Accedí gustoso a esta petición.
– ¿Y quién me acompañará en estas salidas nocturnas? -pregunté.
– Yo, señor oficial. Si usted lo estima conveniente, claro está -respondió Swamy.
Pronto simpaticé con Swamy. Como si fuera lo más normal del mundo, al caer la noche el caporal me hacía salir por la gran puerta de la prisión, que Panksha abría de par en par para nosotros. Ésta era la única parte comprometida del recorrido, ya que debíamos atravesar un vasto terreno despejado y bien iluminado de unas cuarenta yardas que había ante el edificio de las celdas, sin que tuviéramos posibilidad de ocultarnos en ningún rincón en sombra. Por suerte, nunca se produjo ningún incidente y, noche tras noche, pudimos abandonar sin problemas el recinto militar para adentrarnos en la Calcuta de los civiles. Mi primera escapada con el caporal la consagramos a conocernos mejor. Evidentemente, yo sólo tenía una idea en mente: dirigirme al Harnett para comprobar si Keller aún residía allí; pero mi intuición me decía que antes que nada tenía que franquearme con Swamy. Su ayuda podía serme preciosa para recuperar el vult de la habitación 511. Debía hacer, a toda costa, de este hombre mi aliado.
– ¿Y bien? ¿Qué hacemos, teniente? -me preguntó la primera vez que cruzamos la barrera del cuartel-. ¿Hay algún sitio en particular adonde quiera ir?
– Casi no conozco Calcuta, sabe… Desconozco qué es de buen tono hacer aquí entre el crepúsculo y el alba. ¡Sobre todo cuando uno es un semievadido un poco achacoso! ¿Tiene alguna sugerencia, caporal?
Swamy sonrió. Sí, tenía una sugerencia. De hecho era un simple deseo, que formuló sin descaro y que me encantó.
– Bien, entonces, teniente, ¿querría aceptar una invitación a cenar? Mi mujer siempre tiene algo preparado, y estará encantada de agradecerle personalmente el haberme socorrido la otra noche. Estoy seguro de que su visita le causará un gran placer. ¡Si no ve en ello una ofensa, señor oficial!
¡Desde luego que no veía ninguna ofensa en ello! Al contrario, la propuesta no podía complacerme más. De modo que seguí al caporal, que me condujo por pequeñas calles laterales, no muy lejos del cuartel, hasta una urbanización de casitas de madera, limpias y bien mantenidas, pero modestas y de una sola planta.
– Teniente, éstas son las viviendas de las familias de los soldados indígenas de su majestad Eduardo VIII. La administración militar tiene la bondad de ofrecérnoslas a bajo precio. La mía es la más cercana al gran macizo de bambús…
Ya era noche cerrada cuando entré por primera vez en casa de Swamy. En la vivienda del caporal todo estaba limpio y pulcramente ordenado. Los muebles bajos estaban encerados y brillaban suavemente bajo la luz tamizada de algunas lámparas de gas. Un olor a limpio, al que se mezclaba un perfume de especias, flotaba en el aire. Era la casa de un matrimonio tranquilo, sin complicaciones… Swamy fue a buscar a su esposa, una mujer pequeña de rasgos finos, dulces y lisos, con unos hermosos cabellos negros echados hacia atrás y recogidos en una pesada y larga trenza que le caía sobre la espalda.
– Le presento a Lajwanti -dijo Swamy- Ya la perdonará, pero apenas habla inglés…
Lajwanti me acogió con una hermosa sonrisa de princesa bengalí y una pequeña reverencia de devota protestante. Luego fue a la cocina y volvió con una simple copa de agua fresca, que me tendió, con los ojos entornados.
– Es la arghya , el agua de homenaje, mi teniente -explicó Swamy-. El primero y más importante de los dones de hospitalidad que se ofrecen.
En actitud ceremoniosa bebí dos tragos de agua, y luego me hicieron sentar a una mesa donde me sirvieron una comida muy sencilla. Por primera vez descubrí el curry, la paprika, la pimienta rosa y las semillas de fenogreco. Sentí un cierto aturdimiento, una especie de vértigo, como si me hubieran dado a beber un vino dulce. Pero era agradable; nuevo y al mismo tiempo placentero. Al acabar la cena, Lajwanti desapareció, dejándonos solos. Fuera, por la ventana abierta, oía a unos chiquillos que reían y jugaban en la oscuridad a pesar de la hora tardía. No sé si fueron esos ruidos los que me hicieron pensar en ello, pero una pregunta indiscreta se formó en mi mente, una pregunta que franqueó mis labios, a mi pesar, antes de que hubiera podido refrenarla:
– ¿No tienen hijos, Lajwanti y usted, Swamy?
El rostro del hindú se ensombreció de pronto, como si hubiera evocado una desgracia. Enseguida lamenté mi atrevimiento por tocar un tema tan íntimo.
– No. Por desgracia, no podemos. Es una gran pena para nosotros. Los médicos han dicho que no hay nada que hacer. Nos hubiera gustado mucho, pero es imposible.
– Siento haber sido tan torpe, Swamy. No quería reavivar su dolor. Perdóneme…
– No, no importa, mi teniente. Y además, de todos modos estamos rodeados de niños. De hecho, a menudo la casa está llena de ellos. Nos reconfortan.
Y Swamy me explicó que su mujer y él habían tomado bajo su protección a una pandilla de chiquillos que habían tenido la mala suerte de tener por padre a un inglés y por madre a una hindú. En todas las grandes ciudades coloniales, y hasta en los puestos de vanguardia más alejados, era frecuente que los británicos tomaran por amantes temporales a mujeres autóctonas y las abandonaran en cuanto quedaban encintas y se negaban a abortar. Ya podían entonces las pobres muchachas pedir asistencia y una reparación, que no había nada previsto para ellas. Rechazadas finalmente por todas las comunidades, debían componérselas sin ayuda de nadie para criar a una progenitura que llevaba dos sangres que nadie quería ver mezcladas. Swamy y Lajwanti se ocupaban de vez en cuando de un grupo de chiquillos como ésos, niños y niñas de entre cinco y quince años aproximadamente, recogiendo ropa y un poco de comida para ellos y tratando de darles unos rudimentos de educación.
– A mediodía, manejarán bajo mis órdenes los tubos de riego de los arsenales para enfriar las chapas. Así les dan permiso para ir a husmear en las cocinas de la cantina y satisfacer su hambre al menos una vez al día. Por otro lado, hay uno o dos que son realmente listos. Yo trato de enseñarles a leer y a contar. Tal vez un día puedan salir adelante. Pero, hagan lo que hagan, de todos modos seguirán siendo unos dalits, unos intocables…
En esa época yo sabía muy poco sobre el régimen de castas que definía a la India. Conocía la existencia de una jerarquía entre ellas, pero no sabía qué significaban exactamente ni qué individuos, y conforme a qué condiciones, formaban parte de cada una. Swamy fue quien, sobre este tema, como sobre infinidad de otros, me proporcionó las informaciones más precisas:
– El pueblo hindú está estratificado en tres grandes divisiones, mi teniente. La primera es la que separa a los dravidas , los primeros habitantes del continente, de los arios, los invasores procedentes del norte. Luego está la división de las castas. Originalmente, éstas eran sólo cuatro: los brahmanes (los sacerdotes), los chatrias (los guerreros, el equivalente de los caballeros en su Occidente), los vaishias (los comerciantes y los artesanos), y finalmente los sudras , que son los campesinos y los obreros.
– Sudra -intervine-, ya he oído antes este término. Me parece recordar que fue pronunciado con mucho desprecio…
– Por ignorantes, sí… tal vez… Es la casta a la que pertenezco. Es verdad que hoy es despreciada, pero se trata de una perversión de los tiempos, porque, en su origen, ninguna casta gozaba de ninguna clase de privilegio, todas se necesitaban. Los brahmanes garantizaban la corrección de los cultos y los ritos para asegurar el equilibrio, los guerreros protegían las fronteras, los comerciantes aseguraban la prosperidad y los campesinos proporcionaban el alimento. Las castas eran como los eslabones de una cadena. Y todo estaba bien así. Pero en la naturaleza del tiempo, como en la del corazón de los hombres, está el pervertirse. Las castas se fragmentaron en subcastas cada vez más numerosas, cada vez más sedientas de poder, y los sacerdotes creyeron que eran superiores a los guerreros, los guerreros más importantes que los comerciantes, los comerciantes más honorables que los campesinos, y éstos, infinitamente más meritorios que los dalits , los intocables, que son la hez de la sociedad porque ejercen los oficios más inmundos. Y ésta es la situación hoy día: cada uno habla de su vecino con desprecio y rencor. No es buena cosa…
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