Antonio Tabucchi - Se está haciendo cada vez más tarde

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Con esta novela epistolar -«una pequeña comedia humana de bolsillo» la define irónicamente su autor- Tabucchi renueva una ilustre tradición narrativa, si bien rompiendo sus códigos y pervirtiendo el género. Poco a poco nos damos cuenta de que algo «no funciona» en todas estas misivas: el paisaje parece desplazarse ante nuestros ojos, los tiempos se vuelven del revés, como si las cartas llegaran anticipadamente o con retraso respecto al propio mensaje que transmiten, como si los destinos de los hombres, según exige el Mito, siguieran sin encontrarse y las personas se extraviaran en el laberinto de sus breves existencias. Como si la vida fuera una película perfecta, pero cuyo montaje resultara totalmente equivocado.
El conjunto resulta un extraordinario recorrido por las pasiones humanas, donde el amor parece el ilusorio punto central, cuando en realidad no es más que el punto de fuga que nos conduce hacia las zonas más oscuras del alma. Ternura, sensualidad, nostalgia, diecisiete cartas de personajes masculinos a otras tantas figuras femeninas, en las que se tejen los hilos de una insólita trama narrativa hecha de círculos concéntricos que parecen ensancharse en la nada, pobres voces monologantes, ávidas de una respuesta que nunca llegará. A todas ellas responde, por último, una voz femenina distante e implacable, y al mismo tiempo rebosante de pena.

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No quisiera que los Señores pensaran que con este ejemplo apenas citado deseo colocar al mismo nivel la angustia comprensible del Cliente antes mencionado con las congojas de las que los Señores han hecho partícipe a esta Agencia durante la larga relación que nos ha mantenido en contacto. Las comparaciones entre cliente y cliente son siempre evitadas con esmero por esta Agencia, la rescisión de cuyos contratos estoy yo encargada de realizar. Contratos cuya validez eventualmente los Señores podrían contestar con la objeción de no haberlos suscrito con firma autógrafa. Por desgracia, el hecho es que con su sola presencia en este mundo los Señores han firmado un contrato que consiste en nacer. Y en vivir. Y naturalmente, también en morir. Pero, como iba diciendo, no es cuestión de hacer comparaciones. Entre otras cosas, porque cada uno a su manera, en su vida, ha procurado librarse de sus propios alambres, sean éstos en mayor o menor medida de espinos. ¿Y cuántos viajes habremos hecho en compañía de alguien para darnos cuenta al final de que estábamos solos? Eso sin hablar de los laberintos mentales en los que creemos revivir como nuestro un tiempo que fue nuestro pero que ya no es nuestro. Y querer enseñar a Safo la métrica de Anacreonte es una estupidez, pueden creerme. Se pueden comprender las bacanales cuando el sacerdote entra en éxtasis y la música de los címbalos y de los tamborcillos rompe toda métrica, se vuelve obsesiva y penetra en la vejiga de la hiel, desde la que se difunde la negra melancolía y la visión nocturna del universo: pero encomendarse a melodramas que prevén músicas dignas de un triclinio embebido en perfumes baratos le parece a esta Agencia algo excesivo e inconveniente, sin duda. Hace tiempo, además, que sabemos cómo la sangre alimenta los átomos de los hombres, y cómo puede sustraerles su nutrición: lo sentimos. Y también nosotros hemos dado largos paseos, se lo podemos asegurar: son vueltas que pueden durar incluso toda una vida, pero ¿qué añade el algoritmo de una vida a los algoritmos infinitos de una Agencia como la nuestra? Y, aún más, la misma cosa vista desde dos puntos de vista opuestos: ¿no les parece a los Señores algo aburrida? Vamos, que el universo está compuesto de puntos infinitos y dos miserables puntos de vista son realmente pocos. Y si es verdad que el silencio es oro, ¿por qué escribir lo que nunca se había escrito y hacer el viaje que nunca se había hecho? ¿No les parece a los Señores una forma de pávida rendición?

Ustedes Señores son personas dolientes, o en todo caso personas a quienes la vida les ha dolido mucho. Ello es plausible, y en casos como los suyos, por una decisión que no depende de nuestra Agencia sino de una ignota fecha que pertenece a una instancia superior a la Nuestra llamada Caducidad, reservamos, de manera absolutamente excepcional, una carta nuestra, que nos sirve casi de folleto de presentación, de una mujer que nos fue muy querida y que en determinados casos especiales enviamos a los clientes de sexo masculino como los Señores, no sólo para atenuar sus penas, sino también para recordarles, aunque no sea más que en forma de otra circular, que los destinatarios, de los que los Señores parecen no haberse preocupado hasta ahora, tienen derecho a ser a su vez remitentes. Esta carta no está firmada, pero a los Señores no les costará demasiado esfuerzo comprender quién la escribió. Aunque no tiene título, mis Hermanas y yo la hemos titulado Carta al viento. Nuestra Agencia les quedaría agradecida si quisieran prestarle la debida atención.

Carta al viento

«He desembarcado en esta isla al final de la tarde. Desde el ferry veía cómo el diminuto puerto se iba acercando, con la pequeña ciudad blanca acuclillada en torno al castillo veneciano y pensaba: tal vez esté aquí. Y mientras recorría las callejuelas escalonadas que llevan hasta la torre, con mi equipaje que cada día se hace más ligero, en cada escalón repetía: tal vez esté aquí. En la placita bajo el castillo, una terraza desde la que se domina el puerto, hay un restaurante popular, con viejas mesitas de hierro dispuestas a lo largo de un pequeño muro, dos parterres con dos olivos y geranios muy coloridos en macetas rectangulares. Unos cuantos viejos están sentados en el poyete y hablan en voz baja, los niños corren alrededor del busto marmóreo de un capitán bigotudo que fue un héroe de las guerras balcánicas de los años veinte. Me he sentado en una mesita, he dejado mi equipaje en el suelo y he pedido el plato típico de la isla, conejo con cebollas aromatizado con canela. Se dejan ver los primeros turistas: junio está en puertas. Estaba cayendo la noche, una noche transparente que ha transformado el añil del cielo en un violeta encendido, y después la oscuridad, donde ha quedado el añil. Sobre el mar brillaban las luces de las aldeas de Paros, que parecía estar a dos pasos. Ayer, en Paros, conocí a un médico. Es un hombre del sur, de Creta, me parece, aunque no se lo pregunté. Es un hombre bajo y robusto, con unas venitas en la nariz. Yo miraba el horizonte y él me preguntó si estaba mirando el horizonte. Estoy mirando el horizonte, le contesté. La única línea que quiebra el horizonte es el arco iris, dijo él, el engaño de un reflejo óptico, una pura ilusión. Y estuvimos hablando de ilusiones, y sin querer le hablé de ti, mencioné tu nombre sin mencionarlo, y él me dijo que te había conocido porque te había suturado las venas un día que te cortaste las muñecas. No lo sabía, y eso me conmovió, y pensé que en él hallaría un poco de ti, porque había conocido tu sangre. Así que lo acompañé a su pensión, se llamaba Thalassa y estaba efectivamente en el paseo marítimo, y era escuálida, ocupada por alemanes de clase modesta que vienen a pasar sus vacaciones a Grecia y detestan a los griegos. Pero él no era como los alemanes, era muy amable, se desnudó con pudor, y tenía un miembro pequeño, algo retorcido, como ciertas estatuas de sátiros de las terracotas del museo de Atenas. Y no deseaba tanto a una mujer cuanto sobre todo palabras de consuelo, porque era infeliz, y yo fingí dárselas, por humana piedad.

Te he buscado, amor mío, en cada átomo que de ti está disperso en el universo. He recogido cuantos de ellos me ha sido posible, en la tierra, en el aire, en el mar, en las miradas y en los gestos de los hombres. Te he buscado incluso en los kuri, en la lejana montaña de una de estas islas, sólo porque una vez me dijiste que te habías sentado en el regazo de un kuros. La ascensión no fue fácil. El autobús me dejó en Sypouros, si es así como se llama una aldea desconocida incluso para los mapas geográficos, y después quedaban tres kilómetros que recorrer a pie, subí lentamente la carretera de tierra en curva que más adelante baja hacia un valle de olivos y cipreses. Había un viejo pastor por la carretera, y sólo le dije la única palabra que importaba: kuros. Y en sus ojos brilló una luz de complicidad como si hubiera entendido, como si supiera quién era yo y a quién buscaba, que te buscaba a ti, y sin decir ni una palabra extendió una mano indicándome el camino, y yo recogí el gesto que me guiaba y aquella luz que brilló un instante en sus ojos y me los guardé en el bolsillo, mira, aquí los tengo, podría disponerlos sobre la mesita de esta terraza donde estoy cenando, son otras dos piedrecitas de esta pintura al fresco reducida a migajas que estoy recogiendo desesperadamente para reconstruirte, más allá del olor del hombre con el que he pasado la noche, el arco iris sobre el horizonte y este mar celeste que me angustia. Pero sobre todo una ventana enrejada que encontré en Santorini, por la que se encaramaba una parra, y desde la que se veía el vasto mar y una placita. El mar eran infinitos kilómetros, y la placita unos cuantos metros cuadrados, y entretanto me acordaba de poesías que hablan de mares y de plazas, un mar de tejas refulgentes que una vez vi contigo en un cementerio y una placita donde las personas que la habitaban habían visto tu rostro, y así mentalmente yo te buscaba en el refulgir de aquel mar porque tú lo habías visto y en los ojos del mercero, del farmacéutico, del viejecillo que vendía café helado en aquella placita porque te habían visto. Esas cosas también me las guardé en el bolsillo, en este bolsillo que soy yo misma y mis ojos.

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