Mira, hasta sería inútil que siguieras, de verdad, querida mía, porque, ya lo sabes, te comprendo como nadie puede comprenderte, pero quiero dejar que sigas, porque también es verdad que una explicación detallada hará que te sientas más ligera, menos culpable, que es precisamente lo que menos querría. De la amabilidad de Giannischicchio [14]nada hay que decir, y muchos menos de su sentido cívico: fue lo primero que comprendí. Y el hecho de que te hiciera una breve llamada telefónica por la mañana, y por la noche, venga, no te lo tomes así, venga, no te desanimes, y otras cosas que te consuelan y que hacen que te sientas una persona, es algo que me conmueve, porque quiere decir que había quien se ocupaba de ti, algo de lo que tenías extrema necesidad en aquel maldito periodo. Entendí perfectamente cuando me hablas de ese día en el que habías decidido pasar el fin de semana en nuestra vieja casa de la playa y, en determinado momento, te detuviste al borde de la carretera, apagaste el motor del coche y te quedaste, como tú dices, «bloqueada». ¿Sabes lo que ocurrió? Yo te lo explico. En términos psiquiátricos se llama «pánico». Simplemente, fuiste presa del pánico. No es que en ciertos casos de pánico haya que descuidar las causas psicológicas, como es natural: en el tuyo, precisamente, el hecho de que fueras víctima de una enorme turbación. Porque, como me dices, el saber que habrías encontrado la casa desierta, que yo estaba lejos, como disuelto en el aire, te daba una profunda sensación de abandono, mejor dicho de abatimiento. Y para qué sirve hacer una cosa así, se pregunta uno sin preguntárselo, quiero decir, ¿con qué objeto voy a pasar el fin de semana a una casa donde he sido feliz con una persona si esa persona ya no está, y todo, los muebles, los objetos, hasta los platos, me hablan de él? No es necesario poseer la bondad que me atribuyes para comprender una cosa así: hasta las piedras lo entenderían. Al igual que soy el primero en entender que Giannischicchio estuviera a tu lado. En el fondo se lo agradezco, ¿sabes?, y comprendo que pudiera constituir un punto de referencia para ti. Así pues, aquel día, me decías, fuiste presa del pánico, aunque en realidad la expresión sea mía. Por suerte, estaba aquel café, al otro lado de la carretera, que funciona también como tienda de ultramarinos, a cargo de aquel viejecillo con una pierna de madera que es en cierto modo una institución en nuestro pueblecillo costero. Dejaste el coche bajo la vieja casa con la lápida donde nació el poeta trompetero, conseguiste entrar, llamaste a Giannischicchio. ¿Crees acaso que no entiendo por qué llamaste a Giannischicchio? ¿Y a quién ibas a llamar, a mí tal vez, que en aquel momento estaba en Abisinia? Porque ese día yo estaba precisamente en Abisinia.
Gianni es hombre de sentido común, y de experiencia, y, sobre todo, te quiere mucho (nos quiere mucho). Te dijo lo que te hubiera dicho una persona que te quiere, y que tú me refieres en tu carta: palabras amigas, tranquilizadoras, afectuosas. Las que tenías necesidad de que te dijeran. Porque uno, en la vida, siempre tiene necesidad de que le digan las palabras que quiere que le digan, y Gianni, gracias a Dios, comprendió perfectamente las palabras que tenías necesidad de que te dijeran. Y gracias a sus palabras conseguiste volver a coger el coche y llegar hasta nuestra casa, que del pueblo no dista más que un kilómetro, cruzaste el olivar (a propósito, ¿ya lo han arrancado y transformado en viña los afanosos de los nuevos propietarios?) y por fin entraste en casa. Abriste de par en par puertas y ventanas y, como dices en la carta, la casa ya no te pareció habitada por fantasmas, el sentimiento de mi ausencia ya no te pareció tan angustioso, te preparaste un té, te pusiste un jersey, y comprendiste que no era todo tan espantoso como te había parecido, y que, pese a todo, la vida sigue.
Y el resto, además de la frase que me dices, me lo imagino por mí mismo. Aprecio, en cualquier caso, que me digas, con gran altruismo, que a un hombre debe de causarle cierta impresión volver a casa después de una ausencia, aunque haya sido un poco larga, y no encontrar a su mujer, sino una carta sobre la cómoda en su lugar. Y no niego que me causó cierta impresión, porque, en el fondo de mi corazón (ya ves lo bobo que soy), aquel día, mientras volvía con un vuelo agotador, pensaba en invitarte a cenar a Hesíodo, ya sabes, la vieja fonda donde se come potaje de pan y bistec a la plancha, y estaba seguro de que, mientras cenábamos, me preguntarías: ¿qué tal te ha ido?, ¿qué tal estás?, ¿has sufrido? Y, en cambio, uno encuentra una carta donde se le dice que sin duda comprenderá la situación, con lo bueno que es. Y yo, como te decía, lo comprendí, aunque debes permitirme que te diga que sobre mi bondad estás exagerando, porque en el fondo no soy tan bueno como afirmas, y además, si no me equivoco, en esa definición tuya siempre ha habido un toque de superioridad, no me atrevo a decir de desprecio.
Sea como sea, mira…, lo demás me lo imaginé perfectamente, y de verdad no hacía ninguna falta que me lo contaras. A la semana siguiente Gianni te regaló un teléfono móvil (¡uno de los primeros!) y te dijo: cuando estés en apuros, llámame. Naturalmente, te dio instrucciones para llamarlo con las debidas cautelas, porque a alguien de su edad, casado desde hace más de treinta años en segundas nupcias, no le queda más remedio que tomar sus precauciones, y eso también es comprensible. Pero, total, todos sabemos que cuando uno dice que está fielmente casado, está hablando de monotonía, es más, digámoslo francamente: que su matrimonio es un desastre. Y además Gianni, no obstante la edad, sigue siendo un hombre atractivo. Y, sobre todo, sabe cortejar. Pero no con esa corte idiota que normalmente se entiende por cortejar: más bien con una auténtica atención afectuosa, de quien se preocupa de verdad, de quien quiere saber cómo está una mujer, qué tal ha pasado el día, si ha dormido. Y un buen día -eso también es comprensible y podías haberte ahorrado escribirlo- le invitaste a nuestra casa de la playa. Le llamaste con el móvil que te había regalado él y le dijiste: Giannino, gracias a ti y a tu apoyo, he conseguido llegar aquí a la casa entre los olivos, y me gustaría invitarte a cenar. Y él no dejó que se lo repitieras una segunda vez.
Sabes, en toda tu carta, que es tan sincera y que mereció mi más sincera comprensión, hay una cosa que no cuadra. Quizá te pueda parecer extraña, o un detalle insignificante, pero es cuando me dices que respondiste a una solicitud de afecto. O, mejor dicho, que respondiste a una solicitud de amor. A un amor se corresponde cuando se está enamorado, querida mía, y eso es lo que esperaba que me escribieras, con la gran lealtad que siempre ha caracterizado nuestra vida. Habrías podido (mejor dicho, debido) decirme: sabes, lo que ha ocurrido es que mientras tú no estabas, me he enamorado. Poco o mucho no tiene importancia, porque hay varias gradaciones en el amor, al igual que en la fiebre: puede ser un fiebrón o una fiebrecilla, pero en todo caso es una subida de temperatura. Y, en cambio, no, me presentas a tu Giannischicchio sin más, como si fuera un refresco. Como diciendo: sabes, tú no estabas y mientras tanto me he tomado un refresco. A propósito, he leído en un libro de antropología que en la costa cantábrica, lugar histórico de emigración y sobre todo con puertos en los que los hombres se embarcaban como marineros para permanecer alejados de casa durante mucho tiempo, en el pasado las mujeres que se quedaban sin su hombre, para no pasar un periodo triste y solitario, se buscaban un buen hombre que les hiciese compañía, y a esta figura se le llamaba precisamente así: un refresco. No es que vivieran juntos, ni que formaran una nueva familia, nada de eso, se veían sencillamente hasta que volvía el verdadero hombre de la viuda blanca. ¿Quién es ese tío que va de paseo con Fulanita?, se preguntaba la gente. ¿Ése?, es el «refresco» de la María o de la Joaquina. Era un hecho socialmente aceptado, y no escandalizaba a nadie. Ahora bien, no quiero negar que los dos o tres primeros meses Giannischicchio te pudiera servir de «refresco». Entre otras cosas, debe de saber refrescar muy bien: ha tenido dos mujeres y tres o cuatro novias, y quizá en toda su vida no haya pensado en otra cosa que en refrescar a señoras algo acaloradas. Pero me concederás que si uno vuelve después de siete meses a su casa y, en lugar de a su mujer, encuentra una carta que le está esperando sobre la cómoda, tiene derecho a pensar que no se trata simplemente de un refresco. En especial si en esa carta se le dice que. Bueno, escucha, es inútil que continúes con esta carta tuya, tan minuciosa y tan lógica, es inútil que me repitas por enésima vez: con lo bueno que eres no podrás dejar de comprender que yo tenía que llenar mi soledad, y que en el fondo lo he hecho por nosotros, porque el de Gianni es un amor imposible, dada su situación familiar y la edad que tiene: es una manera, en el fondo, de esperarte, porque, total, este absurdo amor no podrá ir muy lejos, me lo dicen hasta mis amigas, que han estado a mi lado en esta historia, aunque la Lore me haya dicho: pues claro que sí, mientras tanto disfruta de este amor, después ya se verá, es un hombre fascinante, y por si fuera poco es tan sólido en términos ideológicos. Con lo bueno que soy, como dirías tú, lo comprendí. Lo comprendí perfectamente. Comprendo que dos personas en vuestra situación puedan marcharse a las cataratas de Iguazú. Brasil es un país fascinante, lo conozco yo también, ya sabes que he trabajado en el Amazonas y en el nordeste, es un país virgen, inmenso, es lo ideal para empezar una nueva vida, y también para ver el mundo, sobre todo para una persona como tú, a quien el mundo se lo contaba yo porque se quedaba en casa. Y si un buen día a Gianni, precisamente a Gianni, que como técnico no ha trabajado en su vida, porque creía ser un gran poeta erótico, si precisamente a Gianni, decía, la Oficina Nacional para los Países en Vías de Desarrollo le ofrece la dirección de los trabajos de una gran obra de ingeniería en ese lejano país, ¿debías dejar que se marchara él también, ahora que por fin había alguien que te llevaba consigo no a lugares desérticos, entre gente exhausta y niños desnutridos, sino a una zona exuberante del planeta, en un hotel de primera categoría justo al lado de las obras, con un sueldo fabuloso para él, y te trataba como una princesa, lo que nunca te había sucedido en la vida? Y además, si Gianni te hubiera propuesto una situación mezquina, a ti, que siempre tuviste espíritu de gitana, si por ejemplo te hubiera dicho: escucha, querida, tengo una bonita casa en Venecia, que entre otras cosas es una ciudad muy romántica, donde podríamos vernos los fines de semana, podrían ser encuentros realmente afectuosos, mientras tanto puedes aprovechar para ir a ver a tu madre, tú te coges tu tren, sencillo, ¿verdad?, yo lo cojo desde Milán y prácticamente emplearemos el mismo tiempo, lo importante es que no se entere mi mujer, ya sabes, tiene incluso tres o cuatro años menos que tú, por ella me jugué mi anterior matrimonio, y a fin de cuentas la quiero, tengo nietos de mi primera mujer e hijos de ésta, comprenderás que a mi edad no me siento capaz de jugármela una tercera vez. Mira, si te hubiera dicho algo así, comprendería que le hubieras mandado a freír espárragos, conozco bien tu orgullo, sin duda le habrías dicho: Giannino, te coges el coche y te vas a la carretera del parque al anochecer, allí encontrarás la mujer que necesitas. Y en cambio él, con la situación en la que se encuentra, con la mujer tan guapa que tiene, que, entre nosotros, no te va a la zaga en absoluto, con su posición, se juega el todo por el todo gracias a un amour fou del que realmente nunca le hubiera creído capaz. ¿Qué podías hacer, más que seguirlo a Iguazú? Sabes lo que te digo, y perdóname la paradoja algo cómica, hasta yo me habría ido. Ah, ojalá hubiera habido un Giannischicchio en mi vida.
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