Antonio Tabucchi - Se está haciendo cada vez más tarde

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Con esta novela epistolar -«una pequeña comedia humana de bolsillo» la define irónicamente su autor- Tabucchi renueva una ilustre tradición narrativa, si bien rompiendo sus códigos y pervirtiendo el género. Poco a poco nos damos cuenta de que algo «no funciona» en todas estas misivas: el paisaje parece desplazarse ante nuestros ojos, los tiempos se vuelven del revés, como si las cartas llegaran anticipadamente o con retraso respecto al propio mensaje que transmiten, como si los destinos de los hombres, según exige el Mito, siguieran sin encontrarse y las personas se extraviaran en el laberinto de sus breves existencias. Como si la vida fuera una película perfecta, pero cuyo montaje resultara totalmente equivocado.
El conjunto resulta un extraordinario recorrido por las pasiones humanas, donde el amor parece el ilusorio punto central, cuando en realidad no es más que el punto de fuga que nos conduce hacia las zonas más oscuras del alma. Ternura, sensualidad, nostalgia, diecisiete cartas de personajes masculinos a otras tantas figuras femeninas, en las que se tejen los hilos de una insólita trama narrativa hecha de círculos concéntricos que parecen ensancharse en la nada, pobres voces monologantes, ávidas de una respuesta que nunca llegará. A todas ellas responde, por último, una voz femenina distante e implacable, y al mismo tiempo rebosante de pena.

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«Explíquese mejor, se lo ruego.»

«Es necesario estudiar la frecuencia y la intensidad del mensaje, y yo de frecuencias e intensidades entendía, formaba parte de mi profesión como estudiosa de las estrellas en el observatorio astronómico de París, pero no fue en realidad eso lo que me guió, fue porque era su madre y porque a un hijo se le quiere más que a uno mismo.»

[Omissis…]

«Nuestro código funcionaba a la perfección, habíamos estudiado un idioma que los humanos no conocen, él sabía cómo decirme mamá te quiero mucho, yo sabía cómo responderle eres mi vida entera, y otras muchas cosas, las cotidianas, ciertas necesidades suyas, pero eran también las más complejas, si yo estaba triste, si yo estaba alegre, si él estaba triste, si él estaba alegre, porque incluso las personas que han tenido una naturaleza madrastra saben como nosotros e incluso mejor que nosotros lo que es la felicidad y la infelicidad, la melancolía y la alegría, todo lo que experimentamos nosotros, los que nos consideramos normales.»

[Omissis…]

«Pero la vida no es sólo madrastra, es también malvada, ¿usted qué habría hecho?»

«No lo sé. De verdad que no lo sé. ¿Qué hizo usted?»

«Cuando falleció, vagaba durante el día por París, mirando escaparates, a los seres vestidos que caminaban, que estaban sentados en los bancos de los parques o en las mesitas de los cafés, y pensaba en la clase de organización que habíamos dado a la vida en el planeta Tierra, las noches me las pasaba en el observatorio, pero aquellos telescopios se habían vuelto insuficientes. Quería observar los grandes espacios interestelares, yo era como un minúsculo puntito que quería estudiar los confines del universo, era lo único que me interesaba, como si pudiera darme un poco de paz. ¿Usted qué habría hecho en mi lugar?»

[Omissis…]

«En Chile, sobre los Andes, está el observatorio más alto del mundo, que es también uno de los mejor equipados, les hacía falta un astrofísico, mandé mi currículum, me llamaron y me marché…»

«Continúe, por favor.»

«Hice que me pusieran en el radiotelescopio, para estudiar las nebulosas extragalácticas, ¿sabe usted lo que es la nebulosa de Andrómeda?»

«Naturalmente, no.»

«Es un sistema en espiral semejante a la Vía Láctea, sin embargo está inclinada de manera tal que los brazos de la primera espiral no son perfectamente visibles. Hasta los primeros años del siglo no se estaba seguro de que se hallase fuera de la Vía Láctea, no fue hasta 1923 cuando un científico que estudiaba la Constelación del Triángulo resolvió el problema: son los confines de nuestro sistema, los confines del universo.»

[Omissis…]

«En el radiotelescopio se intentan captar emisiones radiogalácticas con señales moduladas provenientes de eventuales criaturas inteligentes, y por nuestra parte se envían mensajes modulados…»

[Omissis…]

«Ah, no puede usted imaginarse lo que significa estar sobre una de las montañas más altas del mundo, mientras fuera no hay más que nieve y tempestad, y mandar mensajes hacia la nebulosa de Andrómeda…, y una noche, una noche de borrasca, con el hielo que se incrustaba en los ventanales de la cúpula del observatorio, se me ocurrió una idea, era una idea absurda y no sé por qué se la cuento…»

«Se lo ruego, se lo ruego de verdad.»

«Ya se lo he dicho, no era más que un locura.»

«Se lo ruego.»

«Bueno, yo enviaba mensajes modulados y aquella noche busqué una modulación que tenía en la memoria y después escogí un código, un código que sólo yo conocía, lo traduje a la modulación matemática y lo envié… es una locura, ya se lo he dicho.»

«Se lo ruego.»

«No sé si usted se hace una idea, pero para mandar un mensaje a la nebulosa de Andrómeda, contando los años luz, hacen falta cien años de nuestro calendario, y otro siglo para obtener una eventual respuesta. Es absurdo, pensará usted que estoy loca.»

«No, no lo pienso, creo que todo puede suceder en el universo, por favor, continúe.»

«Los cristales de hielo se condensaban en el ventanal, era de noche, yo estaba delante del telescopio como quien ha cometido una absurda estupidez, y en aquel momento llegó la respuesta de Andrómeda, era un mensaje modulado, lo pasé por el descifrador y lo reconocí inmediatamente, la misma frecuencia, la misma intensidad: en términos matemáticos era un mensaje que había oído durante quince años de mi vida, el de mi Denis. ¿Le parece que estoy loca?»

«No, no lo creo, acaso el universo lo esté.»

«¿Usted qué habría hecho?»

«No lo sé, francamente, no sabría qué decirle.»

«Descubrí en un texto sagrado hindú que los puntos cardinales pueden ser infinitos o inexistentes como en un círculo, idea que me turbó, porque usted no puede arrebatar a un astrónomo los puntos cardinales. Por eso estoy aquí, porque no se puede creer en llegar a los confines del universo, porque el universo no tiene confines.»

Sabes, amor mío, no te habría escrito todo esto si no fuera tan tarde, es decir, si yo no estuviera en el revés del verano, en los días de sol de un diciembre. Pero las páginas de aquella novela que no escribí han despertado en mí aquel viaje que no hicimos, quizá porque hablan de estrellas, y tiene tantas estrellas el cielo que supone un mínimo daño que caiga una u otra, y nosotros intentamos comprender su topografía, aquel veinticuatro de septiembre de hace tantos años, porque una noche entera del viaje que no hicimos a Samarcanda nos la pasamos en el observatorio de Ulug Beg. Vaya estupidez estudiar las estrellas, ¿verdad? Al suelo es donde hay que mirar, al suelo, porque la vida nos obliga siempre a inclinar la cabeza.

En estos últimos tiempos me he puesto a estudiar un poco de uzbeko. Así, en broma, como se estudian algunos idiomas en los manuales del perfecto viajero, y además he leído que estudiar idiomas a una cierta edad previene el mal de Alzheimer. ¿Te acuerdas de lo divertido que nos parecía ese idioma cuando lo oíamos hablar? Por ejemplo, «Hasta pronto», que en realidad quiere decir adiós, es una palabra divertida porque hasta parece española, se dice al vido. Pero quizá la fórmula más divertida sea men olamdan ko’z yaemapman. Que con todo es una expresión literaria. La más sencilla, es decir, familiar, es men ko’z o’ljapman. ¿Sabes lo que quiere decir?

Es un verbo. Quiere decir «Ich sterbe», mi querido amor.

La máscara está cansada

Mi dulce Ofelia:

Llega siempre el momento en el que comprendes que la ilusión sucesiva de los días, o su música, ha llegado a su fin. Si era ilusión, es como cuando, en el instante del alba, los contornos de lo real, antes difusos, se ven invadidos por la luz creciente y se vuelven nítidos, cortantes como hojas, y sin remisión. Si era música, es como si las notas de una orquesta, después del movimiento allegro, scherzoso, adagio y allegro maestoso, se volvieran solemnes y se apagaran lentamente: las luces se amortiguan y el concierto ha terminado.

Hoy he salido de nuestro pequeño teatro y he visto que en el cielo de Londres, inesperadamente, se había encendido una insólita luz anaranjada que no pertenece a nuestras puestas de sol, aunque se adecúe a este cansado septiembre en que se prepara el equinoccio de otoño. Pero es una luz cuyo color se va transformando, del naranja se difumina en violeta y en añil, como en algunas ciudades del sur, ciudades de agua y de mármoles, que Turner fue a buscar a Venecia. Aquí hay piedra gris y no hay más agua que este lento Támesis que discurre, y he echado a andar siguiendo sus orillas. No he llegado muy lejos, me he detenido en los pretiles de los alrededores de la estación de Embankment, y mientras tanto pensaba, dejando fluir mis pensamientos en libertad, y mientras tanto también el Támesis, como mis pensamientos, discurría en mi dirección, y parecía contarme una vieja historia, tan vieja como la nuestra, esa que nos vemos obligados a recitar desde hace años. ¿Desde hace cuántos?, me he preguntado. Oh, demasiados, si lo pienso, realmente demasiados, veinte a principios de año y ya casi veintiuno, mi dulce príncipe, me contestarías con melancolía desde tu camerino. Mi dulce Ofelia, hace más de veinte años que flotas mecida por la corriente, desde hace veinte años veo cómo te ahogas, y sé que soy la causa de tu muerte.

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