Antonio Tabucchi - Se está haciendo cada vez más tarde

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Con esta novela epistolar -«una pequeña comedia humana de bolsillo» la define irónicamente su autor- Tabucchi renueva una ilustre tradición narrativa, si bien rompiendo sus códigos y pervirtiendo el género. Poco a poco nos damos cuenta de que algo «no funciona» en todas estas misivas: el paisaje parece desplazarse ante nuestros ojos, los tiempos se vuelven del revés, como si las cartas llegaran anticipadamente o con retraso respecto al propio mensaje que transmiten, como si los destinos de los hombres, según exige el Mito, siguieran sin encontrarse y las personas se extraviaran en el laberinto de sus breves existencias. Como si la vida fuera una película perfecta, pero cuyo montaje resultara totalmente equivocado.
El conjunto resulta un extraordinario recorrido por las pasiones humanas, donde el amor parece el ilusorio punto central, cuando en realidad no es más que el punto de fuga que nos conduce hacia las zonas más oscuras del alma. Ternura, sensualidad, nostalgia, diecisiete cartas de personajes masculinos a otras tantas figuras femeninas, en las que se tejen los hilos de una insólita trama narrativa hecha de círculos concéntricos que parecen ensancharse en la nada, pobres voces monologantes, ávidas de una respuesta que nunca llegará. A todas ellas responde, por último, una voz femenina distante e implacable, y al mismo tiempo rebosante de pena.

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Querida mía, resultaría superfluo decirte el dolor que supuso para todos que te arrojaras al pozo y, como te he dicho, Tommaso, que sin comprender había comprendido, con tal de no renegar de ti jugó a hacerse el anormal durante cuatro o cinco años más. Después lo dejó, es más, se ha vuelto normal, normalísimo, incluso demasiado. A mí me gusta verlo así, tan normal, pero te aseguro que pasar un día entero con él es de un aburrimiento mortal, no sé cómo se las arregla para soportarlo su mujer, que es una mujer llena de curiosidad e imaginación, sería ella la que tendría que buscarse un amante y no al contrario, como está ocurriendo. Pero no quisiera que pensaras que lo de Greta y yo fue inmediato. Naturalmente, el dictamen del profesor de Ginebra contribuyó al entendimiento, a una recíproca comprensión. Por lo demás juntos, lo que se dice juntos, no hemos estado nunca, me refiero a lo de vivir en la misma casa. Lo intenté durante algunos meses, pero la verdad es que no fui capaz, y preferí volverme a nuestra vieja casa, donde por lo menos me quedaba tu querida presencia. Es que Greta, pobrecilla, con todas las virtudes que tiene, es a su vez la persona más aburrida del mundo, quizá porque es la persona más normal del mundo: jamás un impulso, jamás una idea algo loca, jamás una intuición, jamás un deseo repentino y caprichoso como los que tenías tú, que son las cosas que en el fondo dan sabor a la vida. Llegar cansada por la noche, después de todas las historias de sus pacientes, tomarse una ensalada y una fruta y sentarse delante del televisor: llegó hasta a prepararse una bandeja para ver mejor la televisión y cenaba allí, estaba fascinada por un periodista untuoso que entrevistaba a todos los políticos del país, algo increíble, y yo me iba a la cama a leer. Sabes lo que te digo, hasta he llegado a pensar que quizá la verdadera locura sea la obviedad, ¿no te parece?

Lo cierto es que fue una verdadera pena que hicieras aquel gesto. Los años han ido pasando, muchos, querida mía, muchos de verdad. Y, sin embargo, ya ves como todavía te recordamos, te recuerdo. Estás siempre conmigo, lo sabes, me acompañas en cada momento de mi vida. Aunque ésta funcione ahora al diez por ciento. Pero cuando funcionaba al ciento por ciento como la tuya, qué hermoso fue, y qué grande fue nuestra pasión. Tan grande que las células de mi cuerpo siguen embebidas en ella, como una esponja que conserva el agua marina que la nutrió. Porque después, querida mía, sólo ha habido agua dulce, a menudo dulzona, y ¿qué sentido tiene, me pregunto, seguir viviendo sin que sal alguna reavive mi paladar?

¿Para qué sirve un arpa con una cuerda sola?

Si ‘sta voce te sceta ‘int’a nuttata mentre t’astrigne ‘o sposo tuio vicino, statte scetata, si vuò sta scetata,

ma fá vedè ca duorme, a suonno chino. [12]

Voce ‘e notte, canción napolitana

de E. Nicolardi y E. De Curtis

Amor mío:

He sabido por casualidad que todavía estás viva. El verdulero de Sharia Farassa es un viejecillo nieto de italianos que insiste en querer mantener lazos con su país de origen, así que debe de estar suscrito a un periódico que le llega a la tienda y que él seguramente ni siquiera lee, y con el que al día siguiente envuelve la lechuga. Una vez a la semana hay unas páginas de crónica de la provincia, esa donde nos conocimos y que no he olvidado, ¿sabes?, recuerdo perfectamente aquellas avenidas de cipreses que cruzábamos en bicicleta, y algunas mañanas de otoño en las que una bruma azulada subía de los montes de encinas, y los caseríos de la llanura, y el primer grupo de casas donde vivían tus padres, y tu sonrisa, y es realmente extraño que ésta te sonría desde un periódico arrugado del que, en la mesa de tu habitación, sacas la fruta y las verduras, y ves que es la misma sonrisa de hace cuarenta años, de cuando me dijiste: adiós, mañana nos vemos.

Cómo van las cosas, y lo que las guía: una nimiedad. En las tardes de agosto, con la puesta del sol, los pinos marítimos que hay en nuestra tierra se inflaman, de ese verde intenso que tienen de día se vuelven primero rubios, y después rosados, y después color ladrillo, quizá sea por eso por lo que Luxurius se ha convertido en Rossore, Rojez, a veces las falsas etimologías llevan a conclusiones acertadas. Pensé: rojez, rubor. Y pensé en la vergüenza. Bajé de la bicicleta, y sentía el rostro en llamas, como el color sobre el bosque de pinos. Justo a pocos pasos, tras la vereda enmarcada por un muro redondeado, estaba la casa de los Ascoli. Sólo había quedado Luciana, con su primo, el más pequeño, y sus tíos no habían regresado. Y ya habían pasado tres años desde que había acabado la pesadilla, todos nosotros sabíamos lo que había sido de ellos, ¿por qué seguir esperando?, y ¿por qué yo no había ido nunca a decirles nada: un buenas tardes, una sílaba? Ya sé lo que me habrías contestado: ya, y, entonces, tus tíos, ¿por qué sigues esperando a tus tíos?, no hablas nunca de ellos, como si hubieran salido de casa a dar un paseo y estuvieran a punto de volver. Porque sí, te habría contestado, porque sí, porque todo era tan absurdo, tan intolerablemente absurdo que yo también fingía, como todos los demás, que nuestros parientes regresarían al día siguiente, bien que nos habíamos reído de las leyes de aquel miserable enanejo disfrazado de emperador y la de chistes que nos habíamos inventado a su costa, mientras pensábamos: total, no nos puede pasar nada, no son más que monstruillos vulgares sacando pecho, nosotros tenemos cultura, tradición, y también algún dinero. Y por el contrario, en un instante, habían desaparecido todos. Pensé: entro, no entro, entro, no entro, como si deshojara una margarita. No entré. Entretanto, me fumé una decena de Giubek, aplasté las colillas bajo la suela de los zapatos, monté de nuevo en la bicicleta y volví a mi casa, donde no había nadie esperándome y donde ya no esperaba a nadie.

Amor mío, perdóname si aún te llamo así como te llamaba entonces, después de todos estos años, pero no sé de verdad cómo llamarte. ¿Cómo se dirige uno a la mujer amada a la que se dijo adiós, hasta mañana, y a la que se abandonó sin dejarle ni tan siquiera una nota de explicación? Porque mi amor lo has seguido siendo tú durante toda mi vida, y también mi mujer, porque las raras mujeres que he tenido han sido encuentros furtivos para la satisfacción de la carne, y en cambio, todas las noches, cuando intentaba quedarme dormido, abrazando el aire junto a mí en mi cama solitaria, te decía amor mío, y el hecho de pensar en tenerte entre mis brazos siempre me ha parecido un raro privilegio. Recuerdo la primera noche de fuga, en Nápoles, en la pensioncilla que fue mi primer asilo, en la oscuridad canturreaba en voz muy baja Voce ‘e notte, como si al cantar en la oscuridad esa canción mi voz pudiera llegar hasta ti augurándote que encontraras un marido honesto, un hombre que te quisiera y que pudiera abrazarte por la noche y que en su abrazo tú pudieras olvidar todo el daño que yo te había hecho, y que fuera una buena persona, y carente de culpa, y un inocente, y no fuera víctima de nadie, porque entretanto, sintiéndome víctima, yo había dejado de ser inocente, y contigo me había vuelto el último de los culpables, y el más vil.

Pero ayer volví a verte en el periódico del verdulero, y todo lo que durante este tiempo he estado enterrando, día tras día, año tras año, con la paciencia de las eras geológicas, como por ensalmo mi paciente tarea se ha desvanecido en la nada, o, mejor dicho, fue como si bajo mis pies se hubiera abierto una vorágine hecha de tiempo y yo me hubiera precipitado en su interior y me hubiera reunido contigo, porque no puede uno oponerse a la fotografía de un periódico arrugado manchado de lechuga, he quitado la capa de tierra que cubría tus ojos y allí, donde tú estás, he vuelto yo también. Es hermosa, esa fotografía, porque es correcta, en el sentido de que respeta todos los años que han pasado y acoge las generaciones que esos años personifican y representan. Te retrata de perfil, con una hoja en la mano que aparentemente estás leyendo, porque te conozco, tú siempre has sabido qué decir, con tu mente clara no te hace falta leer. Junto a ti está tu nieto, según lo que dice el pie de foto se llama Sebastiano y toca el órgano, lo que es muy apropiado para su nombre. Es un muchacho guapo, con los pómulos prominentes y el pelo rizado, y cuánto se parece a ti, y me gustaría mucho abrazarlo, porque me recuerda a ti cuando eras niña, y cómo quisiera que fuera también mi nieto, el nuestro, el hijo del hijo que contigo no engendré. En el artículo, escrito con elegancia, se dice que interpretó al órgano el concierto que Carl Philipp Emanuel Bach compuso en 1762 y se llama Solo para arpa, y que el público se conmovió. Qué extrañas son las cosas: quizá por eso también haya encontrado fuerzas para escribirte: porque tu nieto interpretó al órgano ese solo de arpa que con mi arpa toqué sólo para ti, sobre el césped de una casa de campo, una noche de 1948, cuando estaba a punto de surgir la luna nueva de agosto. Y, con tu sonrisa, el concierto de aquella noche, mientras la luna surgía por detrás del cerezo, resuena en el aire, se dirige hacia las colinas bajas, rebota en ellas, regresa, nos roza de refilón, se diluye entre los sonidos de la naturaleza junto a la brisa que toca las hojas. Mira, murmuras en voz muy baja, se está acercando una tormenta, la siento llegar de la llanura, interrumpe los acordes de tu instrumento, mi pequeño David, respeta la potencia de los elementos. Y yo dejo mi instrumento, en el cual hemos gozado de las mismas notas, y nos ponemos a mirar el fuego que se está desencadenando en el horizonte, esperando que él también se aplaque como la sangre que, después de haber circulado demasiado deprisa, ha explotado dentro de nuestro cuerpo y tiene necesidad de una pausa. Y en este silencio que la foto del periódico me remite observo la platea que se entrevé ante ti. Tus hijos y tu marido están sentados en primera fila, tienen al aspecto feliz de quien le ha tocado en suerte una buena madre y una buena esposa, y de la sonrisa que aletea en los rostros del público se comprende que has sido también una buena madrina para nuestra comunidad, y por eso te rinden un homenaje, por lo que has sabido hacer. Y así, en una fotografía de un periódico del verdulero, he comprendido tu vida y he pensado en hacerte comprender la mía. Pero ¿cómo relatártela? ¿Cómo puede contarse una vida que de la muerte asumió los rasgos, ocultándose de la vida? No es posible, me he dicho, quizá pueda contarse sólo el dónde, pero nunca el cómo ni el porqué. Por lo demás, mi cómo es el que siempre conociste, un cómo hecho de sonidos, que son las notas que siempre he extraído de mi instrumento. Y esos sonidos me eran concedidos sólo algunas noches, no todas las noches, porque no fueron fáciles los primeros tiempos, y por lo demás nada lo ha sido nunca. Aquel año en que me marché, tu País, que hubiera querido considerar mío también, creía renacer a una nueva vida. ¡Y qué efervescencia había en el aire! ¡Y qué entusiasmo! Iban a votar, después de tantos años, fíjate, y eso les hacía sentirse entusiasmados y vigorosos, no pensaban que habían sobrevivido, sino que habían renacido, lo que es siempre una hermosa ilusión. Yo, mientras tanto, había llegado a Nápoles y había alquilado un cuarto en una pensioncilla de un callejón. Fue mi primer dónde, pero te lo ahorro. Quiero decirte, sin embargo, que Nápoles es la ciudad más hermosa del mundo. No tanto por la ciudad en sí, que quizá sea hermosa como otras muchas, sino por las personas, que son realmente las más hermosas del mundo. En mi calle había fruteras, pescaderas y «guapos». Pero lo eran solamente durante el día, porque cuando caía la tarde y se apagaba la ebullición del barrio, del pequeño comercio o de la pequeña delincuencia, todos dejaban de ser fruteros, pescaderos o guapos y pensaban solamente en la nostalgia, como si en una vida anterior hubieran sido personas distintas, o como si en una hipotética vida futura pudieran convertirse en personas distintas de lo que puede ser un frutero, un pescadero o un guapo, sacaban las sillas de los bajos y, mirando los callejones y su sucia simetría como si fuera un horizonte, alguien empezaba a canturrear un estribillo, pero en voz baja, en la garganta, por ejemplo Voce ‘e notte, y a ese alguien empezaban a unírsele otras voces, y era una especie de oración cantada en coro hasta que una voz sobresalía por encima de las otras y oías por ejemplo luntane ‘e te quanta melancunia, [13]pero aquella melancolía en realidad no era del todo suya, era también la que habían experimentado sus padres o sus abuelos emigrados a las Américas, y ellos la sentían en lugar de algún otro, como si fuera un herencia que no puede rechazarse y cuyo peso y congoja se siente aún más. Yo los acompañaba con el arpa, que después por la noche depositaba en la tienda del frutero, que era quien cantaba con la voz más hermosa, él era regordete y feo, hasta tenía un ojo bizco, y quizá por ello la naturaleza lo había compensado con la voz. Después, el sábado me ponía el frac y acudía a ocupar mi sitio en la orquesta del gran teatro de aquella ciudad, y delante de mí, mientras el maestro movía la batuta, veía a un público elegante, con los señores de esmoquin y las señoras con traje de noche, que escuchaba aquella magia que sólo la música puede dar y que hace olvidar las fealdades del mundo. En aquel bellísimo teatro repleto de estucos y dorados, para cuya orquesta yo era el arpista Barucco (había elegido ese nombre, estoy seguro de que te gusta), nunca interpreté un solo. Sin embargo, hice lo mío, por ejemplo el concertino para arpa con cuarteto de arpa y clarines de Castelnuovo-Tedesco, que interpretamos cuando el teatro abrió de nuevo sus puertas tras la restauración que necesitaba. Y además el quinteto para arpa, flauta, clarinete, saxofón y guitarra de Villa-Lobos, que fue por lo demás lo que en cierto modo consiguió coagularnos como orquesta. Quiero decir como orquesta en formación, porque cada semana llegaba un intérprete distinto, el hambre entonces seguía presente, éramos muchos los que teníamos los zapatos rotos, y sin embargo se tocaba. No tomé la decisión de marcharme hasta cuatro años más tarde. Y no porque no amara aquella ciudad, que como te he dicho he amado con todo mi corazón, sino porque se me ocurrió hacer…, no sé bien cómo decirlo…, eso es, hacer un censo. Censo, ¿de qué?, me preguntarás. Pues eso, no exactamente un censo, sino una especie de comprobación, una comprobación absurda como quien busca huellas en la nieve después de que haya habido una ventisca. Un flautista me había dicho que la orquesta de Salónica buscaba un flauta y un arpa, que son instrumentos poco habituales. Él tenía mujer e hijos en Nápoles y se quedó. Yo me fui.

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