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Manuel Rivas: El lápiz del carpintero

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Manuel Rivas El lápiz del carpintero

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En la cárcel de Santiago de Compostela, en plena Guerra Civil, un pintor dibuja el Pórtico de la Gloria con un lápiz de carpintero, reflejando los rostros… y aun más, las desesperación de sus compañeros de presidio. Un guardián, su futuro asesino, lo observa todo. A partir de aquí se dibuja una historia donde el amor logra vencer a la desesperación.

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8.

Cuando volvían en el coche de pasear al pintor, y mientras el resto de la partida compartía a morro una botella de coñac, él notó por primera vez aquel trastorno en la cabeza. Como si le hubiese entrado gente. Los falangistas habían pasado del cabreo a las carcajadas y le daban palmadas en el hombro. Bebe, coño, bebe. Pero él les dijo que no bebía. Y se tronchaban de risa. ¿Desde cuándo, Herbal? Y él respondió muy serio que desde siempre. No me va el alcohol. ¡Pero si andas siempre trompa! Déjalo, dijo el que conducía, tiene una noche rara. Hasta parece que le ha cambiado la voz.

Y ya no habló más. Había oído un disparo y quedó abatido. Por el embudo de una carretera muy recta iba pintando el Pórtico de la Gloria con un lápiz de carpintero. Y lo hacía con una destreza increíble. Podía describirlo con palabras que nunca había usado. La belleza de los ángeles portadores de los instrumentos de la Pasión, le decía la cabeza, es una belleza dolorida que muestra la melancolía por la injusta muerte del Hijo de Dios. Y cuando dibujó al profeta Daniel le salió la alegre sonrisa de la piedra y, siguiendo la dirección de su mirada, reparó en la explicación del enigma. Por la plaza del Obradoiro, envuelta en rayos de sol, con un cesto cubierto por un paño blanco, venía Marisa Mallo con la comida.

¿Cómo fue lo de ayer, Herbal?, le preguntó sombrío el director.

Era un nazareno, señor.

Se dio cuenta de que lo miraba extrañado y recordó lo que había dicho el otro por la noche, de que le había cambiado la voz. En adelante, era mejor callar. Decir sólo monosílabos. Sí, no, señor.

Y cuando entró Marisa Mallo con la comida respondió a su saludo de buenos días con un gruñido y un gesto brusco que significaba deja ahí el cesto que voy a hacer la inspección. Y nada más levantar el paño vio aquel queso del país, envuelto en una hoja de berza. Ahí va la culata, le dijo el visor de la cabeza. Y al día siguiente ella volvió con el cesto y él vio el tambor del revólver dentro de un bizcocho, y dijo con un gesto todo bien, que pase el cesto. Al tercer día él ya sabía que dentro del pan iba el cañón. Y esperó con curiosidad la nueva entrega, la mañana en que llegó Marisa con unas ojeras que nunca le había visto, porque por fin la miró de frente, y se atrevió a desnudarla de arriba abajo, como si fuese queso, bizcocho y pan. Traigo unas truchas, dijo ella. Y él vio una bala en la panza de cada trucha, y dijo bien, ya se las pasaré, ahora vete.

Hasta entonces había evitado los ojos de Marisa Mallo. Con la cabeza gacha, le clavaba la mirada en las muñecas. Y le dolió saber que era cierto lo que se rumoreaba. Que se había cortado las venas de las muñecas cuando sus parientes, los señores de Fronteira, habían tratado por todos los medios de que se olvidase para siempre del doctor Da Barca. Marisa Mallo estaba en los huesos. Marisa Mallo llevaba como pulseras unas vendas hospitalarias. Marisa Mallo estaba dispuesta a morir por el doctor Da Barca. Y entonces él fue al cuarto de guardia y con mucha discreción, cambió las balas por unas de otro calibre. En la oscuridad de la noche, cuando montó el revólver y trató de llenar el tambor, el doctor Da Barca supo que la operación de fuga había fracasado. Bajo la losa que había conseguido remover, para asombro de sus compañeros, escondió para siempre un revólver con balas inservibles.

No muchas noches después los de la saca vinieron por él. Había gente de Fronteira que lo conocía bien y le tenía muchas ganas. En la partida venía también un estudiante de medicina fracasado. Pero Herbal no los dejó entrar en las celdas. La voz de la cabeza dictaba como un apuntador. Diles que ya no está aquí, que casualmente lo han llevado para Coruña esta tarde. Qué casualidad. Ese que buscáis, dijo él, ha sido conducido hoy para Coruña con un proceso sumarísimo. No le arriendo la ganancia. Y como los otros venían a tiro fijo, con la encomienda de algún mandamás, se llevó la mano al gañote. Van a dar un escarmiento público con un cartel bien escogido. En dos o tres días los despachan en el Campo da Rata, marchad tranquilos, y ¡Arriba España!

Algo de cierto había en el invento, porque en los últimos días se estaban multiplicando los traslados urgentes a la cárcel de Co ruña. Y aquella noche el guardia Herbal entró en el despacho del director y rebuscó entre los papeles hasta encontrar los partes de traslado. Para el día siguiente estaba previsto el de los tres maestros. El difunto le dijo: Coge la orden, ahora la pluma del director y escribe en ese espacio en blanco el nombre entero de Da Barca. No te preocupes, yo te ayudo con la caligrafía.

Y cuando al día siguiente el doctor Da Barca se cruzó con él en la puerta, camino de su nuevo destino, con las esposas puestas y llevando como única pertenencia el maletín que había usado de médico, notó que le clavaba su severa mirada, ojos que decían no me olvidaré de ti, asesino del pintor, que tengas una larga vida para que crezca en ti el virus del remordimiento y te pudras en vida. Cuando llegó Marisa Mallo, a la hora de visita, le dijo que él ya no estaba allí, ese por quien pregunta no figura, sin más explicaciones, con la mayor frialdad, como si el referido fuese un total extraño, un desaparecido en el tiempo. Y todo porque quería ver cómo podía ser de triste la mujer más hermosa. Por ver cómo nacen las lágrimas de un manantial inaccesible. Y pasados unos segundos eternos, como quien atrapa por el aire una finísima porcelana, a punto de hacerse añicos, añadió: Está en Coruña. Vivo.

Aquel mismo día fue a ver al sargento Landesa. Mi sargento, quisiera pedirle un favor muy personal. Dígame, Herbal. El sargento Landesa le tenía aprecio. Siempre había cumplido la ordenado sin darle vueltas. Se entendían bien. Los dos habían pisado las espinas del tojo cuando niños. Pues mire, mi sargento, quería que me arreglase el traslado para Coruña. Mi hermana vive allí, el marido le pega y me va a dar pensión para que lo mantenga a raya. Eso está hecho, Herbal, y déle una patada en los cojones de mi parte. Y le firmó un papel, y le puso un cuño porque por alguna razón el sargento Landesa mandaba más de lo que podría indicar su rango. A continuación, fue a ver al oficial encargado de aprobar los traslados dentro del cuerpo. Era un hombre suspicaz, de esos que entienden que su trabajo de poner chinas en los zapatos es una misión trascendental. Cuando le expuso su interés por ser trasladado a la cárcel de Coruña, el oficial lo interrumpió, se levantó de su silla de despacho y le lanzó un encendido discurso. Libramos una guerra implacable contra el mal, de nuestra victoria depende la salvación de la cristiandad, miles de hombres se juegan el pellejo a esta hora en las trincheras. Mientras tanto, ¿qué hacemos nosotros? Tramitar solicitudes. Mariconadas. Voluntarios, voluntarios para luchar por Dios y por la patria, eso quisiera yo tener aquí, en fila, a la puerta de mi despacho. Y entonces él extendió el papel firmado por el sargento Landesa y el oficial se puso pálido. ¿Por qué carajo no me dijo antes que era del servicio de información? Y el pintor le susurró, como si se divirtiese con lo sucedido: Dile que tu misión no es echar discursos. Pero calló. Preséntese mañana mismo en su nuevo destino. Y olvide lo dicho. El combate principal se libra en la retaguardia.

9.

En la cárcel de Coruña había cientos de presos. Todo parecía funcionar de forma organizada, más industrial. Incluso las sacas noc turnas. Los solían llevar a morir muy cerca, al Campo da Rata, a la orilla del mar. Durante las descargas, las aspas de luz del Faro de Hércules hacían resplandecer a los fusilados que llevaban camisa blanca. El mar mugía en los cantiles de Punta Herminia a San Amaro como una vaca enloquecida en las ventanas de los comederos vacíos. Después de cada descarga había un silencio de lamento humano. Hasta que recomenzaba la letanía de la vaca enloquecida.

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