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Manuel Rivas: El lápiz del carpintero

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Manuel Rivas El lápiz del carpintero

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En la cárcel de Santiago de Compostela, en plena Guerra Civil, un pintor dibuja el Pórtico de la Gloria con un lápiz de carpintero, reflejando los rostros… y aun más, las desesperación de sus compañeros de presidio. Un guardián, su futuro asesino, lo observa todo. A partir de aquí se dibuja una historia donde el amor logra vencer a la desesperación.

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Creo que un poco de todo, mi sargento.

Anarquistas y comunistas se llevan a matar. El otro día, en la Fábrica de Tabacos de Coruña, casi llegan a las manos. ¡Un bicho raro, este Da Barca!

Parece que va por libre. Como un enlace.

Pues no le quites el ojo de encima. ¡Menudo pájaro!

Allí estaba, descrito con una torpeza artesanal que lo hacía más útil y fiable, todo cuanto había que saber sobre un hombre. Sus amistades, sus itinerarios habituales, los periódicos que leía, la marca de tabaco que fumaba.

El guardia Herbal conocía muy bien al doctor Da Barca, aunque éste no se lo podía ni imaginar. Le venía siguiendo las huellas desde hacía tiempo no porque se lo hubiesen mandado, sino porque le salía de dentro. Podría decirse que iba tras de él como un perro, olfateándole los pasos. Él odiaba al doctor Da Barca. No hacía mucho que se había licenciado, y ya tenía fama de ser un gran talento médico. Tanta como de revolucionario. En los mítines de los pueblos hablaba gallego con acento de Cuba, donde había nacido de familia emigrante, y tenía aquella prédica especial, con el don de la mecha prendida, que ponía en pie a los tullidos y hasta los mancos levantaban el puño. Decía que había que luchar contra el mal de aire.

Mucha gente no entendía las doctrinas de los políticos, pero aquello, lo del mal de aire, sí que lo entendían. A él mismo, a Herbal, de niño, lo había cogido un aire. Se quedó de color verde, de un verde feo como de romaza, y crecía sólo a lo ancho. Llegó un momento en que andaba como un pato. Lo llevaron de curandero en curandero, hasta que uno de ellos le dijo a su padre que lo ahogase en agua de tabaco. Y así lo hizo. Él estaba convencido, por algunos precedentes que no vienen al caso, de que su padre era en verdad capaz de ahogarlo. Se reviró y le mordió en la mano. Y entonces su padre se enojó más. ¡El coño que te parió!, maldijo, y lo metió entero en el barril de mejunje. Lo tuvo allí sumergido justo hasta el momento en que vio que ya no braceaba.

Y nada más salir me cogió este color de tabaco y me puse a crecer a lo largo, todo pellejo, así como me ves.

Sí, él entendía muy bien lo que se decía en aquellos mítines del Frente Popular. Lo que se dice salir de la aldea de verdad, lo había he cho por vez primera cuando el servicio militar. Para él aquello había sido un respiro. Fuera de algunos breves permisos, sólo regresó para enterrar a sus padres. En el servicio había formado parte de las tropas que dirigía el general Franco cuando sofocó, ésta es la palabra que todos empleaban, la revolución de los mineros de Asturias en 1934. Una mujer, arrodillada ante su marido muerto, le había gritado con los ojos enrojecidos: ¡Soldado, tú también eres pueblo! Sí, pensó, es cierto. Maldito pueblo, maldita miseria. En lo sucesivo trataría de cobrar un salario por sus servicios. Se metió guardia.

El doctor Da Barca estaba en lo cierto. Enseguida le iba a llegar el mal de aire. Él fue uno de los que lo detuvieron, de hecho, quien lo redujo de un culatazo en la nuca. Daniel Da Barca era alto y de pecho bravo. Todo en él era echado para delante. La frente, la nariz judía, la boca de labios muy carnosos. Cuando se explicaba, desplegaba los brazos como alas y los dedos parecían hablar para los mudos.

Los primeros días del alzamiento anduvo huido. Sólo había que esperar a que se confiase, a que pensase que la caza amainaba. Cuando por fin se acercó a casa de su madre, se le echaron encima los cinco que formaban la patrulla y él se resistió como un jabalí. La madre gritaba como loca desde la ventana. Pero lo que más les cabreó fue cuando salieron las costureras de un taller que había enfrente. Los maldecían, les escupían, y alguna de aquellas costureritas hasta se atrevió a tirarles de la guerrera y arañarles en el cuello. El doctor Da Barca sangraba por la nariz, por la boca, por las orejas, pero no se rendía. Hasta que él, el guardia Herbal, le acertó un culatazo en la cabeza y cayó de bruces contra el suelo.

Y entonces me volví hacia las costureras y les apunté a la barriga. Y de no ser por el sargento Landesa, no sé lo que haría, porque si algo me sublevaba eran aquellas muchachas gritando por él como un coro de viudas. Lo de su madre lo entendía, pero lo de ellas me quitaba de mis casillas. Y entonces solté lo que me roía por dentro. ¿Qué carajo le veis a este cabrón? ¿Qué os da? ¡Putas, que sois todas unas putas! Y el sargento Landesa tiró de mí y me dijo: Venga, Herbal, que aún tenemos mucho trabajo.

7.

El doctor Da Barca tenía novia. Y esa novia era la mujer más hermosa del mundo. Del mundo que Herbal había visto y, con seguridad, del que no había visto. Marisa Mallo. Él era hijo de labradores pobres. En su casa de la aldea había muy pocas cosas bonitas. La recordaba sin nostalgia, llena de humo o moscas. Como una cañería a través del tiempo, la memoria apestaba a estiércol y a gas de carburo. Todo tenía, empezando por las paredes, una pátina como de tocino rancio, un color de amarillo ennegrecido que se metía en los ojos. Por la mañana, cuando salía con las vacas, lo veía todo con esas gafas de amarillo ennegrecido. Hasta los verdes prados los veía así. Pero había dos cosas en aquella casa que él miraba como si fuesen tesoros. Una era su hermana pequeña, Beatriz, una rubita de mirar azul, siempre acatarrada y con mocos verdes. La otra era una vieja lata de membrillo en la que la madre guardaba sus joyas. Unos pendientes de azabache, un rosario, una medalla de oro venezolano tan blanda como el chocolate, un duro de plata del rey Alfonso XII que había heredado de su padre, y unos broches plateados de sujetar el pelo. Y también había un frasco con dos aspirinas y su primer diente.

Ponía el diente en la palma de la mano y le parecía un grano de centeno roído por un ratón. Pero lo realmente bonito era la vieja caja de hojalata, oxidada por las juntas. Tenía en la tapa la imagen de una moza con una fruta en la mano, con una peineta en el pelo y un vestido rojo estampado de flores blancas y con volantes en las mangas. La primera vez que vio a Marisa Mallo fue como si hubiese salido de la caja de membrillo para pasear por la feria grande de Fronteira. Habían ido a vender un cerdo y patatas tempranas. De la aldea al pueblo había que andar tres kilómetros por senderos de lama. El padre iba delante, con su sombrero de fieltro y la pequeña en los brazos, detrás la madre con el pesado cesto en la cabeza y él en el medio, tirando del puerco que iba atado con un cordel a la pata. Para su desesperación, el animal intentaba constantemente hozar en el lodo y cuando llegaron a Fronteira parecía un enorme topo. Su padre le dio una bofetada. ¿Quién va a comprar este bicho? Y allí estaba él, en la feria, limpiando la costra con un manojo de paja, cuando alzó la cabeza y la vio pasar. Destacaba como una dueña entre el ramillete de las otras chicas, que parecían acompañarla sólo para que la señalasen con el dedo y dijesen ésa es la reina. Iban y venían como bandada de mariposas, y él las seguía con la mirada, mientras su padre blasfemaba porque nadie iba a comprar aquel cerdo tan sucio, y todo por su culpa. Y él soñaba que el marrano era un cordero, y que ella se acercaba y le peinaba los rizos con sus dedos. Habría que venderte a ti, y no al cerdo, murmuraba su padre. Si es que alguien te quisiera.

Mi padre era así. Si empezaba el día maldiciendo, ya no tenía marcha atrás, como quien cava y cava un pozo de mierda bajo los pies. Y yo pensaba que sí, que ojalá viniese alguien a comprarme y me llevase atado de un cordel por la pata.

Finalmente, vendieron el puerco y las patatas tempranas. Y la madre pudo comprar una lata de aceite que tenía la imagen de una mujer que también se parecía a Marisa Mallo. Y volvieron otras muchas veces a la feria grande de Fronteira. Ya no le importaba el humor de su padre. Para él eran días de fiesta, los únicos que tenían sentido durante todo el año. Pastoreando las vacas, anhelaba que llegase el día primero de mes. Y así fue como pudo ir viendo crecer y hacerse mujer a Marisa Mallo, de las familias pudientes de la comarca, la ahijada del alcalde, la hija del notario, la hermana pequeña del señor cura párroco de Fronteira. Y, sobre todo, la nieta de don Benito Mallo. Y él nunca tuvo un cordero para ver si ella se acercaba a peinarle los rizos de lana.

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