El casco antiguo estaba cerrado al tráfico, pero a esas horas sin duda no se tropezaría con ningún guardia, todavía no era época de vacaciones. Aparcó debajo de una de las palmeras, en un sitio reservado para los minusválidos, porque era lógico que para ellos el casco viejo no estuviera prohibido. Es un sitio perfecto para mí, pensó, me viene al pelo. Qué remota expresión, venir al pelo, ¿de dónde emergía?, quizá de su adolescencia, cuando los chicos hablaban así: es una cosa que me ha venido al pelo, te lo juro por Arturo. La ventana del balconcillo estaba a oscuras. Leches con la ventana, leches con la ventana, ¿por qué estás a oscuras? Ventana cabrona, ventana cabrona, ¿por qué estás a oscuras? Venga, ventanita bonita, venga, simpática, enciéndete otra vez, ella sólo se ha ido a la habitación un momento y ha apagado la luz, pero ahora vuelve, enciéndete otra vez, se ha olvidado las gafas en el salón, ella siempre lee un rato antes de quedarse dormida, pero sin sus gafas de cerca no ve nada, siempre ha tenido presbicie, incluso cuando era joven, además si no lee sus dos o tres páginas no se queda dormida, lo sé mejor que tú, enciéndete otra vez, no seas tonta.
Se sentó en el banco de piedra, delante de la iglesia. Llamar o no llamar, he aquí el problema. O mejor dicho: subir o no subir, porque el portal estaba abierto, como por lo demás lo estaba siempre, porque a través de él se accedía a tres viviendas y nadie se preocupaba por cerrarlo. Pensó en encenderse un cigarrillo, simplemente para reflexionar. Pero si te enciendes un cigarrillo estás fresco, querido mío, porque es la última oportunidad, porque se va a quedar dormida de verdad. Al final, las gafas las tenía en la mesilla y ¿cuántas páginas hacen falta para fumarse un cigarrillo?, no más de dos o tres, y ella después de dos o tres páginas se queda dormida con el libro sobre el pecho, que a veces se lo quitabas tú cuando te acostabas a su lado con mucho cuidado para no despertarla. Así que adelante, por favor, ten valor y adelante. Eso, ¿y si después te abre Alfredo? Piénsalo un momento, perdona, un Alfredo tal vez en calzoncillos, con aspecto de estar dormido e irritado, que te dice: perdone, pero ¿usted quién es?, ¿qué es lo que quiere a estas horas? ¿Qué le dices, Biscou-Biscuit? Alfredo te pega un puñetazo que te manda escaleras abajo.
Se levantó y apagó la colilla con el zapato. Qué curioso, le pareció como si los pasos que resonaban en el empedrado fueran los de otro. Eran ligeros, como de alguien que te sigue. ¿Quién lo seguía? Ah, muy fácil, el que lo seguía era aquel de hace años, el mismo que ya no era el mismo. Y las manos también, pensó, cómo cambian las manos también, cómo han cambiado mis manos. ¿Habían cambiado? Claro que habían cambiado, como si la carne que ahúsa los dedos y el cojín blando bajo el pulgar se hubieran transferido a la tripa, dejándole las manos huesudas, casi esqueléticas. Y con algunas manchitas de sémola. Que ahora no se veían porque estaba oscuro, pero arriba, una vez que hubiera subido, a la luz, se verían perfectamente, demasiado incluso. No, si no cuesta nada decir «subir». ¿Y si había de verdad un Alfredo? Subió los escalones muy despacio contando hasta siete en cada escalón. Las siete plagas de Egipto, durante siete años fue Jacob pastor con Labán, siete años de desgracia, siete años de felicidad, siete años de mala suerte, los siete pecados capitales, las botas de siete leguas, siete vidas como un gato, los siete sabios de Grecia, de las cinco a las siete es la hora de los amantes. Pero ahora eran las doce y media. ¿Por qué había quitado el nombre del timbre? Quizá ya no viviera allí. Pues claro que vivía, era un letrerito escrito a máquina que simplemente se había deteriorado con la humedad de las paredes, y lo había tirado. Adelante, llama de una vez.
No estaba en bata ni en camisón. Iba vestida de manera elegante, le pareció, como si volviera de una fiesta o de una cena, la entrevió por el resquicio de la puerta que la cadena de seguridad mantenía entreabierta. Le preguntó, simplemente: ¿qué haces aquí a estas horas? Qué bobo, era la única pregunta que no habría pensado nunca que le hiciera, la más sencilla, la que se dice a un amigo a quien no se ve desde hace una semana. Siete días, habían pasado siete días, se había equivocado al contar. Le salió así: te voglio, te cerco, te chiamo, te veco, te sento, te sonno, dijo en voz baja, sin cantar. ¿Qué dices?, preguntó ella. Cchiù luntana mi staie, cchiù vicina te sento, [26]continuó él. Ella quitó la cadena de seguridad y abrió la puerta. Entra, dijo, estaba a punto de irme a la cama, ¿has cenado? Él dijo que sí, es decir, no, es decir, sí, dijo, un bocadillo de jamón, pero me basta, procuro mantenerme ligero. Te doy un trozo de pastel salado, lo traigo de la cocina, entretanto, siéntate, esta noche he tenido invitados y he hecho la torta que te gusta. El gâteau de la Reine, dijo él, has hecho gâteau de la Reine no sé ni cuánto hace que no lo como. Ella entró con una bandeja. Porque eres tonto, dijo, yo sé muy bien cuánto hace que no lo comes, tú no lo sabes porque eres tonto. Le sirvió un vasito de Oporto. He arreglado el parquet, ¿te gusta? Muy bonito, dijo él, ¿nos fumamos un cigarrillo? Lo he dejado, dijo ella, qué le vamos a hacer, fúmatelo en paz, yo me voy a la cama, estoy algo cansada. ¿Puedo ir contigo?, preguntó él.
¿Dónde empieza la geografía de una mujer? Empieza por el pelo, se contestó. ¿Sabes que la geografía de una mujer empieza por el pelo?, le susurró al oído. Ella se había acostada de lado y le daba la espalda. Y después sigue con la nuca y los hombros, dijo él, hasta donde termina la columna vertebral, ése es el terreno de acceso a la geografía de una mujer, porque allí, después del coxis, hay un coagulillo de grasa, o un pequeño músculo como una pechuga de pollo, y allí empieza la zona más secreta, pero antes necesito acariciarte el pelo, y después rascarte muy despacio la nuca, he venido sobre todo para rascarte la nuca, me parece que sin tu cuerpo mis manos han perdido el tacto, se han vuelto feas, secas y llenas de manchitas. Ya sabes que soy muy sensible a las cosquillas, dijo ella, no me pellizques. Entonces te daré un masaje, dijo él, te acariciaré la espalda como si te diera un masaje suave, sólo con los pulgares. Pero así conseguirás que me quede dormida, dijo ella, me relaja, ya lo verás. Duerme, dijo él, luego te despierto yo, ¿quieres que te cante un Lied en voz baja? ¿Sigues componiendo?, dijo ella con una voz que ya estaba deslizándose hacia el sueño. A veces, dijo él, de vez en cuando, pero más que nada lo que hago es recopilar lo que he compuesto estos años. ¿Cómo era esa cancioncilla que me has dicho mientras entrabas?, preguntó ella. ¿Qué cancioncilla?, dijo él. Esa napolitana, venga, no te hagas el tonto.
Siguió acariciándola con la mano derecha, y cuando con la izquierda le rodeó el cuerpo y le tocó los senos, ella ya dormía. Notó unas pequeñas arrugas en el canalillo: la epidermis que se iba ajando. Pero los senos todavía eran dulces, y tibios, y la areola en torno al pezón ancha, con muchos puntitos como semillas a punto de aflorar bajo la tierra. Pensó en lo hermosa que era la geografía de una mujer, y fácil, si se conoce y si se ama, y pensó que los hombres eran unos estúpidos, porque a veces creen olvidarla, y por eso son estúpidos, y mientras pensaba eso sintió que también su cuerpo empezaba a respirar al ritmo del cuerpo que estaba abrazando, y pensó: debes permanecer consciente, espera, no te duermas precisamente ahora.
Cuando abrió de nuevo los ojos se entreveía el amanecer. En mayo, amanece pronto. En el sueño ella había extendido la manta. O quizá él, sin darse cuenta. La descubrió y le acarició las nalgas. Primero con dulzura y después más fuerte, apretándoselas. Ella se movió en sueños y emitió un pequeño sonido sordo. Qué maravilla tu culo, dijo él, es todo una sonrisa, nunca es trágico. Ella se despertó. ¿Qué dices?, preguntó. Él lo repitió y después dijo: es una poesía. Qué tonto eres, dijo ella. Con la izquierda, él le buscó el sexo. Ella apretó las piernas. Repíteme esos versos que me repetías anoche, dijo ella, me quedé dormida. ¿Cuáles?, preguntó él. Esos napolitanos, dijo ella, era una canción, me parece. No me acuerdo, dijo él. Sí, hombre, esa que dice te deseo, dijo ella. Vale, dijo él, dice así:
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