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Manuel Rivas: El lápiz del carpintero

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Manuel Rivas El lápiz del carpintero

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En la cárcel de Santiago de Compostela, en plena Guerra Civil, un pintor dibuja el Pórtico de la Gloria con un lápiz de carpintero, reflejando los rostros… y aun más, las desesperación de sus compañeros de presidio. Un guardián, su futuro asesino, lo observa todo. A partir de aquí se dibuja una historia donde el amor logra vencer a la desesperación.

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10.

En la prisión, la mejor prueba de amistad era ayudar al despioje. Como madres a hijos.

Era imposible conseguir jabón y la ropa se lavaba sólo con agua, muy escasa. Había que quitar con mano paciente los parásitos y las ladillas. La segunda fauna más abundante en la cárcel eran las ratas. Familiarizadas. Recorriendo por la noche los bultos de los sueños. ¿Qué carajo comían? Los sueños, decía el doctor Da Barca. Roen nuestros sueños. Las ratas se alimentan por igual del submundo y del sobremundo.

En la cárcel había también un grillo. Lo había encontrado Dombodán en el patio. Le hizo una casita de cartón con la puerta siempre abierta.Cantaba noche y día en la mesilla de la enfermería.

Cuando se recuperó, el doctor Da Barca fue sometido a consejo de guerra y condenado a muerte. Se le consideraba uno de los dirigen tes del Frente Popular, coalición política de la «Anti- España», propagandista del Estatuto de Autonomía de Galicia, de tendencia «separatista», y uno de los cerebros del «comité revolucionario» que organizó la resistencia contra el «glorioso Movimiento» de 1936.

Durante meses, se libró una tensa partida en los despachos del nuevo poder. El caso del doctor Da Barca había trascendido al exte rior y se había desatado una campaña internacional para conseguir su indulto. No es que el bando alzado fuese muy sensible a este tipo de llamamientos, pero en este caso concurría una circunstancia que complicaba la ejecución de la sentencia. Como nacido en Cuba, el reo tenía doble nacionalidad. El gobierno de aquel país era aliado de Franco, pero toda la prensa pedía clemencia en grandes titulares. Incluso la opinión más conservadora simpatizaba con tintes emotivos con la historia de aquel hombre que había eludido con milagrosa terquedad las garras de la muerte. En la impaciencia de la espera, y como si una radiofonía secreta atravesase el Atlántico, las crónicas iban desgranando pormenores del juicio, subrayando la gallardía del joven galeno frente a un tribunal de hombres de armas. La versión más repetida decía que concluyó su discurso con unos versos que estremecieron a la sala.

¡Ésta es España! Atónita y maltrecha

bajo el peso brutal de su infortunio.

Hubo también quien le atribuyó como broche del alegato, en una pincelada probablemente apócrifa pero bien intencionada, dado el conocido talante colorista del autor de la crónica, una oportuna invocación a José Martí.

Y para el cruel que me arranca

el corazón con que vivo,

cardo ni ortiga cultivo:

Cultivo una rosa blanca.

Después se comentó que si él había pronunciado unos versos y había sido interrumpido sable en mano, pero yo estaba allí y no fue así, le contó Herbal a Maria da Visitaçáo. El doctor Da Barca no echó ninguna copla. Puesto en pie, habló todo el tiempo en tono muy pausado, como si estuviese aguantando una cometa, lo que ya de por sí incomodó al tribunal, que concedía la palabra por puro formulismo y como quien dice con un pie fuera de la sala. AL principio, expuso algo referido a la justicia que a mí me pareció un trampitán* pero de lo que se entendía la intención. Y luego habló de los limones y de Dombodán. Este Dombodán era un muchachote grandón, bueno como el pan y un poquito atrasado, de esos que por aquí llamamos inocentes, al que detuvieron con unos mineros de Lousame que iban con dinamita a defender Coruña. Se subió al camión, y ellos le dejaron ir porque Dombodán iba siempre a donde iban los mineros, como una mascota. Esperaba en capilla su ejecución. Ni siquiera entendía que lo iban a matar. De sí mismo, el doctor Da Barca no dijo nada y yo creo que eso fue lo que más cabreó al tribunal. Además, ya era hora de comer.

(*Lenguaje inventado por un curioso personaje, Juan de la Coba, para su uso particular en sus pintorescas obras dramáticas. Por extensión, «jerga ininteligible». (N. de la T.))

Señores del tribunal, habría dicho el doctor Da Barca, si es que pudiéramos oírlo, la justicia pertenece al campo de las fuerzas del alma. Y por eso puede brotar en los lugares menos propicios, pues cuando la llamamos, allí acude, a veces con la venda en los ojos pero atenta de oído, desde no se sabe muy bien dónde, como una cosa anterior a jueces y acusados, incluso a las propias leyes escritas. Vaya al grano, dijo con severidad el presidente del tribunal, esto no es un ateneo. De acuerdo, señor. En la época de las grandes navegaciones marítimas, la principal causa de mortalidad era el escorbuto. Más que los naufragios y las refriegas navales. Por eso se le llamó el mal del marinero . Durante aquellos largos viajes, de cada cien volvían veinte vivos. A mediados del siglo XVIII, el capitán James Cook incorporó un barril de zumo de limón al suministro de a bordo y descubrió que… Le voy a retirar la palabra. Se trata de mi testamento, señor. Pues abrevie, no creo que sea usted tan viejo como para remontarnos a Cristóbal Colón. Bastaría, señores, con una pequeña provisión de limones para evitar penalidades no dictadas por ningún tribunal. Lo he estado pidiendo por diversos conductos, y también vendas y yodo, porque la enfermería… ¿Ya ha acabado? Por lo que a mí respecta, señor, y dejando a un lado el pudor, quisiera exponer un atenuante. Aprovechando estas vacaciones imprevistas de mi encarcelamiento, me he estado analizando hasta descubrir, no sin sorpresa por mi parte, una anomalía psíquica. En cuestión de salud, ni siquiera los médicos nos podemos engañar a nosotros mismos. Mi caso podría ser descrito como un retraso mental leve pero crónico, producto quizá de un parto accidentado, o de una alimentación deficiente en mi niñez. Algunas personas en esta misma situación, pero más desasistidas emocionalmente, fueron confundidas con una especie de locos e internados en el manicomio de Conxo. A mí me acogió la comunidad, me dio cobijo, me encargó trabajos de una infancia eterna, como ir por agua a la fuente o por pan al horno, o también aquellos que exigían la fuerza motriz que se escondía bajo mi mansedumbre, como acarrear leña para el fuego, o piedras para una cerca, o incluso un ternero en brazos. Y, en pago, con sutil sabiduría, el pueblo me llamó inocente en vez de tonto. Y los mineros me aceptaron como amigo. Me invitaban en la taberna, me llevaban a las verbenas, y bebía y bailaba como si yo mismo fuese el más bravo del tajo. A donde iban ellos, allí iba yo. Y nunca me llamaron tonto. Eso soy yo, señores del tribunal, un inocente. Dombodán, O'Neno.

El nombre de Dombodán retumbó como un artefacto en las tripas de la sala. El presidente del tribunal se puso en pie desencajado y mandó callar al doctor Da Barca echando mano del sable. Basta ya de teatro. Se levanta el juicio. Visto para sentencia. De buena gana le darían el réquiem allí mismo.

11.

Por esta vez, la campaña internacional surtió efecto. En el último momento. A petición del gobierno de Cuba, al doctor Da Barca le conmuta ron la pena de muerte por una de cadena perpetua.

Él, con aquella manera suya de ser que tenía, se había hecho, como quien dice, socorro de la prisión, le contó Herbal a Maria da Visitaçáo. Era como un curandero de esos que curan las verrugas a distancia sólo con una copla. Incluso cuando estuvo con un pie aquí y otro allá, a la espera de ser ejecutado, se dedicaba a darle ánimos a todo el mundo.

Los presos políticos funcionaban como una especie de comuna. Personas que no se hablaban en la calle, que se tenían verdadero odio, como los anarquistas y los comunistas, se ayudaban dentro de la cárcel. Llegaron a editar juntos una hoja clandestina que se llamaba Bungalow .

Los viejos republicanos, algunos veteranos galleguistas de la Cova Céltica* y de las Irmandades da Fala**, con su aire de antiguos caballeros de la Tabla Redonda, que incluso comulgaban en misa, hacían las veces de consejo de ancianos para resolver conflictos y querellas entre los internos. Se había acabado el tiempo de las sacas sin juicio. Los paseadores seguían haciendo fuera el trabajo sucio, pero los militares habían decidido que también en las calderas del infierno debía imperar una cierta disciplina. Los fusilamientos continuaron previo trámite de consejo de guerra sumarísimo.

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