Antonio Tabucchi - Se está haciendo cada vez más tarde

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Con esta novela epistolar -«una pequeña comedia humana de bolsillo» la define irónicamente su autor- Tabucchi renueva una ilustre tradición narrativa, si bien rompiendo sus códigos y pervirtiendo el género. Poco a poco nos damos cuenta de que algo «no funciona» en todas estas misivas: el paisaje parece desplazarse ante nuestros ojos, los tiempos se vuelven del revés, como si las cartas llegaran anticipadamente o con retraso respecto al propio mensaje que transmiten, como si los destinos de los hombres, según exige el Mito, siguieran sin encontrarse y las personas se extraviaran en el laberinto de sus breves existencias. Como si la vida fuera una película perfecta, pero cuyo montaje resultara totalmente equivocado.
El conjunto resulta un extraordinario recorrido por las pasiones humanas, donde el amor parece el ilusorio punto central, cuando en realidad no es más que el punto de fuga que nos conduce hacia las zonas más oscuras del alma. Ternura, sensualidad, nostalgia, diecisiete cartas de personajes masculinos a otras tantas figuras femeninas, en las que se tejen los hilos de una insólita trama narrativa hecha de círculos concéntricos que parecen ensancharse en la nada, pobres voces monologantes, ávidas de una respuesta que nunca llegará. A todas ellas responde, por último, una voz femenina distante e implacable, y al mismo tiempo rebosante de pena.

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Ese libro lo sabía todo, de verdad, incluso que la mía sería una caída libre hacia la nada de la nada. Pero no sabía que no iba a haber un viaje de ida, que iba a ser un viaje de regreso. O mar, mar azul, canta la vendedora de naranjas, piquinino mar, y así bajé a la calle, amor mío, ya completamente de día con un sol de invierno que reconstruía un verano lejano, y yo debía rememorar a quien ayer gustaste como si aún tuvieras que gustarle, y me pregunté el porqué de este viaje mío que ese libro misterioso escondido en un cajón de mi cuarto describía solamente en un sentido. Y por qué, por lo tanto, debías gustar al fantasma de Don Juan, o a James Stewart, como se quiera decir, y por qué dejaste que te gustara aquel estúpido viejo con olor a colonia, y por qué debías gustar al fuego fatuo de aquel perverso de Leporello, y por qué dejaste que aquel perverso te gustara, y compré naranjas y me las comí yendo hacia el mar, o mar, o mar azul, mar piquinino, recorrí las callejuelas de la Ribeira, escogiendo la casualidad de las calles, porque las calles son un lugar ideal para la casualidad que ofrece la vida, mirando las barcas que discurrían por la lenta corriente del río.

Por fin llegué a la desembocadura, hasta encontrarme en la playa. Me puse a mear contra el mar, aprovechando el viento que soplaba a mis espaldas. Pasó un señor vestido de académico, con un sombrero de tres picos, por un momento me pareció Marinetti, me lanzó una mirada que me pareció de desaprobación, y le dije: no se escandalice, señor académico, estoy añadiendo al océano una gota de agua, mee usted también contra el mar, verá lo bien que le sienta, y tenga cuidado de no mearse en los zapatos, porque a los académicos les pueden pasar esas cosas. Mar grande, el mar es en verdad inmenso, amor mío, mar azul, pero aún no había luna cheia, había una franja violeta en el horizonte que tendía al anaranjado, quizá se estuviera preparando una borrasca, comprendí de verdad que estaba recorriendo al revés la trayectoria que el libro misterioso había trazado para mí, había algunas velas en el mar, y eso lo hacía realmente pequeñito, volví hacia la ciudad, caminando lentamente. Atravesé de regreso aquella callecita de periferia, buscaba la rua Ferreira Borges, pero nadie parecía conocerla, en determinado momento tuve la impresión de que mi tío Federico Mayol cruzaba una plaza bajo una lluvia fina que había empezado a caer. Busqué una oficina de correos y mandé el telegrama que era necesario mandar a tu Comendador y a tu Leporello: mi más sincero pésame, les escribí, estoy seguro de que la echaréis mucho de menos. Y en ese momento comprendí que por fin podía volver a casa, podía incluso dejar mi equipaje en la pensión, no había nada dentro, aparte de cuatro camisas y dos libros leídos y releídos: uno son los fantasmas que un escritor mexicano se encontró en una noche de sueño, los fantasmas del señor Páramo, el otro es el Evangelio de ese optimista de Juan, a quien tanto amé y que tanto creyó en la palabra, porque en principio era el verbo y ello era la vida y la vida era la luz de los hombres. Y me encaminé a pie hacia casa, hacia mi casa. Cataluña no está lejos, en el fondo, se puede recorrer el camino a pie. Pero tú, amor mío, ¿estarás de nuevo? ¿Habrás hecho, como yo, tu viaje de regreso y todo estará de nuevo a punto de empezar, recomenzando desde el principio?

Vigilia dela Ascensión

Mi dulce muchacha doliente:

Doliente te he dejado yo al abandonarte. Pero no fue culpa mía, ya lo sabes, aunque no tenga sentido hablar de culpas, y además tú jamás has podido soportar la palabra «culpa». Es verdad, es una palabra insoportable. Digamos que fue a causa de las gallinas livornesas, seguimos llamándolas así en nuestro viejo código, porque un trasplante no es una broma, lo sabemos, con todo lo demás que giraba alrededor de aquel bonito asunto. Pero no hablemos más de ello, ¿de acuerdo?

Escucha, también ayer por la noche, que es la noche más hermosa que he pasado en estos años, la más dulce, la más clara, la más larga, mientras te tenía de nuevo entre mis brazos, pensé: no debo pensar más en ello, no debemos pensar más en ello, así es como ha ido todo, son cosas que pasan.

Y entretanto oía sonar las campanas de aquella aldea inmersa entre los olivos que se entrevé desde la ventana del hotel adonde fuimos a parar después de haber estado dando vueltas por los campos toda la tarde. Primero la posada de Pepito Grillo. Nos dijimos, ni soñando, pepitos grillos ya hemos tenido bastantes en nuestra vida. ¿Te acuerdas de Rino, por ejemplo? ¿Sabes que me vino a la cabeza Rino ayer por la noche? Figúrate, Rino, un Clelio el Filipino surgido de las profundidades del tiempo. [21]Pero ¿en qué año era, te acuerdas? ¿En el sesenta y siete, en el sesenta y ocho? Por ahí, más o menos: Rino, el escupefrases, aquel que decía que si el mundo es paradójico, nada hay más paradójico que la vida que se casa con la muerte. Si no recuerdo mal, a ti no te disgustaba, te parecía un hombre interesante, escribía ensayos complicadísimos en una revista parauniversitaria que no leía nadie. «La visión hace el éxtasis más sereno», le gustaba decir citando fuera de lugar a Edgar Allan Poe. Yo creo que se pinchaba, en aquellos tiempos se pinchaban todos, y quien no se pinchaba, pinchaba a otros con la pistola, pinchar a uno para educar a cien, si así puede decirse. Después se descubrió que la revista no era parauniversitaria ni nada parecido, servía sólo de tapadera para un grupúsculo de agitadores cuya financiación parece ser que provenía de Imelda Marcos, figúrate, esa que coleccionaba zapatos para ella y nudos corredizos para sus conciudadanos. Vaya, que con aquel escupefrases de Rino sí que tuviste un pequeño flirt, aunque no fuera más que intelectual, dado que cuando lo encarcelaron preventivamente, como es costumbre entre nosotros, intercambiasteis una nutrida correspondencia aderezada con Nietzsche y Shakespeare, un asunto serio. Pero quién sabe por qué estoy hablándote de esto, es porque ayer por la noche, de verdad, pensé en la cantidad de Pepitos Grillos que hemos tenido que aguantar hasta nuestra edad. Pero ahora, por fin, ya basta.

Grillos sí que oí, ayer por la noche, pero con un sonido bien distinto. Son los grillos que anuncian el verano que está a punto de llegar y que pienso pasar contigo. Los grillos de nuestras fiestas del grillo de cuando éramos pequeños, [22] esos que durante la noche morían sobre una hoja de lechuga en una jaula en la cocina, aunque estos de aquí fueran en cambio grillos libres, contentos, lo sentías por cómo cantaban, parecía como si dijeran «mañana es primero de junio, fiesta de la Ascensión». Pero ¿qué fiesta es en realidad esa de la Ascensión, adónde se asciende y quién asciende? En mi casa no había fiestas católicas, como sabes, pero quizá en tu casa sí, porque me acuerdo de la fotografía de tu boda en la que llevas un vestido blanco, te cubre la cabeza un velo y estás arrodillada delante de un cura. Sin embargo, aunque nosotros fuéramos de otro credo, para nosotros los niños era hermosa la fiesta de la Ascensión, porque en el pueblo se hacían unas golosinas de pasta frita cubiertas de azúcar en polvo, y una vecina nos las traía a casa para mí y para mi hermano, a Ferruccio y a mí nos gustaban muchísimo, y nuestra madre las escondía, diciéndonos el secreto sólo a nosotros, porque en caso contrario nuestro padre las tiraría protestando porque la vecina quería convertirnos.

He perdido el hilo, como de costumbre. Será porque me es difícil seguir, pero ya sé que estoy divagando, y, dado que te hablaba de Rino, quiero decirte (aunque quizá ya lo sepas) que se ha convertido en un pez gordo de una gran editorial, cuyo propietario es uno de esos a los que en nuestros tiempos se les llamaba «amos». Rino ha hecho realmente de todo, sirve lo mismo para un fregado que para un barrido. Ahora por fin tiene la Voz de su Amo, y quizá haya alcanzado la paz de los sentidos. Pero fíjate en la memoria que tienen ciertas personas: el mes pasado me escribió una carta, una carta elegante, de esas en papel con membrete. ¿Y sabes de qué se acordaba, pero de manera milimétrica, como si se lo hubiera grabado en el cerebro?, se acordaba de los textos que os leí aquella noche después de la conferencia del viejo filósofo anarquizante, cuando acabamos todos en su casa, en la de Rino, y yo llevaba mis apuntes bajo el brazo y os los leí, ¿te acuerdas?, eran apuntes sobre los artistas que a lo largo de sus vidas habían tomado drogas, el esbozo de un libro que había titulado La imaginación artificial, ¿te acuerdas? Bien, pues lo auténticamente extraordinario es que Rino en su carta especificaba minuciosamente los que no quería. «No me interesan Coleridge y De Quincey», decía, «total, todo el mundo sabe que eran opiómanos, ni Gautier, ni Baudelaire, ni Rimbaud, ni Artaud, ni Michaux. Quisiera sobre todo las páginas sobre Savonarola, que escribió In te Domine speravi bajo los efecto del láudano, porque tú explicabas muy bien cómo Savonarola se preparaba el láudano, mezclándolo con ruda y mirra y miel, y los efectos místicos que le provocaba. Después me interesa Barbey d’Aurevilly, porque tú escribiste que con el éter mezclaba agua de colonia. Y además quiero las páginas sobre Nietzsche, que sin la morfina nunca habría escrito el Zaratustra, y Stevenson, quien sin la morfina nunca habría conocido a Mr. Hyde; y además Yeats, ese misticón folklórico de Yeats que junto a ese otro fanfarrón de Ernst Down fue de los primeros del mundo en probar la mescalina, y, sin ella, adiós a la Rosa mística. Y además quiero a Ball, ese loco del cabaret Voltaire sin el cual el Dadá se habría ido a paseo, él y su heroína, inventada precisamente por aquellos años; y la cocaína de Trakl, la morfina de Adamov, el lisérgico de Jünger, y sobre todo, Drieu, ese pobre fascistón de Drieu La Rochelle, él y sus jeringuillas, su maleta vacía y su suicidio.»

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