillo que llevaba en la cartera y se despidió. Hasta pronto, dijo, y vigile a esos chicos que juegan a la pelota, me parece que no saben nadar y además están molestando a los bañistas.
Se metió por el paso subterráneo y se sentó en un banco de piedra bajo la marquesina. Oyó llegar el tren y miró su reloj. Era tarde, pensó, probablemente en la clínica talasoterápica le estaban esperando para la comida, porque en las clínicas se come pronto. Pensó: Qué le vamos a hacer. Pero se sentía bien, se sentía relajado y fresco, mientras el tren entraba en la estación, y además tenía todo el tiempo del mundo para la clínica talasoterápica, iba a permanecer en ella por lo menos una semana, sostiene Pereira.
Cuando llegó a Parede eran casi las dos y media. Tomó un taxi y pidió al taxista que le llevara a la clínica talasoterápica. ¿La de los tuberculosos?, preguntó el taxista. No lo sé, respondió Pereira, una que está en el paseo marítimo. Pero si está a dos pasos, dijo el taxista, puede ir a pie perfectamente. Mire, dijo Pereira, estoy cansado y hace mucho calor, le daré luego una propina.
La clínica talasoterápica era un edificio rosa con un gran jardín lleno de palmeras. Quedaba en lo alto, sobre las rocas, y había una escalinata que conducía a la calle y después a la playa. Pereira subió fatigosamente por la escalinata y entró en el vestíbulo. Fue recibido por una gruesa señora de mejillas coloradas con una bata blanca. Soy el señor Pereira, dijo Pereira, mi médico, el doctor Costa, debió de telefonear para reservarme una habitación. Ah, señor Pereira, dijo la señora de la bata blanca, le esperábamos para la hora de comer, ¿cómo es que llega tan tarde?, ¿ha comido ya? La verdad es que no he tomado más que unos caracoles en la estación, admitió Pereira, y tengo un poco de apetito. Sígame entonces, dijo la señora de la bata blanca, el restaurante está cerrado pero María das Dores no se ha ido aún y podrá prepararle un bocado. Le precedió hasta el comedor, un vasto local con ventanales al mar. Estaba completamente desierto. Pereira se sentó a una mesa y llegó un señora con delantal y un visible bigotillo. Soy Maria das Dores, dijo la mujer, soy la cocinera, le puedo preparar alguna cosita a la plancha. Un lenguado, respondió Pereira, gracias. Pidió también una limonada y comenzó a saborearla con placer. Se quitó la chaqueta y se puso la servilleta sobre la camisa. Maria das Dores vino con un pescado a la plancha. Ya no nos quedaban lenguados, dijo, le he preparado una dorada. Pereira empezó a comérsela con ganas. Los baños de algas son a las cinco, dijo la cocinera, pero, si no le apetece y prefiere echarse una siesta, puede empezar mañana, su médico es el doctor Cardoso. Irá a verle a su habitación a las seis de la tarde. Perfecto, dijo Pereira, creo que iré a reposar un rato.
Subió a su habitación, que era la veintidós, y encontró allí su maleta. Cerró las persianas, se lavó los dientes y se tumbó en la cama sin pijama. Corría una estupenda brisa atlántica que se filtraba a través de las persianas y agitaba las cortinas. Pereira se quedó dormido casi enseguida. Tuvo un hermoso sueño, un sueño de su juventud, él estaba en la playa de La Granja y nadaba en un océano que parecía una piscina, y al borde de aquella piscina había una muchacha pálida que le esperaba con una toalla entre los brazos. Y entonces él volvía del baño y el sueño continuaba, pero Pereira prefiere no decir cómo continuaba, porque su sueño no tiene nada que ver con esta historia, sostiene.
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