Miraba la lenta corriente del río y pensaba en los años transcurridos, en las llamas de los entusiasmos, en el acomodarse en una suerte de costumbre que se convierte en cubil, después de que la lenta ilusión de los días se convierta en lenta ilusión de que el mañana pueda ser distinto de hoy. No, el mañana no puede ser distinto, pequeña Ofelia, mañana te seguiré diciendo cosas inconexas, que ahora te amo y que ya no te amo, que estoy cazando las ratas de mi palacio, me mofaré de tu hermano y atravesaré el pecho a tu padre, ese estúpido de York estará inmóvil ante mí con el brazo extendido enseñándome una calabaza y tú con el corazón roto te abandonarás mientras te mece la corriente. Y en ese momento, mientras las luces se amortiguan en el azul, los actores quedan inmóviles sobre el escenario para crear esa pausa de espera que debe atrapar al público, la música de los altavoces cantará Yesterday, all my troubles seemed so far away. Y como siempre nos encomendaremos a la voz de los Beatles para renovar una tragedia con muchos siglos de historia.
Pero en aquellos años nuestra banda sonora provocaba cierto efecto, ¿verdad, pequeña Ofelia? Qué nuevo era, cómo le gustaba al público, a los periódicos, a la gente, que en un teatrillo del Soho una compañía de jóvenes estudiantes renovara la tragedia de siempre vistiendo pantalones de campana y difundiendo música de los Beatles. Yo llegaba con mi Mini Morris y, bajando delante de nuestros admiradores, dando la vuelta al coche y abriéndote la portezuela, como si tú fueras una gentilhembra digna en verdad del príncipe Hamlet, te invitaba a bajar con una reverencia majestuosa, al sombrero le había añadido una pluma y acompañaba con él mi saludo. Oh, lejana Ofelia, eran los últimos años sesenta, nosotros nos sentíamos tan jóvenes como lo que éramos, Londres parecía una fiesta, y la vida también. Quizá la ocurrencia más genial fuera utilizar aquellas dos grandes marionetas neoclásicas para hacer de Rosencrantz y Guildenstern. Dos muñecos mecánicos de madera y metal construidos por los antiguos artesanos que en aquella época confiaban en construir un autómata, semejantes en todo y para todo a la criatura humana, que movían sus rostros tristes sobre los que habíamos puesto dos lágrimas de Pierrot, mientras dos voces entre bambalinas recitaban sus papeles, producían un efecto de extraordinaria turbación. Observen, estimados espectadores, los verdaderos actores son éstos, son marionetas mecánicas con una grabadora dentro de su tripa de madera, no tienen vísceras, no tienen corazón, no tienen alma, sólo tienen virutas y una cinta magnética que finge sus emociones. Hacedme vuestro teatro, les digo, Rosencrantz se arrodilla y sus articulaciones mecánicas rechinan de forma siniestra en la sala. Guildenstern ha adoptado una pose penosa, como si le doliera la tripa. Sostiene en su mano una carta, y se la tiende a Rosencrantz, quien sostiene en su mano una carta que tiende al rey de un lejano país. Señor, dice Rosencrantz, con esta carta debemos traicionar al príncipe de Dinamarca, le ruego que la acepte porque así lo quiere mi compadre Guildenstern. Señor, dice Guildenstern, con esta carta debemos traicionar al príncipe de Dinamarca, le ruego que la acepte porque así lo quiere mi compadre Rosencrantz. Señor, dicen al unísono Rosencrantz y Guildenstern, como prenda de nuestra traición permítanos ofreceros nuestras lágrimas de Pierrot. Me levanto de golpe, todo ello me parece intolerable, esos dos estúpidos maniquíes de madera están atacando mis sentimientos, intentan impresionarme, llegar hasta mi lado más débil y cobarde, me chantajean, ¿es que creen quizá que pueden capturarme en su trampa? ¡Ah!, no es empresa fácil con el animoso príncipe de Dinamarca. Él desenvaina su espadín, apunta hacia ellos, los desafía, los amenaza. Bellacos, bufones de tres al cuarto, que ni siquiera bufones sois, sino criaturas mecánicas, ¿creíais poder emocionar el vasto ánimo de un valeroso príncipe? La cabeza de uno de ellos, movida por el mecanismo interno que hace que gire, se ha colocado de perfil, con el fin de que el público pueda ver bien la lágrima de Pierrot que le surca la mejilla, y el foco del electricista, como una punta de cuchillo, atraviesa esa lágrima, un cristal de bisutería que en tiempos sirvió de pendiente a una dama de bajo rango y que hemos comprado en un rastrillo para pegarla en una mejilla de este fingido actor. Y cómo brilla esa lágrima, más falsa que cualquier otra cosa falsa, con el fin de que el público pueda llorar lágrimas verdaderas, por la ilusión que a cambio del precio de una entrada le vendemos cada noche. Pero el príncipe de Dinamarca no permite que el público llore por un actor que no sea él: acerca el espadín al cuello del compañero de ese simulador que finge llorar, y le pregunta: ¿llora?, ¿quién es Hécuba para él? Turbado, realmente turbado, está ese joven príncipe a quien los espectros no dejan descansar, y atormentadas son sus noches, porque sabe que la nefanda reina yace con su amante mofándose de la memoria de su padre. Se coge la cabeza entre las manos, se dirige a la Luna, está asediado por la más tétrica melancolía, tiene el ánimo negro de hollín. Pobre pequeña Ofelia, ¿crees de verdad poder aliviar sus penas con tus ingenuas palabras de amor?
Así pasan los años, y envejecemos, pegados a la máscara que nos ha sido impuesta, aunque la hayamos elegido nosotros mismos. Los artículos de los periódicos se van haciendo cada vez más raros, hasta que un día la prensa ya no te presta atención. El joven público entusiasta que un día se sentaba ante ti, ahora trae consigo a unos chicos: son sus hijos, quienes pueden ver ya en clave histórica cómo una compañía de vanguardia de los años sesenta supo interpretar a Shakespeare en los años sesenta, ahora que estamos a finales de siglo. Y de este modo incluso tu muerte es historiable, mi pequeña Ofelia, tu suicidio a causa de un príncipe lunático, tu inconsolable desesperación, tu fluctuar en un laguito de plástico con una minifalda de Mary Quant.
Sin darme cuenta, he llegado a Russell Square, después he entrado en el Covent Garden y he comprado una entrada para el Theatre Museum. Y así me he puesto a deambular por sus salas, finalmente como quien mira sin ser mirado. Y me he detenido en el recinto donde unas maquetas ilustran la evolución de las salas de espectáculos desde Shakespeare hasta hoy, y después en la sección donde están expuestos los carteles, los programas y el vestuario de las puestas en escena más célebres de lo que durante más de veinte años hemos representado. Y ha sido una sorpresa veteada de angustia ver cómo todo envejece en el teatro menos el espíritu mismo del teatro. La antigua, inmutable tragedia del excéntrico príncipe de Dinamarca y de su infeliz enamorada permanecía idéntica en cada época y, en cambio, qué feos y fuera del tiempo resultaban los rostros y los vestidos de los actores, y la escenografía. Todo era viejo y pasado de moda, porque incluso en su tentativa de copiar lo antiguo cada época quedaba indeleblemente impresa en los trajes y en los rostros de los actores; ella misma y el tiempo que traía consigo. Y he pensado que a no mucho tardar también nosotros estaríamos entre aquellos carteles y aquellos vestidos: yo, al estilo de los Beatles, con el pelo tapándome el cuello, aunque cada vez me quede menos, y tú, pobre Ofelia, a la que he obligado cada noche a suicidarse en minifalda. Y he sentido de verdad un escalofrío, y una suerte de locura: las salas estaban desiertas, he escogido una donde una célebre actriz de los años treinta me miraba con la mirada trágica y opaca de un cartel amarillento. Y entonces no sé que me ha entrado, me he arrodillado ante ella, le he dicho Pray, love, remember, y le he hablado de las flores trinitarias y le he dicho que la lengua habla con notas extrañas, es bífida como la de una serpiente, se desliza de través, y después le he dicho: ¡Vete a un convento! ¿Por qué habías de ser madre de pecadores? Yo soy medianamente bueno, y, con todo, de tales cosas podría acusarme que más valiera que mi madre no me hubiera echado al mundo. Soy muy soberbio, ambicioso, vengativo, con más pecados sobre mi cabeza que pensamientos para concebirlos. ¿Por qué han de existir individuos como yo para arrastrarse entre los cielos y la tierra? Y he abrazado el aire que tenía ante mí como si esa esencia de Ofelia a la que me dirigía fueras realmente tú, y me ha parecido que por vez primera en nuestra vida había sabido expresarte mi amor, mi eterno inconmensurable amor que sin embargo está enfermo, porque el Príncipe no está bien, querida y dulce Ofelia, lo roe un morbo desconocido que le seca el alma y al mismo tiempo le llena el cuerpo de humores biliosos y malignos, ah, pero ¿quién es a fin de cuentas ése que durante tantos años he sido yo y a quien todavía no conozco?, ¿quién es esa criatura atormentada por dudas e insomnios que aguarda a espectros y cree en el Eterno? ¿Y por qué ese ser necio y retorcido permitía que tú, gentil Ofelia, te ahogaras todas las noches en una piscina de plástico con una minifalda blanca de Mary Quant? ¿Es que acaso no podía decirte alguna palabra más? ¿Tan obligado e inmutable era el guión que debía seguir?
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