Se me ha vuelto a abrir solo ahora, aquella hendidura, después de tantos años. Y de ese modo me he puesto a pensar en las cosas que no hemos hecho, es un balance difícil pero necesario, a veces puede incluso dar una suerte de ligereza, como una satisfacción infantil y gratuita. Y por el mismo motivo, y con la misma satisfacción infantil y gratuita, consecuentemente me he puesto a pensar también en los libros que nunca escribí y que sin embargo te conté con la misma minuciosidad con la que no hicimos el viaje a Samarcanda. El último que no escribí, que además es el último que te conté, se llamaba Buscando acerca de ti y tenía como subtítulo «Un mandala». El subtítulo se refería a la búsqueda del personaje, en el sentido de que la suya es una trayectoria concéntrica, en espiral, y los personajes, como sabes, no eran míos, se los había robado a otra novela. Sabes, me había parecido casi insoportable que aquella novela desencantada y llena de alegres fantasmas se cerrara sin que los dos protagonistas, él y ella, consiguieran volver a encontrarse. ¿Sería posible que ese él en el que un ostentoso sarcasmo oculta en realidad una incurable melancolía, y esa ella tan generosa y apasionada ya no pudieran encontrarse, casi como si el autor hubiera querido burlarse de ellos y gozar con su infelicidad? Y además, pensaba yo, en realidad ella no había desaparecido en absoluto como el autor pretendía hacernos creer, no había salido en absoluto del paisaje; al contrario, en mi opinión estaba bien visible, justo en el centro de aquel cuadro, y no se veía precisamente porque estaba demasiado visible, oculta tras un detalle, mejor dicho, oculta bajo sí misma, como la carta robada de Poe. Por eso hacía yo que él se lanzara a la búsqueda de su amada, y círculo tras círculo, mientras los círculos se estrechaban cada vez más, al igual que en el mandala, él conseguía llegar hasta el centro, que además era el significado de su vida, es decir, volver a encontrarla. Era una novela un poco romántica, quizá demasiado, ¿verdad?, pero no es ése el motivo por el que no la escribí: en realidad aquella novela hubiera sido la obra maestra de entre todas mis novelas no escritas, la obra maestra del silencio que yo había escogido para toda la vida. Una pequeña obra maestra, quiero decir, nada de esos novelones monumentales que son la alegría de los editores y que jamás he pensado ni remotamente en no escribir; en resumen, algo pequeño, que no superara los diez capítulos, unas cien páginas, una medida áurea. En no escribirlo tardé cuatro meses exactos, de mayo a agosto, en verdad habría podido no escribirlo incluso antes, si hubiera tenido más tiempo disponible, pero mis días, entonces, estaban ocupados con cosas bien distintas, por desgracia. Lo acabé el diez de agosto. Me acuerdo de la fecha porque la noche de San Lorenzo siempre ha sido una noche especial para nosotros, para ti sobre todo, debido a los deseos que pueden expresarse mirando las estrellas fugaces que en ese momento llenan el cielo. Y además yo había ido a verte precisamente aquella noche, te acordarás, habían pasado esos cuatro meses en aquella casa de campo, con un calor húmedo que sofocaba la garganta y empapaba los huesos, tú me telefoneabas cada día y me preguntabas: ¿por qué no vienes?; ya te lo he dicho, te repetía, me he puesto a no escribir una novela complicada que me está haciendo sudar las penas del infierno más que el calor infernal de estos campos, mira, será estupendo, te lo aseguro, o quizá estrambótico, más estrambótico que yo, una criatura extraña como un coleóptero desconocido que ha quedado fosilizado sobre una piedra, en cuanto llegue te lo cuento.
Te lo conté aquella noche, en el balcón de la casa de la playa, mirando las estrellas fugaces que dejaban estelas blancas en el cielo nocturno. Recuerdo bien lo que me dijiste cuando hube terminado, pero no obstante tengo ganas de repetirte un capítulo. Aunque esta vez no te lo resumiré como hice aquella noche, te lo transcribiré como si lo estuviera copiando, porque naturalmente existe palabra por palabra en mi memoria, que se lo ha imaginado. En concreto no existe en ninguna otra parte, está claro. En resumen: no importa dónde, siempre que sea en ninguna parte. Y tú sabes cuánto me cuesta romper este pacto secreto conmigo mismo y hacer visibles y escritas, y por lo tanto presentes, palabras que sólo existían aéreas, ligeras, aladas e inalcanzables, y libres de ser no siendo, al igual que las ideas. Y qué perentorias se vuelven aquí en el papel, y casi vulgares y gruesas, con la irremediable arrogancia de las cosas que son. No importa, lo haré de todas formas: en el fondo tú también amabas las hendiduras entre las cosas, pero después elegiste la plenitud, y quizá hicieras bien, porque es una forma de salvación, o en todo caso de aceptación de lo que todos somos. Ah, que la vie est quotidienne!
Procuraré ahorrarte las descripciones y los pasajes narrativos. Jamás me gustaron cuando los escribía mentalmente, imaginémonos al escribirlos de verdad. Sólo la información necesaria: estamos en el capítulo octavo, y, buscándola a ella, él llega a un extraño lugar de los Alpes suizos, una comunidad de budismo zen, o algo parecido, porque ha intuido que ella probablemente se ha perdido en este tipo de indagaciones, que hoy podrían parecer New Age, pero que hace muchos años, cuando no lo escribí, no tenían en absoluto tal aroma. Y en ese lugar cena y pasa la noche, él también como peregrino en búsqueda de algo, lo que es verdad, por otra parte. Y durante la cena empieza a hablar con una señora que es su compañera de mesa. Es una mujer ya no demasiado joven, una francesa, el ambiente, como recordarás, es a la oriental, con música hindú tipo raga y comida hindú tipo gusthaba y albóndigas vegetarianas, detalle que te ahorro porque me parecen irritantes. Y la señora, en determinado momento, dice una extraña frase: que se encuentra allí porque ha perdido los confines. Y ahora tengo que entrecomillar, y no sabes cuánto lo siento.
«Aquí hay unas reglas, es cierto, pero las reglas hacen falta cuando se han perdido los confines, y además hay un motivo más práctico: en el fondo esto es un refugio.»
«¿Qué quiere decir cuando se han perdido los confines? No lo entiendo.»
«Lo comprenderá si seguimos hablando, pero mientras tanto lo mejor sería escoger la cena, si me lo permite, le ilustro el menú de esta noche.»
[Omissis…, la música cambió, ahora se oía un sonido de tambores. Omissis…]
«Perdóneme, pero me gustaría saber qué significa perder los confines.»
«Significa que el universo no tiene confines, y por eso estoy yo aquí, porque yo también he perdido mis confines.»
«¿Qué quiere usted decir?»
«¿Sabe usted cuántas estrellas hay en nuestra galaxia?»
«No tengo ni idea.»
«Aproximadamente, unos cuatrocientos mil millones. Pero en el universo que nos es conocido hay centenares de millones de galaxias, el universo no tiene confines.»
[La mujer encendió un cigarrillo hindú, de esos perfumados, hechos con una sola hoja de tabaco… Omissis…]
«Hace muchos años yo tenía un hijo, y la vida me lo arrebató. Lo había llamado Denis, y la naturaleza se comportó como una madrastra con él, sin embargo él tenía su propia forma de inteligencia. Y yo la entendía.»
[Omissis…]
«Lo quería como sólo puede quererse a un hijo. ¿Sabe usted cómo se quiere a un hijo? Mucho más que a uno mismo: así se quiere a los hijos.»
[Omissis…]
«Tenía su propia forma de inteligencia, y yo la había estudiado. Por ejemplo, habíamos encontrado un código, uno de esos códigos que no se enseñan en colegios para niños como mi Denis, pero que una madre es capaz de inventarse con su propio hijo, qué sé yo, golpear un vaso con una cucharilla, no sé si me explico, golpear un vaso con una cucharilla, tilín, tilín.»
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