Antonio Tabucchi - Se está haciendo cada vez más tarde

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Con esta novela epistolar -«una pequeña comedia humana de bolsillo» la define irónicamente su autor- Tabucchi renueva una ilustre tradición narrativa, si bien rompiendo sus códigos y pervirtiendo el género. Poco a poco nos damos cuenta de que algo «no funciona» en todas estas misivas: el paisaje parece desplazarse ante nuestros ojos, los tiempos se vuelven del revés, como si las cartas llegaran anticipadamente o con retraso respecto al propio mensaje que transmiten, como si los destinos de los hombres, según exige el Mito, siguieran sin encontrarse y las personas se extraviaran en el laberinto de sus breves existencias. Como si la vida fuera una película perfecta, pero cuyo montaje resultara totalmente equivocado.
El conjunto resulta un extraordinario recorrido por las pasiones humanas, donde el amor parece el ilusorio punto central, cuando en realidad no es más que el punto de fuga que nos conduce hacia las zonas más oscuras del alma. Ternura, sensualidad, nostalgia, diecisiete cartas de personajes masculinos a otras tantas figuras femeninas, en las que se tejen los hilos de una insólita trama narrativa hecha de círculos concéntricos que parecen ensancharse en la nada, pobres voces monologantes, ávidas de una respuesta que nunca llegará. A todas ellas responde, por último, una voz femenina distante e implacable, y al mismo tiempo rebosante de pena.

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Te volví a ver como joven madre, con un churumbel de la mano y ya embarazada por segunda vez. Eras especialmente excitante, ¿sabes? Aquel invierno no podías esquiar, obviamente, dabas algunos paseos hasta el pueblo y el resto del tiempo lo pasabas al lado de la chimenea, jugando con tu niño, que estaba aprendiendo a mantenerse en pie. Recuerdo que lo sostenías con una especie de correa que llevaba atada al pecho y que le animabas a no tener miedo, le llamabas «chiquitín» con voz dulce. Aquella semana soñé más de una vez con poseerte, te tomaba por la espalda y con los brazos te abrazaba el vientre grávido.

Y mientras tanto los inviernos pasaban, tus niños se iban haciendo mayores, nuestras familias (quiero decir tus padres y yo) adquiríamos una amistad cada vez más confidencial, yo envejecía y mi mujer también, pero por mi parte con la misma agilidad en los descensos. Tengo la impresión de que el año que llegué con mi nueva mujer, que todavía mujer no era, sino solo «novia», como se decía entonces en los ambientes elegantes, tú me miraste con renovado interés. Tal vez el nuevo amor me hubiera rejuvenecido, quién sabe, me había cortado el pelo casi a cepillo, dejándome un mechón sobre la frente, había publicado una nueva novela que había obtenido un premio y críticas elogiosas en algunos periódicos de izquierdas. Por la noche, a la hora de la cena, se hablaba de ello. Recuerdo bien tus observaciones: entonces no eras aún la literata en la que te habrías de convertir, revoloteabas tú también en eso del periodismo, en un semanario de cultura relatabas viajes no realizados y reseñabas libros no leídos. De Francesca yo estaba enamoradísimo, ç a va sans dire, y lo veíais todos. Tú tampoco podías dejar de notarlo. Y, sin embargo, hubo un episodio que sucedió no obstante eso y más allá de eso, un hecho fugaz, que ocurrió porque debía ocurrir, de modo natural, al igual que sale la luna o que nieva. El hotel estaba desierto, ¿te acuerdas?, todos se habían ido a la exposición de aquel bobalicón milanés que con la mano izquierda era pintor y con la mano derecha jugaba en la bolsa. Yo acababa de volver de un descenso demasiado fatigoso, me había derrumbado sobre la cama y me había despertado casi a la hora de cenar, cuando todos se habían marchado ya. Tú, en cambio, no, te habías quedado a causa de los niños. Bajé de la habitación y te encontré delante del ventanal con vistas al valle, me dabas la espalda, estabas como absorta observando las luces lejanas del pueblo. Fue más fuerte que yo, me acerqué de puntillas, te rocé los cabellos, los cabellos color miel, y te dije: mujer soñadora. Y entonces tú te diste la vuelta y me besaste en la boca. Y después con el índice en los labios que me habían besado susurraste: chissst. No digas ni una palabra, John, te lo ruego, no es el momento, no digas nada. Y yo no dije nada.

Cuando Él llegó a tu vida, comprendí de inmediato que había llegado el hombre que siempre habías estado esperando, un hombre de quien te habías enamorado como nunca te había ocurrido, ni de tu marido, eso es seguro, ni de esos tres o cuatro amantes ocasionales que se habían cruzado por casualidad en tu existencia. Te preguntarás cómo lo comprendí. Podría contestarte que conozco a las mujeres y eso lo sabes, y que soy capaz de comprender cierta luz que hay en sus ojos cuando están enamoradas, y que sé captar una mirada ensoñadora, y una sonrisa fuera de lugar, no dirigida a nadie, sino a la persona que se tiene en la cabeza; y algunas otras cosas, que en realidad son detalles, y los detalles siempre resultan fundamentales. Y además conozco bien el Milán de aquellos años y los ambientes que frecuentabas: los salones intelectuales, las feministas, aquellos otros que soñaban con la Revolución, las consignas coreadas por las calles, y después las noches en casa, escuchando confortablemente buena música. Él no, no pertenecía a esa tipología. Y, sobre todo, no escribía. Parece ser que decía que escribir era algo que vulgarizaba el pensamiento, y que con las personas siempre era mejor hablar, y que los libros, si acaso, debían ser escritos sólo mentalmente.

Y yo comprendí que lo amabas sin remisión una noche cenando en el hotel, mientras tomábamos un plato de caza acompañada por una salsa de frambuesa según la costumbre de la cocina local, y tú dijiste: conozco un cuento que se llama Las codornices a la Clémentine, me lo ha contado un amigo mío, es el cuento de un cuento, mejor dicho el cuento de un hipotético espectáculo teatral, y empieza así: es un teatro de París, en la rue Saint-Lazare, y en el escenario de ese teatro hay un salón azul decorado a la manera oriental con ventanas y finas cortinas de muselina blanca, y apartando las cortinas de las cuatro ventanas se podrán ver cuatro espectáculos distintos, que en realidad distintos sólo lo son hasta cierto punto, porque cualquier espectáculo habla de la misma vida, que es la vida de un hombre y de una mujer.

Y claramente no podía estar en Milán, un tipo así del que nadie sabía quién era y que pensaba cuentos sin publicarlos cuando todos estábamos ansiosos por publicarlos y hablaba de codornices a la Clémentine y de cuatro ventanas desde las que podían observarse cuatro puntos distintos de la misma vida como puntos cardinales: uno al norte, que era el pasado, uno a occidente, que en aquel momento Clémentine había escogido como el suyo, uno hacia aquel oriente que nunca habría de conocer, y el último hacia el sur, que era su destino y que quizá fuera su muerte. Una muerte meridiana, fueron tus palabras. ¿Te acuerdas?, era un día de nieve intensa, quizá un primero de año, sí, claro, era un primero de año de hace muchos años, ¿de cuántos?, diecinueve, veinte, estaban empezando los llamados magníficos años ochenta, y aquella noche lo celebramos juntos, con la familia y todos, incluso tus chicos, que ya estaban creciditos, hombrecillos con una naranjada en la mano servida en una copa de champán para brindar: felicidades, felicidades, feliz mil novecientos ochenta y uno. Sí, era 1981, me acuerdo bien, Año Nuevo. Y tú, entre un brindis y otro, riendo y bromeando, dijiste: he conocido a un tipo que escribe cosas preciosas y le importa un pimiento publicarlas, a Milán no viene por principio y su pasión son las gallinas livornesas, cría cuatro porque ponen un huevo todos los días, ¿brindamos por él? Y brindamos por él. Un tontorrón del grupo, un tipejo que provenía de los contestatarios, y que llevaba jerséis de cuello vuelto, sentenció con condescendencia: pues claro, brindemos por ese pobre gilipollas, le esperan años difíciles. Y todos rieron, porque había realmente motivos para reír en aquel refugio caldeado por nuestros alientos y por el champán, brindando por un pobre gilipollas que criaba gallinas livornesas: nosotros, la «Izquierda», nosotros que estábamos «vigilantes», como se decía entonces, y que al cabo de quince días habríamos de ejercer nuestra vigilancia presentando en una conocida librería la última fatiga del intelectual del cuello vuelto: Revolución y/o seducción. Y yo pensé: ya está, se ha enamorado.

Tú lo sabes, mis ojos claros y mis cabellos de miel, tengo un sexto sentido. Siempre lo he tenido, y es lo que me ha guiado en la vida. Pensé: farewell, my lovely, tu destino son las gallinas livornesas, ya nunca te atraparé. Pero la vida nos reserva siempre grandes sorpresas: basta con tener paciencia para esperar a que nos las ofrezca. Y a mí la paciencia nunca me ha faltado, como ves. Los años pasaban, iban pasando más para mí que para ti. Pensaba en ti cada día, y los pocos días al año en los que podía verte en aquel hotel de montaña que ya se me había vuelto insoportable, eran casi un tormento. Y tú eras feliz, entretanto. Porque las personas pueden ser felices, en sus entretantos. Pero el tuyo ha durado demasiado, realmente demasiado, créeme. En mi entretanto, había publicado otros libros y recuerdo el día en que te los obsequié con aquella dedicatoria: «A ti, con la complicidad que nos une.» Una vez te confesé que a pesar de los libros que había escrito y con los que te he cortejado con dedicatorias cómplices o fútiles, yo no era un escritor. En el sentido de que ser un escritor es una cuestión ontológica, añadí, o se es o no se es, y no basta con haber escrito un par de libros para serlo. Y tú estuviste de acuerdo, oh, sí, naturalmente, tenía toda la razón, y hablabas con la prosopopeya de quien entiende profundamente de literatura. Bobilla. Lo mío era una trampa: yo soy de verdad un escritor, te lo demuestra esta carta que estás leyendo, y me imagino tu estupor. Siempre hay algo que descubrir con retraso, merecería la pena vivir la vida a fondo sólo por eso. Pero yo también he descubierto una cosa con retraso: que eres una persona ilógica, o que tienes una lógica propia, como entonces, cuando para concluir la conversación sobre la escritura, y como si ello tuviera algo que ver con el libro que te había dedicado con complicidad, declaraste: me gusta tu mechón sobre la frente. ¿Pero cuál era en realidad la complicidad que nos unía? Mis ojos claros y mis cabellos de miel, lo sabes mejor que yo: eran sencillamente las ganas de irnos a la cama juntos. Las tuyas iguales a las mías, sólo que no podías hacerlo, porque tenías en la cabeza a ese simpático tipejo tuyo que criaba gallinas livornesas.

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