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Manuel Rivas: El lápiz del carpintero

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Manuel Rivas El lápiz del carpintero

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En la cárcel de Santiago de Compostela, en plena Guerra Civil, un pintor dibuja el Pórtico de la Gloria con un lápiz de carpintero, reflejando los rostros… y aun más, las desesperación de sus compañeros de presidio. Un guardián, su futuro asesino, lo observa todo. A partir de aquí se dibuja una historia donde el amor logra vencer a la desesperación.

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Cuando el tipógrafo Maroño acabó su relato, el pintor musitó: Esa historia es muy buena.

La escuché en una taberna. Hay tascas que son universidades.

¡Nos van a matar a todos! ¿No os dais cuenta? ¡Nos van a matar a todos!

Quien gritaba era un preso que había permanecido en una esquina, algo apartado del grupo, como ensimismado en su cavilar.

Estáis ahí dale que dale, con cuentos de viejas.Y no os dais cuenta de que nos van a matar a todos. ¡Nos van a matar a todos! ¡A todos!

Se miraron sobrecogidos, sin saber qué hacer, como si, sobre ellos, el cielo azul y caluroso de agosto se fragmentase en pedazos de hielo.

El doctor Da Barca se acercó a él y lo agarró por el pulso.

Tranquilo, Baldomir, tranquilo. Hablar es un esconjuro.

5.

El pintor había conseguido un lápiz de carpintero. Lo llevaba apoyado en la oreja, como hacen los del oficio, listo para dibujar en cualquier momento. Ese lápiz había pertenecido a Antonio Vidal, un carpintero que había llamado a la huelga por las ocho horas y que con él escribía notas para El Corsario , y que a su vez se lo había regalado a Pepe Villaverde, un carpintero de ribera que tenía una hija que se llamaba Mariquiña y otra Fraternidad. Villaverde era, según sus propias palabras, libertario y humanista, y empezaba sus discursos obreros hablando de amor: «Se vive como comunista si se ama, y en proporción a cuánto se ama». Cuando se hizo listero del ferrocarril, Villaverde le regaló el lápiz a su amigo sindicalista y carpintero Marcial Villamor. Y antes de que lo matasen los paseadores que iban de caza a la Falcona, Marcial le regaló el lápiz al pintor, al ver que éste intentaba dibujar el Pórtico de la Gloria con un trozo de teja.

Y a medida que pasaban los días, con su estela de los peores presagios, más se concentraba él en su cuaderno. Mientras los otros char laban, él los retrataba sin descanso. Les buscaba el perfil, un gesto característico, el punto de la mirada, las zonas de sombra. Y cada vez con mayor dedicación, casi enfebrecido, como si atendiese un pedido de urgencia.

El pintor explicaba ahora quién era quién en el Pórtico de la Gloria.

Estaba allí, a unos metros de distancia, pero el guardia Herbal sólo había visitado la catedral en dos ocasiones. Una, de niño, cuan do sus padres habían ido desde la aldea a vender simiente de repollo y cebolla el día de Santiago. De aquella ocasión recordaba que lo habían llevado al Santo de los Croques y que colocó los dedos en el molde labrado de una mano, y que tuvo que golpear la frente contra la cabeza de piedra. Pero él había quedado cautivado por aquellos ojos de ciego que tenía el santo y fue el padre, riéndose con su boca desdentada, quien lo agarró por el cogote y le hizo ver las estrellas. Si no es por las buenas, dijo la madre, no le vendrán las luces. No tengas miedo, dijo el padre, no le vendrán de ninguna de las maneras. La segunda vez fue ya de uniformado, en una misa de la Ofrenda. Con la nave atestada de gente, sudaban latines interminables. Pero el botafumeiro lo había dejado extasiado. Eso sí que lo recordaba bien. El gran incensario envolvía en niebla el altar, como si todo aquello fuese un extraño cuento.

El pintor hablaba del Pórtico de la Gloria. Lo había dibujado con un lápiz gordo y rojo, que llevaba constantemente en la oreja, como un carpintero. Cada una de las figuras resultaba ser en el retrato uno de sus compañeros de la Falcona. Parecía satisfecho. Tú, Casal, le dijo al que había sido alcalde de Compostela, eres Moisés con las Tablas de la Ley. Y tú, Pasín, le dijo a uno que era del sindicato ferroviario, tú eres San Juan Evangelista, con los pies sobre el águila. Y San Pablo eres tú, mi capitán, le dijo al teniente Martínez, que había sido carabinero y se metió de concejal republicano. Y había también dos viejos encarcelados, Ferreiro de Zas y González de Cesures, y a ellos les dijo que eran los ancianos que estaban arriba, en el centro, con el organistrum , en la orquesta del Apocalipsis. Y a Dombodán, que era el más joven y algo inocente, le dijo que era un ángel que tocaba la trompeta. Y así a todos, que salieron tal cual, como luego se pudo ver en el papel. Y el pintor explicó que el zócalo del Pórtico de la Gloria estaba poblado de monstruos, con garras y picos de rapiñas, y cuando oyeron eso todos callaron, un silencio que los delató, porque Herbal bien que notaba todos los ojos clavados en su silueta de testigo mudo. Y por fin se decidió a. hablar del profeta Daniel. De él se dice que es el único que sonríe con descaro en el Pórtico de la Gloria, una maravilla del arte, un enigma para los expertos. Ése eres tú, Da Barca.

6.

Un día, el pintor fue a pintar a los locos del manicomio de Conxo. Quería retratar los paisajes que el dolor psíquico ara en los rostros, no por morbo sino por una fascinación abismal. La enfermedad mental, pensaba el pintor, despierta en nosotros una reacción expulsiva. El miedo ante el loco precede a la compasión, que a veces nunca llega. Quizá, creía él, porque intuimos que esa enfermedad forma parte de una especie de alma común y anda por ahí suelta, escogiendo uno u otro cuerpo según le cuadre. De ahí la tendencia a hacer invisible al enfermo. El pintor recordaba de niño una habitación siempre cerrada en una casa vecina. Un día escuchó alaridos y preguntó quién estaba allí. La dueña de la casa le dijo: Nadie.

El pintor quería retratar las heridas invisibles de la existencia.

El escenario del manicomio era estremecedor. No porque los enfermos se dirigiesen a él amenazantes, pues sólo unos pocos lo ha bían hecho, y de una forma que parecía ritual, como si intentasen abatir una alegoría. Lo que impresionó al pintor fue la mirada de los que no miraban.

Aquella renuncia a las latitudes, el absoluto deslugar por el que caminaban.

Con la mente en su mano, dejó de sentir miedo. El trazo seguía la línea de la angustia, del pasmo, del delirio. La mano paseaba en espiral enfebrecida entre los muros. El pintor volvió en sí por un instante y miró el reloj. Pasaba ya un tiempo de la hora acordada para su marcha. Caía la noche. Recogió el cuaderno y fue hacia la portería. El cerrojo estaba echado con un enorme candado. Y allí no había nadie. El pintor llamó al celador, primero en bajo, luego a voces. Escuchó los toques del reloj de la iglesia. Daban las nueve. Se había retrasado media hora, no era tanto tiempo. ¿Y si se habían olvidado de él? En el jardín, un loco permanecía abrazado al tronco de un boj. El pintor pensó que el boj tenía, por lo menos, doscientos años, y que aquel hombre buscaba algo firme.

Pasaron los minutos y el pintor se vio a sí mismo gritando con angustia, y el interno amarrado al boj lo miró con compasión solidaria.

Y entonces llegó un hombre sonriente, joven pero trajeado, que le preguntó qué le pasaba. Y el pintor le dijo que era pintor, que había ido allí con permiso para retratar a los enfermos y que se había despistado con la hora. Y aquel joven trajeado le dijo muy serio: Eso mismo me ha pasado a mí.

Añadió:

Y llevo aquí encerrado dos años.

El pintor pudo ver sus propios ojos. Un blanco de nieve con un lobo solitario en el horizonte.

¡Pero yo no estoy loco!

Eso mismo fue lo que yo dije.

Y como lo vio al borde del pánico, sonrió y se delató: Es una broma. Soy médico. Tranquilo, que ahora salimos.

Así había conocido el pintor al doctor Da Barca. Fue el comienzo de una gran amistad.

El guardia lo miró desde la penumbra, como tantas veces antes.

Yo también conocía muy bien al doctor Da Barca, le contó Herbal a Maria da Visitaçáo. Muy bien. Nunca podría sospechar cuánto sabía yo de él. Durante una larga temporada, fui su sombra. Seguí sus huellas como un perro de caza. Era mi hombre.

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