Antonio Tabucchi - Se está haciendo cada vez más tarde

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Con esta novela epistolar -«una pequeña comedia humana de bolsillo» la define irónicamente su autor- Tabucchi renueva una ilustre tradición narrativa, si bien rompiendo sus códigos y pervirtiendo el género. Poco a poco nos damos cuenta de que algo «no funciona» en todas estas misivas: el paisaje parece desplazarse ante nuestros ojos, los tiempos se vuelven del revés, como si las cartas llegaran anticipadamente o con retraso respecto al propio mensaje que transmiten, como si los destinos de los hombres, según exige el Mito, siguieran sin encontrarse y las personas se extraviaran en el laberinto de sus breves existencias. Como si la vida fuera una película perfecta, pero cuyo montaje resultara totalmente equivocado.
El conjunto resulta un extraordinario recorrido por las pasiones humanas, donde el amor parece el ilusorio punto central, cuando en realidad no es más que el punto de fuga que nos conduce hacia las zonas más oscuras del alma. Ternura, sensualidad, nostalgia, diecisiete cartas de personajes masculinos a otras tantas figuras femeninas, en las que se tejen los hilos de una insólita trama narrativa hecha de círculos concéntricos que parecen ensancharse en la nada, pobres voces monologantes, ávidas de una respuesta que nunca llegará. A todas ellas responde, por último, una voz femenina distante e implacable, y al mismo tiempo rebosante de pena.

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Y ahora que él ha vuelto, mis ojos claros y mis cabellos de miel, ahora que es otra vez tuyo y que ya no llevas en el corazón la sombra que su abandono te había dejado, ahora que ya no hay en ti esa estúpida pena que con mi afecto y mi atención intenté en vano aliviar en estos años, sino al contrario, que eres tú quien sientes pena por él, porque sabes que lo has traicionado, y al mismo tiempo sientes pena por mí, pensando en la pena que me causarás al dejarme, ahora, por fin, nuestro amor podrá ser pleno y absoluto, a pesar de mi edad, lo que tiene a fin de cuentas una importancia relativa, porque a ti no te disgustan los hombres viejos si saben amar como sé amar yo. Y, además, ya he dejado de ser viejo: soy joven otra vez. De verdad, soy joven, como hace treinta años, cuando te deseaba en aquellas remotas vacaciones de invierno y me estaba prohibido hacerte mía.

Te voglio, te cerco, te chiamo, te veco, te sento, te sonno [25]

Querida:

Él llegaba aquella noche de lejos y estaba cansado. Cansado del sueño, porque había dormido mucho. Pero ¿cuánto exactamente? Ah, mucho, mucho. Se sentía el feo durmiente del bosque. Bosque en el sentido de selva, y en medio del camino había una piedra. Y no había sabido superarla y por eso se había quedado a hacer de feo durmiente del bosque. Y qué feo era, en efecto, y como tal se sentía, conduciendo su calesa arrastrada por dos caballos, mientras todos, por la carretera oscura, pasaban velozmente a su lado al adelantarlo. En varias ocasiones le habían entrado tentaciones de pararse en una fonda. Algunas luces lejanas, en las laderas de las colinas, prometían pueblecitos tranquilos, una cena sabrosa, una cama segura. Hacía ya calor, porque era mediados de mayo. Y él se decía: a mi edad, un viaje así, tengo casi la edad de Cicerón cuando escribió el De senectute, y mientras tanto procuraba manejar bien los dos caballos que en las cuestas lo acercaban en exceso al borde de la carretera, y además aquella ridícula faja que llevaba con la excusa del dolor de espalda pero con la que en realidad intentaba ocultar una tripita que se estaba haciendo demasiado visible. Pensó: me vuelvo. Y después pensó: la llamo por teléfono. Se había detenido en un área de servicio donde unos camioneros holandeses dormían sobre el volante, y había un bar con luces de neón, se podía llamar por teléfono con monedas y comer un bocadillo caliente.

Decidió llamarla. Pensó: un hombre de mi edad no puede presentarse en casa de una señora sin anunciarse, a estas horas de la noche, después de haber dormido durante tanto tiempo en el bosque. Y así metió algunas monedas en el teléfono público de aquel bar, mientras otros camioneros holandeses reían en voz alta de ciertos chistes suyos, y constató con alivio que el teléfono de ella comunicaba. Y por lo tanto, si comunicaba, quería decirse que estaba en casa y que no se había acostado. Así que preguntó a la cajera: ¿cuántos kilómetros faltan para Alepo? La ciudad más cercana no era Alepo, desde luego, pero para él estaba perfumada como en su recuerdo de las Mil y una noches perfumaba la mítica ciudad de Alepo; sólo que se lo preguntó en su idioma, que para la cajera era absolutamente incomprensible, y así ella entendió sólo la palabra kilómetros y respondió con los cinco dedos abiertos de una mano. Por lo tanto, cinco kilómetros más. Pensó: casi he llegado, vale la pena intentarlo. Volvió a montar en su calesa, que ahora le parecía un trineo, porque se deslizaba más deprisa cuesta abajo por aquellas colinas, y su única preocupación era la de ser el feo durmiente del bosque con un poco de tripa, porque pese a que ella ya no fuera tan joven (aunque bastante más joven que él), probablemente se había buscado un amigo sin un gramo de tripa, de esos que no se quedan dormidos en el bosque porque juegan al tenis. Y eso le ocasionó un pinchazo en el hígado, que no estaba en óptimas condiciones. Se preguntó: cuando Ivan Ilich empieza a sentir pinchazos en un costado, ¿es en el izquierdo o en el derecho? Fuera el que fuera, cómo había cambiado respecto a antes de su largo sueño en el bosque, no tanto físicamente cuanto en su modo de ser. Lo comprendía por el vocabulario que estaba usando mentalmente mientras conducía su trineo cuesta abajo viendo cómo le adelantaban conductores imprudentes que conducían sus propios vehículos despreocupados del peligro y del prójimo. Antes, jamás habría murmurado dirigiéndose hacia ellos aquellas vulgares palabras, quizá aún más graves que las que usaban en holandés los dos camioneros holandeses. Y si pensaba en ella, en tiempos, o si pensaba en el amor con ella, o en el sexo de ella, su pensamiento, aunque animado por una furibunda pasión como lo había estado, jamás habría osado formular expresiones con un vocabulario tan crudo como el que ahora estaba empleando mentalmente. Porque la elegancia del corazón estaba para superar los excesos del cuerpo, y ese ser tan animal que en ocasiones pertenece a los hombres había de ser domesticado por un romanticismo sutil que vela, corrige y dona gentileza. Por ejemplo, viéndola pasearse en camisón por la casa, como ahora se imaginaba que estaría paseándose, le habría dicho como el poeta francés: con el camisón verde me recuerdas a Melusina, caminas a pasitos, como si danzaras. Así le habría hablado en sus tiempos. Y ahora en cambio le diría (así pensaba que le diría): qué maravilla tu culo, es todo una sonrisa, nunca es trágico.

Si ésa era forma de presentarse. ¿Y si ella tenía un hombre en casa? Podía tener perfectamente un hombre en casa, su hombre. Y si, por ejemplo, en la puerta le dijera: por favor, habla en voz más baja, dentro hay una persona que duerme. O todavía peor: le quedaría muy agradecida si no hablara tan alto, Alfredo está durmiendo dentro. Porque podía perfectamente hablarle de usted después de tantos años de sueño, y dentro podía haber un Alfredo, en la vida a veces hay hombres que se llaman Alfredo y que duermen en la otra habitación, y que están ahí aposta para amar, ámame, Alfredo.

Entró por una alameda repleta de luces. Alepo, mi soñada Alepo. Pensó: me recibes resplandeciente de luces, como si fuera un César triunfador. Bajó la ventanilla y dejó que entrara el aire fresco de la noche. Había un aroma a tilo, y quizá a vainilla, como debía de ser el aroma de Alepo. Quizá fuera esa pequeña fábrica de galletas que se veía a la izquierda con un gran letrero iluminado: Biscou-Biscuit. Muy bonito, qué bonito nombre Biscou-Biscuit. Por ejemplo, habría podido hacer lo siguiente: llamar con los nudillos en vez de con el timbre, era más fino, un timbrazo a aquellas horas haría sobresaltarse a cualquiera, ella abría y él le decía: hola, Biscou-Biscuit. El semáforo del fondo de la alameda empezó a parpadear sólo con el ámbar, por lo general los semáforos hacen eso después de medianoche, así que ya era medianoche. ¿Tú qué le harías a alguien que se ha quedado dormido en el bosque quién sabe por cuánto tiempo y se presenta en tu casa después de medianoche llamándote Biscou-Biscuit?, se preguntó. Le cerraría la puerta en las narices, se contestó, acaso en compañía de una palabreja que sé yo, pero dicha en voz baja, con educación. Biscou-Biscuit, ¡pues no faltaba más que eso! De repente, al final de aquella alameda que atravesaba manzanas anónimas, divisó unos plátanos. Y de repente, como en una fotografía, revivió la geografía exacta de aquella ciudad costera que conocía tan bien y que creía haber olvidado. Eso es, la alameda desembocaba en un paseo marítimo donde tamariscos antiguos limitaban con una playa de guijarros; más delante estaba el pequeño puerto a partir del cual empezaba el casco antiguo, una maraña de callejuelas empedradas, en tiempos una aldea de pescadores. Y en medio de aquel enredo de callejones se abría una placita con una iglesia blanca y dos palmeras al lado, la iglesia de las dos palmeras, y en el lateral de la iglesia había un pórtico bajo el que antiguamente los pescadores remendaban sus redes sentados en minúsculas sillitas azules que parecían de niños; y sobre el pórtico había unas casas viejas, y en la de la izquierda, la del balconcillo de hierro forjado, estaba ella. Y ya se habría acostado, estaba convencido, seguro que se habría acostado. Hace veinte minutos el teléfono comunicaba, así que estaba despierta, pero a las doce y cuarto ¿qué puede hacer despierta una señora que está sola?, se acuesta. Y si hay algún Alfredo, con más razón.

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