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Manuel Rivas: El lápiz del carpintero

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Manuel Rivas El lápiz del carpintero

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En la cárcel de Santiago de Compostela, en plena Guerra Civil, un pintor dibuja el Pórtico de la Gloria con un lápiz de carpintero, reflejando los rostros… y aun más, las desesperación de sus compañeros de presidio. Un guardián, su futuro asesino, lo observa todo. A partir de aquí se dibuja una historia donde el amor logra vencer a la desesperación.

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Entre las diversiones de los paseadores nocturnos figuraba la de la muerte aplazada. A veces, entre los prisioneros escogidos para ser asesinados, sobrevivía alguno al que le tocaba una bala de fogueo. Y esa suerte, esa vida por azar, hacía todo más dramático, antes y después. Antes, porque una mínima y caprichosa esperanza perturbaba como guijarros en el camino la compasión de los que iban en la cordada. Y después, porque el que volvía certificaba el horror con el espanto de sus ojos.

Un día de primeros de septiembre, hacia el atardecer, solitario en una torreta de vigía, mientras seguía el vuelo de un cuervo marino, la voz del pintor le dijo: Procura ir voluntario esta noche. Y él, sin miedo de que alguien pudiese escucharlo, respondió enojado: No me jodas. Venga, Herbal, ¿vas a dejarlo ahora? No me jodas más, pintor, ¿te das cuenta de cómo me mira? Es como si me espetase dos jeringas en los ojos. Cuando Marisa viene a verlo, piensa que es cosa mía que me ponga justo en el medio a escuchar lo que dicen y no dejar que se toquen ni la punta de los dedos. ¡Ese tipo no sabe lo que son las ordenanzas! Hombre, le dijo el pintor, podías hacerte un poco el ciego. Ya lo hice, sabes que ya lo hice, dejé que se tocasen con la punta de los dedos.

¿Y qué se decían?, preguntó Maria da Visitaçáo, cuando juntaban las manos por la punta de los dedos.

Había mucho ruido. Eran tantos los presos y las visitas que ni a gritos se entendían. Se decían esas cosas que dicen los enamorados, pero más raras.

Él dijo que, cuando saliese en libertad, iría a Porto, al mercado del Belháo, para comprarle un saquito de habas de colores de esas que llaman maravillas.

Ella dijo que le regalaría un saquito con horas. Que sabía de un feriante de Valenca que vendía horas de tiempo perdido.

Él dijo que tendrían una niña y que les saldría poeta.

Ella dijo que había soñado que ya hacía años que habían tenido un niño, que había huido en un barco y que era violinista en América.

Y yo pensé que no eran oficios de provecho para los tiempos que corrían.

Y Herbal pasó aquella noche al acecho para meterse voluntario con los paseadores cuando llegase la hora de la saca. Porque eso sí que era curioso. Sin ningún aviso, como si fuese cosa de la luna, todo el mundo sabía cuándo era noche de sangre. Y en el pelotón de fusilamiento, ante el doctor Da Barca, aparentó más indiferencia que nunca, como si fuese la primera vez que lo veía. Pero después, cuando apuntó, recordó a su tío el trampero y dijo con la mirada: Preferiría no hacerlo, amigo. Los presos, educados en el martirio, intentaban mantenerse erguidos sobre las montañas de basura del Campo da Rata, pero la fuerte brisa marina los hacía flamear como ropa tendida en el cable de un barco. El que disparaba de primero, abriendo la veda, aguardó a que pasase un aspa de luz y viniese un intervalo mayor de oscuridad. Fue como si disparasen contra el viento. Un poco más y una ráfaga de nordeste les echa los muertos encima.

El doctor Da Barca continuaba erguido.

Llévatelo, murmuró apremiante el pintor. ¡Záfate!

¡Éste me lo llevo de vuelta!, dijo Herbal. Y arrancó raudo con él como cazador que sostiene por las alas un pichón vivo.

Quien regresaba del viaje a la muerte pasaba a formar parte de un orden distinto de la existencia. A veces perdía la cordura y el ha bla por el camino. Para los propios paseadores se convertía en una especie de ser invisible, inmune, que había que ignorar por un tiempo hasta que recuperase su naturaleza mortal.

Pero al doctor Da Barca lo fueron a buscar de nuevo a los pocos días.

¡Despierta, los cerrojos!, alertó el pintor, sacudiendo a Herbal por la oreja. No, no, esta vez no, le dijo el guardia a la voz. Se acabó. Déjame en paz. Si tiene que morir, que muera de una puñetera vez. Escucha. ¿Te vas a echar atrás ahora? Tú no corres ningún riesgo, dijo el pintor. ¿Que no?, respondió Herbal a punto de gritar. Me voy a volver loco, ¿te parece poco? No está mal para estos tiempos, dijo lacónico el pintor.

Los guardias de la puerta principal le habían franqueado el paso de la prisión a un grupo de paseadores, gente para él desconocida, excepto uno que le hizo estremecerse, a él, tan acostumbrado a todo. Un sacerdote al que había visto alzar el cáliz en una ceremonia oficial y que ahora llevaba camisa azul y pistola al cinto. Recorrieron pasillos y celdas, cosechando los hombres de una lista. ¿Estamos? ¡Falta uno! Daniel Da Barca. El silencio acobijado del velatorio. La linterna enfocó un bulto. Dombodán. Herbal que dice: Debe de ser ése.

Pero entonces, la voz decidida del fantasma: ¿A quién buscan?

¡A Daniel Da Barca!

Ése soy yo, aquí me tienen.

Y ahora, ¿qué?, duda, confundido, Herbal. Vete con ellos, bobo, le ordena el pintor.

Se corrió la voz por las celdas. Por segunda vez, llevaban en la saca al doctor Da Barca. Como si se hubiese llegado al límite de la fatalidad, la prisión vomitaba todos los gritos de desesperación y rabia acumulados en aquel verano interminable de 1936. Y las cañerías, las rejas, las paredes. Una percusión feroz, contagiada entre hombres y cosas.

Por el camino, a la orilla de la playa de San Amaro, Herbal que dice: Éste me toca a mí. Asunto personal.

Arrastró al doctor Da Barca hasta el arenal. Lo tumbó de rodillas, de un puñetazo en el vientre. Lo agarró por los cabellos: Abre la boca, hostia. El cañón contra los dientes. Mejor que no me los rompa, pensó el doctor. Le metió el cañón. La uña de la muerte hurgando el paladar. En el último momento, bajó la trayectoria.

Un maricón menos, dijo.

Por la mañana lo recogieron unas lavanderas. Le limpiaron las heridas con agua de mar. Unos soldados las sorprendieron. ¿De dónde ha salido éste? ¿De dónde iba a salir? De esa prisión, como los otros. Y señalaron a los muertos. ¿Qué vais a hacer con él?, preguntaron ellas. Pues llevarlo allí de nuevo, ¿qué queréis que hagamos? ¿Que nos capen?

¡Pobre hombre! ¿Es que hay un Dios en el cielo?

El doctor Da Barca tenía una herida limpia. La bala había salido por el cuello sin afectar ningún órgano vital. Ha perdido mucha san gre, dijo el doctor Soláns, pero con un poco de suerte se recuperará.

¡Virgen Santísima! Casi creería que esto es un milagro, un mensaje. Incluso en el infierno hay ciertas reglas, observó el capellán de la prisión. Que esperen por el consejo de guerra. Podrán fusilarlo como Dios manda.

Conversaban en el despacho de dirección. El jefe también se sentía inquieto: No sé qué pasa por ahí arriba, están muy nerviosos. Dicen que ese doctor Da Barca debería estar muerto hace tiempo, de los primeros, desde que comenzó el Movimiento. No quieren que llegue al juicio. Por lo visto, tiene doble nacionalidad y podría armarse una buena.

Se acercó a la ventana del despacho. A lo lejos, cerca de la Torre de Hércules, un cantero cincelaba cruces de piedra. Quieren qui tarlo de la circulación como sea. Por cierto, tiene una novia que es una real hembra. Una belleza, créanme. En fin. Los muertos que no mueren son un fastidio.

Este hombre está vivo, dijo con una extraña firmeza el doctor Soláns. He hecho un juramento y pienso cumplirlo. En este momento su salud depende de mí.

Durante los días de cura, el doctor Soláns hizo guardia en la enfermería. Por la noche, cerraba por dentro. Cuando el doctor Da Barca pudo hablar, encontraron una querencia común: La patología general del doctor Nóvoa Santos.

A propósito, páter, dijo el director, animado por las confidencias, ¿qué piensan ustedes del caso de Dombodán, ese al que llaman El Niño?

Pensar, ¿por qué?, dijo el padre.

Está condenado a muerte. Pero todos sabemos que era el tonto del pueblo. Un retrasado mental.

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