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Manuel Rivas: El lápiz del carpintero

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Manuel Rivas El lápiz del carpintero

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En la cárcel de Santiago de Compostela, en plena Guerra Civil, un pintor dibuja el Pórtico de la Gloria con un lápiz de carpintero, reflejando los rostros… y aun más, las desesperación de sus compañeros de presidio. Un guardián, su futuro asesino, lo observa todo. A partir de aquí se dibuja una historia donde el amor logra vencer a la desesperación.

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El doctor Da Barca mojó los labios en la copa y luego la alzó como en un brindis. ¿Sabe? Yo soy un revolucionario, dijo de repente, un internacionalista. De los de antes. De los de la Primera Internacional, si me apura. ¿A que le suena raro?

A mí no me interesa la política, respondió Sousa como en un reflejo instintivo. Me interesa la persona.

La persona, claro, murmuró Da Barca. ¿Ha oído usted hablar del doctor Nóvoa Santos*?

(* Brillante patólogo e intelectual gallego, formó parte de la Agrupación al Servicio de la República junto con Ortega y Gasset. Fue diputado en las Constituyentes de 1931. (N. de la T.))

No.

Era una persona muy interesante. Expuso la teoría de la realidad inteligente.

Siento no conocerlo.

No se preocupe. Casi nadie lo recuerda, empezando por la mayoría de los médicos. La realidad inteligente, sí, señor. Todos soltamos un hilo, como los gusanos de seda. Roemos y nos disputamos las hojas de morera pero ese hilo, si se entrecruza con otros, si se entrelaza, puede hacer un hermoso tapiz, una tela inolvidable.

Atardecía. En la huerta, un mirlo se echó a volar cual pentagrama negro, como si de repente se hubiese acordado de una cita olvidada, al otro lado de la frontera. La hermosa señora se acercaba de nuevo a la galería con el andar suave de un reloj de agua.

Marisa, dijo él repentinamente, ¿cómo era aquel poema del mirlo, el del pobre Faustino*?

(*Se refiere a Faustino Rey Romero, sacerdote y poeta. Crítico con el franquismo y la Iglesia oficial, acabó sus días exiliado en América (N. de la T.))

Tanta paixón e tanta melodia

tiñas nas túas veas apreixada,

que unha paixón a outra paixón sumada,

no breve corpo teu xa non cabía.*

(*Tanta pasión y tanta melodía / tenías en tus venas apresada / que una pasión a otra pasión sumada / ya en tu breve cuerpo no cabía. (N. de la T.))

Lo recitó sin hacerse de rogar y sin forzar la entonación, como atendiendo a una petición natural. Fue su mirada, un resplandor de vitrales en el crepúsculo, lo que conmovió al reportero Sousa. Bebió un largo trago de tequila para ver cuánto quemaba.

¿Qué le parece?

Hermosísimo, dijo Sousa. ¿De quién es?

De un cura poeta al que le gustaban mucho las mujeres. Y sonrió: un caso de realidad inteligente.

Y ustedes, ¿cómo se conocieron?, preguntó el reportero, por fin dispuesto a tomar notas.

Yo ya me había fijado en él paseando por la Alameda. Pero lo escuché hablar por primera vez en un teatro, explicó Marisa mirando para el doctor Da Barca. Me habían llevado unas amigas. Era un acto republicano en el que se debatía si las mujeres debían o no tener derecho a voto. Hoy nos parece raro, pero en aquellos tiempos era algo muy controvertido, incluso entre las mujeres, ¿verdad? Y entonces Daniel se levantó y contó aquella historia de la reina de las abejas. ¿Te acuerdas, Daniel?

¿Cómo es esa historia de la reina de las abejas?, preguntó intrigado Sousa.

En la Antigüedad no se sabía cómo nacían las abejas. Los sabios, como Aristóteles, inventaron teorías disparatadas. Se decía, por ejemplo, que las abejas venían del vientre de los bueyes muertos. Y así durante siglos y siglos. Y todo esto, ¿sabe por qué? Porque no eran capaces de ver que el rey era una reina. ¿Cómo sustentar la libertad sobre una mentira semejante?

Le aplaudieron mucho, añadió ella.

Bah. No fue una ovación indescriptible, comentó el doctor con humor. Pero hubo aplausos.

Y dijo Marisa:

Él ya me gustaba. Pero fue después de oírlo aquel día cuando me pareció verdaderamente atractivo. Y más aún cuando mi familia me advirtió: a ese hombre, ni te acerques. Enseguida se informaron de quién era.

Yo pensaba que ella era costurera.

Marisa rió:

Sí, le mentí. Fui a hacerme un vestido a un taller de costura que había frente a la casa de su madre. Yo salía de probar, y él venía de visitar a sus enfermos. Me miró, seguí adelante y de repente se dio la vuelta: ¿Trabajas aquí? Yo asentí. Y él dijo: ¡Pues qué costurera más bonita! Debes de coser con seda.

El doctor Da Barca la miraba con sus viejos ojos tatuados de deseo.

Entre las ruinas arqueológicas de Santiago, aún debe de haber un revólver herrumbroso. El que nos llevó ella a la cárcel para que intentáramos salvarnos.

2.

Herbal no hablaba casi nunca.

Le pasaba un paño a las mesas, meticuloso, como quien abrillanta con gamuza un instrumento. Vaciaba los ceniceros. Barría el local, lentamente, dándole tiempo a la escoba a hurgar en las esquinas. Esparcía en círculo un espray de aroma a pino canadiense, eso decía el bote, y era él quien encendía el neón que daba a la carretera, con letras rojas y una figura de valquiria que parecía levantar las pesas de sus tetas con unos forzudos bíceps. Conectaba el equipo de música y ponía aquel disco largo, Ciao, amore , que se repetía como una letanía carnal toda la noche. Manila daba unas palmadas, se acicalaba el pelo como si fuese a debutar en un cabaret y era Herbal quien descorría el cerrojo de la puerta.

Manila decía:

Venga, niñas, que hoy vienen los de los zapatos blancos.

Atún blanco. Harina de pescado. Cocaína. Los de los zapatos blancos habían invadido el territorio de los viejos contrabandistas de Fronteira.

Herbal permanecía acodado al fondo de la barra, como un guardia en su garita. Ellas sabían que él estaba allí, filmando cada movimiento, espiando a los tipos que tenían, como decía él, cara de plata y lengua de navaja. Sólo de vez en cuando salía de su puesto de vigía para ayudar a Manila a servir copas, en los escasos momentos de apuro, y lo hacía a la manera de un cantinero en plena guerra, como si echara el licor directamente en el hígado del cliente.

Maria da Visitação había llegado hacía poco de una isla del Atlántico africano. Sin papeles. Como quien dice, se la habían vendido a Manila. De su nuevo país poco más conocía que la carretera que iba hacia Fronteira. La contemplaba desde la ventana del piso, en el mismo edificio del club, apartado, sin vecindario. En el alféizar de la ventana había un geranio. Si la viésemos desde fuera, mientras ella acechaba inmóvil por la ventana, pensaríamos que se le habían posado mariposas rojas en el hermoso tótem de su cara.

Al otro lado de la carretera había un soto con mimosas. Aquel primer invierno la habían ayudado mucho. Florecían en la orilla como candelas en una ofrenda a las ánimas, y esa visión le quitaba el frío. Eso y el canto de los mirlos, con su melancólico silbido de almas negras. Tras el soto, había un cementerio de coches. A veces se veía gente rebuscando piezas entre la chatarra. Pero el único habitante fijo era un perro encadenado a un coche sin ruedas que le servía de caseta. Se subía al techo y ladraba todo el día. Eso le daba frío. Ella pensaba que estaba muy al norte. Que para arriba de Fronteira empezaba un mundo de nieblas, vendavales y nieve. Los hombres que llegaban de allí tenían faros en los ojos, se restregaban las manos al entrar en el club y bebían licores fuertes.

Excepto algunos, hablaban muy poco.

Como Herbal.

Herbal le caía bien. Nunca la había amenazado, ni le había levantado la mano para pegarle, como había oído decir que hacían con las chicas en otros clubes de la carretera. Tampoco le había pegado Manila, aunque ésta tenía días en que su boca parecía el cañón de una recortada. Maria da Visitação se había dado cuenta de que el humor de Manila dependía de la comida. Cuando disfrutaba en la mesa, las trataba como a hijas. Pero los días en que se descubría gorda, disparaba blasfemias como si quisiese vomitar las grasas. Ninguna de las chicas sabía muy bien qué tipo de relación existía entre Herbal y Manila. Dormían juntos. Cuando menos, dormían en la misma habitación. En el club actuaban como propietaria y empleado, pero sin dar ni recibir órdenes. Ella no blasfemaba nunca al dirigirse a él.

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