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Manuel Rivas: El lápiz del carpintero

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Manuel Rivas El lápiz del carpintero

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En la cárcel de Santiago de Compostela, en plena Guerra Civil, un pintor dibuja el Pórtico de la Gloria con un lápiz de carpintero, reflejando los rostros… y aun más, las desesperación de sus compañeros de presidio. Un guardián, su futuro asesino, lo observa todo. A partir de aquí se dibuja una historia donde el amor logra vencer a la desesperación.

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No. El mejor guión es aquello que ignoramos. ¡El poema secreto de la célula, señores!

¿Es cierto eso que leí en la hoja episcopal, Da Barca?, intervino con ironía Casal*. Que dijiste en una conferencia que el hombre tenía nostalgia del rabo.

(*Activo republicano galleguista, promovió algunas de las editoriales más emblemáticas de los años veinte, como Nós, en la que se publicarían los Seis poemas galegos de Federico García Lorca. Detenido por los golpistas siendo alcalde de Santiago, sería asesinado la misma noche que el poeta granadino. (N. de la T.))

Todos rieron, empezando por el interpelado, que le siguió la corriente: Sí. ¡Y también dije que el alma está en la glándula tiroides! Pero ya que estamos en esto, os voy a decir algo. En las clínicas atendemos casos de mareo y vértigo que se producen cuando el humano se pone en pie de repente, vestigios del desarreglo funcional que supuso adaptarse a la verticalidad. Lo que sí tiene el humano es nostalgia de lo horizontal. En cuanto al rabo, digamos que es una rareza, una deficiencia biológica, que el hombre no lo tenga, o lo tenga digamos que cortado. Esa ausencia de rabo no debe de ser un factor despreciable para explicar el origen del lenguaje oral.

Lo que no comprendo, dijo el pintor divertido, es cómo tú, siendo tan materialista, puedes creer en la Santa Compaña.

¡Un momento! Yo no soy materialista. Sería una vulgaridad por mi parte, un desaire a la materia que tanto hace por salir de sí para no aburrirse. Yo creo en una realidad inteligente, en un ambiente, por así decirlo, sobrenatural. A ras de tierra, el mutante erecto le devolvió la risotada al chimpancé. Reconoció el escarnio. Se sabía defectuoso, anormal. Y por eso también tenía el instinto de la muerte. Era a la vez animal y planta. Tenía y no tenía raíces. De ese trastorno, de esa rareza, surgió el gran ovillo. Una segunda naturaleza. Otra realidad. Eso que el doctor Nóvoa Santos llamaba la realidad inteligente.

Yo conocí a Nóvoa Santos, dijo Casal. Le edité algún escrito y puedo decir que éramos buenos amigos. Ese hombre era un portento. Demasiado excepcional para este país tan ingrato.

El alcalde de Santiago, que dedicaba su escaso pecunio a la edición de libros, hizo una pausa y, entristecido, evocó. Los pobres le llamaban Novo Santo*. Pero la caverna del clero y de la universidad lo odiaba. Un día entró en el casino y tiró los muebles por la ventana. Se había suicidado un muchacho por las deudas de juego. El ideario de Nóvoa valía tanto como una constitución: Ser algo bueno y algo rebelde. Cuando consiguió la cátedra de Madrid, con su lección magistral, el anfiteatro entero, dos mil personas, se puso en pie. Le aplaudieron como a un artista, como si fuese Caruso. ¡Y eso que había hablado de los reflejos corporales!

(*En gallego, "Nuevo Santo". (N. de la T.))

Siendo estudiante, tuve la suerte de acudir a una de sus consultas, dijo Da Barca. Lo acompañamos a visitar a un viejo moribundo. Era un caso raro. Nadie acertaba con la enfermedad. En el Hospital de la Caridad había una humedad tal que a las palabras les salía moho por el aire. Y don Roberto, nada más verlo, sin tocarlo siquiera, dijo: Lo que este hombre tiene es hambre y frío. Denle caldo caliente hasta que se harte y pónganle dos mantas.

Y usted, doctor, ¿de verdad cree en la Santa Compaña?, preguntó Dombodán con ingenuidad.

Da Barca recorrió el círculo de amigos con una penetrante mirada teatral.

Creo en la Santa Compaña porque la vi. No por tipismo. Siendo estudiante, una noche, fui a rebuscar en el osario que hay junto al cementerio de Boisaca. Tenía un examen y necesitaba un esfenoides, un hueso de la cabeza dificilísimo de estudiar. ¡Qué maravilla, el esfenoides, con esa forma de murciélago con alas! Oí algo que no era ruido, como si el silencio cantase gregoriano. Y allí estaba, ante mis ojos, una hilera de candiles. Allí estaban, y disculpadme la pedantería, las migajas ectoplasmadas de los difuntos.

La disculpa era innecesaria, porque todos entendían lo que quería decir. Escuchaban con mucha atención, aunque la expresión de las miradas iba de la entrega a la incredulidad.

¿Y qué?

Nada. Puse a mano el tabaco, por si me lo pedían. Pero pasaron de largo como motoristas silenciosos.

¿Hacia dónde iban?, preguntó Dombodán con inquietud.

Esta vez, el doctor Da Barca lo miró con seriedad, como si ante él quisiese disipar cualquier sombra de cinismo.

Hacia la Eterna Indiferencia, amigo.

Pero luego, notando el desasosiego de Dombodán, rectificó con una sonrisa: En realidad, creo que iban para San Andrés de Teixido, donde va de muerto quien no fue de vivo. Sí, creo que iban en esa dirección.

Os voy a contar una historia. El silencio fue roto por el tipógrafo Maroño, un socialista al que los amigos llamaban O'Bo*. No es un cuento. Es un sucedido.

(*En gallego, "El Bueno". (N. de la T.))

¿Y dónde sucedió?

En Galicia, dijo O'Bo desafiante. ¿Dónde, si no, iba a suceder?

Ya.

Pues bien. En un lugar llamado Mandouro vivían dos hermanas. Vivían solas, en una casa de labranza que les habían dejado sus padres. Desde la casa se veía el mar y muchos navíos que allí cambiaban el rumbo de Europa hacia los mares del Sur. Una hermana se llamaba Vida y la otra Muerte. Eran dos buenas mozas, robustas y alegres.

¿La que se llamaba Muerte también era guapa?, preguntó preocupado Dombodán.

Sí. Bien. Era guapa, pero algo caballuna. El caso es que las dos hermanas se llevaban muy bien. Como tenían muchos pretendientes, habían hecho un juramento: podían flirtear, incluso tener aventuras con hombres, pero nunca separarse la una de la otra. Y lo cumplían lealmente. Los días de fiesta bajaban juntas al baile, a un lugar llamado Donaire, adonde acudía todo el mocerío de la parroquia. Para llegar allí, tenían que atravesar unas tierras de marisma, con muchos lamedales, conocidas como Fronteira. Las dos hermanas iban con los zuecos puestos y llevaban en la mano los zapatos. Los de Muerte eran blancos y los de Vida, negros.

¿No sería al revés?

Pues no. Eran tal como os digo. En realidad, esto que hacían las dos hermanas era lo que hacían todas las muchachas. Iban con zuecos y con los zapatos en la mano para tenerlos limpios a la hora de danzar. Así que se juntaban en la puerta del baile hasta un ciento de zuecos, como barquichuelas en un arenal. Los muchachos, no. Los muchachos iban a caballo. Y corcoveaban en sus cabalgaduras, sobre todo al llegar, para impresionar a las chicas. Y así iba pasando el tiempo. Las dos hermanas acudían al baile, tenían sus quereres, pero siempre, tarde o temprano, volvían a casa.

Una noche, una noche de invernada, hubo un naufragio. Porque, como sabéis, éste era y es un país de muchos naufragios. Pero aquél fue un naufragio muy especial. El barco se llamaba Palermo e iba cargado de acordeones. Mil acordeones embalados en madera. La tempestad hundió el barco y arrastró el cargamento hacia la costa. El mar, con sus brazos de estibador enloquecido, destrozó las cajas y fue llevando los acordeones hacia las playas. Los acordeones sonaron toda la noche, con melodías, claro, más bien tristes. Era una música que entraba por las ventanas, empujada por el vendaval. Como todas las gentes de la comarca, las dos hermanas despertaron y la escucharon también, sobrecogidas. Por la mañana, los acordeones yacían en los arenales, como cadáveres de instrumentos ahogados. Todos quedaron inservibles. Todos, menos uno. Lo encontró un joven pescador en una gruta. Le pareció una suerte tal que aprendió a tocarlo. Ya era un muchacho alegre, con mucha chispa, pero aquel acordeón cayó en sus manos como una gracia. Vida, una de las hermanas, se enamoró tanto de él en el baile que decidió que aquel amor valía más que todo el vínculo con su hermana. Y huyeron juntos, porque Vida sabía que Muerte tenía un genio endemoniado y que podía ser muy vengativa. Y vaya si lo era. Nunca se lo ha perdonado. Por eso va y viene por los caminos, sobre todo en las noches de tormenta, se detiene en las casas en las que hay zuecos a la puerta, y a quien encuentra le pregunta: ¿Sabes de un joven acordeonista y de esa puta de Vida? Y a quien le pregunta, por no saber, se lo lleva por delante.

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