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Manuel Rivas: El lápiz del carpintero

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Manuel Rivas El lápiz del carpintero

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En la cárcel de Santiago de Compostela, en plena Guerra Civil, un pintor dibuja el Pórtico de la Gloria con un lápiz de carpintero, reflejando los rostros… y aun más, las desesperación de sus compañeros de presidio. Un guardián, su futuro asesino, lo observa todo. A partir de aquí se dibuja una historia donde el amor logra vencer a la desesperación.

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(* Tertulia que reunía a los regionalistas coruñeses, a finales del XIX, en la que se forjó la idea del origen celta del pueblo gallego. (N. de la T.))

(** Asociaciones fundadas en 1916 con el objetivo de promover el cultivo de la lengua gallega; su actividad fue determinante para el desarrollo del galleguismo posterior. (N. de la T.))

Con aquella administración paralela, los presos habían ido mejorando en lo posible la vida en la cárcel. Emprendieron por su cuenta medidas de higiene y reparto alimentario. Superpuesto al horario oficial, había un calendario no escrito que era el que verdaderamente regía las rutinas diarias. Se distribuyeron las tareas con tal organización y eficiencia que muchos presos comunes acudían a ellos en demanda de ayuda. Tras las rejas, había un gobierno en la sombra, nunca mejor dicho, un parlamento asambleario y unos jueces de paz. Y también una escuela de humanidades, un estanco de tabaco, un fondo común que hacía de mutua y un hospital.

El hospital de los presos era el doctor Da Barca.

En la enfermería había algún personal más, le contó Herbal a Maria da Visitaçáo, pero era él quien llevaba el peso de todo. Incluso el médico oficial, el doctor Soláns, cuando venía de visita, atendía sus instrucciones como si fuese un auxiliar accidental. Este Soláns apenas abría la boca. Todos sabíamos que se metía alguna droga. Se notaba que la cárcel le daba asco, aunque él estaba fuera. Parecía siempre ido, estupefacto ante el lugar en el mundo en el que le había tocado caer con una bata blanca. Pero el doctor Da Barca trataba a todos los presos por su nombre, y sabía su historia, fuesen políticos o comunes, sin necesidad de ficheros. No sé cómo lo hacía. Le corría más la cabeza que el almanaque.

Un día apareció en la enfermería un enviado de la inspección médica militar. Mandó pasar consulta en su presencia. El doctor Soláns estaba nervioso, como si se sintiese vigilado. Y el doctor Da Barca se colocó en un segundo plano, pidiéndole consejo, dándole la iniciativa. De repente, al inclinarse para tomar asiento, el inspector hizo un gesto extraño y le cayó una pistola de la sobaquera. Nosotros estábamos allí para vigilar a un preso considerado peligroso, el Gengis Khan, que había sido boxeador y luchador y al que, como andaba algo tocado de la cabeza, le daban una especie de prontos. Lo encarcelaron porque había matado a un hombre sin querer. Sólo por meterle un susto. Fue durante una exhibición de lucha libre. Desde que empezó el combate entre Gengis Khan y uno que llamaban el Toro de Lalín, el hombrecito aquel, sentado en primera fila, estuvo todo el tiempo gritando que había tongo. ¡Tongo, tongo! Gengis Khan sangraba por la nariz, tenía esa habilidad, pero aun así el antipático aquel no se dio por satisfecho, como si lo aparatoso de la herida confirmase sus sospechas de combate amañado. Y entonces Gengis Khan tuvo uno de sus prontos. Levantó en vilo al Toro de Lalín, un saco de hombre de 130 kilos, y lo arrojó con todas sus fuerzas encima del hombrecito que gritaba tongo y que ya nunca más se sentiría estafado.

El caso es que, en la enfermería, todos miramos para aquella pistola como si fuese una rata muerta. Y el doctor Da Barca dijo tranquilamente: Se le ha caído al suelo el corazón, colega. Hasta el grandullón aquel que habíamos llevado esposado, el Gengis Khan, quedó impresionado. Después lanzó una carcajada y dijo: ¡Sí, señor, un tipo con tres cojones! Y desde entonces le tuvo tanta ley al doctor Da Barca que en las horas de patio andaba siempre junto a él como si le guardase las espaldas, y lo acompañaba a las clases de latín que daba el viejo Carré, el de las Irmandades da Fala. Gengis Khan empezó a utilizar expresiones muy chuscas. Decía de cualquier asunto que no era pataca minuta * y también, cuando las cosas se torcían, vamos de caspa caída . Desde entonces, Gengis Khan fue conocido por Pataquiña. Medía dos metros, aunque cargaba algo de hombros, y llevaba botas abiertas por la punta por donde le asomaban los dedos como raíces de roble.

(*Error derivado de la locución latina peccata minuta, confundida con pataca, en gallego «patata». (N. de la T.))

Y en la cárcel los presos organizaron también una orquesta. Había entre ellos varios músicos, buenos músicos, los mejores de las Mariñas, que durante la República había sido zona de muchos bailes. La mayoría eran anarquistas y les gustaban los boleros románticos, con la melancolía del relámpago luminoso. No había instrumentos, pero tocaban con el viento y con las manos. El trombón, el saxo, la trompeta. Cada uno reconstruía su instrumento en el aire. La percusión era auténtica. Uno al que le llamaban Barbarito era capaz de hacer jazz con un orinal. Habían discutido si llamarla Orquesta Ritz u Orquesta Palace, pero al final se impuso el nombre de Cinco Estrellas. Cantaba Pepe Sánchez. Lo habían detenido con varias docenas de huidos en las bodegas de un pesquero, a punto de salir hacia Francia. Sánchez tenía el don de la voz, y cuando cantaba en el patio, los presos miraban hacia la línea de la ciudad recortada en lo alto, porque la prisión estaba en una hondonada entre el faro y la ciudad, como diciendo no sabéis lo que os perdéis. En ese momento, cualquiera de ellos pagaría por estar allí. En la garita, Herbal dejaba el fusil, se apoyaba en la almohada de piedra y cerraba los ojos como el bedel de un teatro de ópera.

Había una leyenda en torno a Pepe Sánchez. En vísperas de las elecciones de 1936, cuando ya se intuía la victoria de las izquierdas, proliferaron en Galicia las llamadas Misiones. Eran predicaciones al aire libre, dirigidas sobre todo a las mujeres campesinas, entre las que los reaccionarios cosechaban más votos. Los sermones eran apocalípticos. Vaticinaban plagas terribles. Hombres y mujeres fornicarían como animales. Los revolucionarios separarían a los hijos de sus madres en cuanto saliesen de sus vientres para educarlos en el ateísmo. Se llevarían las vacas sin pagar un duro. Y sacarían en procesión a Lenin o a Bakunin en vez de a la Virgen María o al Santo Cristo. En la parroquia de Celas se convocó una de estas misiones, y un grupo de anarquistas decidió reventarla. Se hizo un sorteo y le tocó a Pepe Sánchez. El plan era el siguiente: Debía ir en burro, con el hábito de dominico, e irrumpir como un poseído en medio de la prédica. Sánchez sabía lo que podía llegar a hacer una muchedumbre estafada, y el día del suceso desayunó con un cuartillo de aguardiente. Cuando se presentó en el lugar, montado en el burro y gritando «¡Viva Cristo Rey, abajo Manuel Azaña!» y cosas por el estilo, los frailes predicadores aún no habían aparecido, retrasados por no se sabe qué. Así que la multitud lo tomó por verdadero y lo fue guiando, sin él quererlo, hacia el púlpito improvisado. Y entonces Pepe Sánchez no tuvo más remedio que tomar la palabra. Que en el mundo no había nadie suficientemente bueno como para mandar sobre otro sin su consentimiento. Que la unión entre hombre y mujer tenía que ser libre, sin más anillo ni argolla que el amor y la responsabilidad. Que. Que. Que quien roba a un ladrón tiene cien años de perdón y que parva es la oveja que se confiesa con el lobo. Era un tipo guapo. Y el vendaval agitándole el hábito y las románticas guedejas le daban un magnífico aire de profeta. Después de unos murmullos iniciales, se hizo el silencio y gran parte de los congregados, sobre todo las muchachas, asentían y lo miraban con devoción. Y entonces Pepe, ya desenfrenado, como si estuviese en el palco de una verbena, cantó aquel bolero que tanto le gustaba.

En el tronco de un árbol una niña

grabó su nombre henchida de placer,

y el árbol conmovido allá en su seno

a la niña una flor dejó caer.

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