Philippe Cavalier - Los Ogros Del Ganges

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Tímido y retraído, el joven oficial británico David Tewp desembarca en Calcuta en 1936 asignado al MI6, el servicio de inteligencia británico. La India colonial es una sombra de su pasado, y los nacionalistas hindúes radicales han pactado con la Alemania nazi en su guerra contra los amos anglosajones.
La primera misión de Tewp será vigilar a Ostara Keller, una joven periodista austríaca sospechosa de ser una espía nazi. Con dos subordinados que conocen el oficio mucho mejor que él y que no se toman muy en serio a su nuevo jefe, Tewp intenta abordar a conciencia lo que parece un asunto menor.
Pero la realidad es otra: la investigación pondrá a Tewp tras la pista de una trama para asesinar a Eduardo VIII durante su proyectada visita a la India en compañía de su amante, Wallis Simpson, y lo conducirá por un dédalo espectral de alianzas militares secretas, sectas sanguinarias, sacrificios rituales de niños y hechicería, desde los fumaderos de opio de los barrios míseros hasta la fastuosa mansión de la bellísima Laüme Galjero y su esposo Dalibor, una pareja rumana que vive rodeada de lujo, glamour y misterio…

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– ¿Y la tercera subdivisión, Swamy?

– La tercera es la más reciente. Tal vez, también, la más terrible. Es la que separa a los hindúes de los musulmanes. La que en un día muy próximo nos sumirá en una guerra civil. Éste es un desgarro contranatura . Un desgarro irreparable.

Durante el resto de la noche discutimos mucho sobre esta guerra civil que todos parecían creer inevitable. Era la primera vez que escuchaba a un hindú hablarme de la India, sin vergüenza, sin maquillajes, sin precauciones diplomáticas ni componendas. Para Swamy, igual que para muchos de sus congéneres, la situación era bastante simple, ya que la única vía que consideraban honorable era la de los sanghatanistas, los nacionalistas hindúes que se oponían con todas sus fuerzas a los musulmanes, mimados por Gandhi y los ingleses. Porque cada hindú era consciente de que los británicos habían optado por marcharse y de que estaban interesados en dejar al país sumido en el caos, como una fruta podrida corroída por disputas intestinas, desgarrada por las luchas de clanes y las guerras de religión, y por tanto impracticable por mucho tiempo para cualquier otro colonialismo. Ocurriera lo que ocurriese ahora, tanto si estallaba la guerra en Europa como si no, el destino de la India estaba marcado para los veinte años siguientes. En cuanto se produjeran las primeras masacres entre musulmanes e hindúes, la suerte estaría echada: nada ni nadie podría hacer ya nada por la India.

– Pero ¿y Gandhi? ¿Qué piensa de él? No es posible que sea una creación de los ingleses, como algunos pretenden. Millones de hindúes le siguen. ¡Todas estas multitudes no pueden estar compradas!

– Compradas, no, tal vez… Pero engañadas, sí, sin duda alguna. Gandhi está apoyado por las castas bajas, las más numerosas, las más fáciles de halagar y de manejar. Él no actúa por la verdadera grandeza de la India.

– Entonces, ¿quién? ¿Bose?

Swamy permaneció mudo un instante. Era evidente que no le gustaba hablar de aquello. Sobre todo de Bose…

– Yo llevo el uniforme británico, mi teniente. Recibo mi sueldo de la Corona imperial. No puedo alimentar sentimientos demasiado favorables hacia un hombre que querría abatir al Imperio por las armas. Aunque en mi fuero interno… sólo puedo aprobarle. Debe saber, teniente, que hace veinte años que entré en el ejército de Su Majestad. En esa época, las cosas eran mucho más sencillas que hoy. Nosotros, la gente del pueblo, no teníamos por costumbre pensar en política. Hoy todo ha cambiado. Sin tener realmente conciencia de ello, presté juramento de fidelidad a una potencia que ocupa mi tierra natal… A mi modo yo también, y todos los soldados indígenas, nos hemos convertido en intocables, en la última, la más despreciada de todas las castas de la India, hasta el punto de que su sola mención es como una impureza en la boca…

Swamy volvió la cabeza y echó una ojeada a su reloj.

– Tenemos que volver, mi teniente. Pronto llegará el alba…

Me despedí de Lajwanti, agradeciéndole calurosamente su hospitalidad, y luego abandonamos la casa de madera para volver al cuartel. Y entonces, mientras caminábamos en silencio en la noche negra y fresca, al pasar junto a los hangares de las municiones, una idea descabellada explotó en mi mente como un fuego de artificio.

– ¿Cuántos niños dice que tiene a su disposición, Swamy?

LA CASA DE LA HIERBA ALTA

Mi idea era simple. Había pensado en ella durante todo el día siguiente, pesando y sopesando todos los riesgos, valorando el peligro, calculando incluso la parte estadística de imponderables. Pero no, por más que buscara el argumento que por sí solo fuera capaz de hacerme renunciar, nada, decididamente, conseguía convencerme de que mi idea era mala. Atrevida, cierto, pero factible. Resueltamente factible. Con la condición sine qua non de que Swamy le diera luz verde. Porque, a fin de cuentas, todo dependía de él… Tanto de su opinión como de su aprobación.

– No puedo decirle que la perspectiva me entusiasme, teniente -me dijo mientras franqueábamos por segunda vez los alambres espinosos del cuartel y deambulábamos como dos colegiales haciendo novillos a lo largo de una avenida desierta-. Hacer regar hangares a los chiquillos tiene un pase, pero utilizarlos para vigilar a la gente, y a gente que además puede ser peligrosa… Reconozco que, sobre el papel, tal vez la idea sea buena, pero existe el riesgo de que la realidad le decepcione…

No insistí, simulando que compartía esta juiciosa opinión, pero aferrándome de todos modos con furia a la esperanza de que el germen que acababa de plantar de manera tan hipócrita en la mente del caporal eclosionara súbitamente y diera lo más pronto posible una hermosa flor sulfurosa.

– Sí, Swamy, sin duda tiene razón. Sería demasiado peligroso. Lástima. No pensemos más en ello.

El tiempo hizo su trabajo. Rápido. Al cabo de tal vez cincuenta pasos, Swamy había cambiado de opinión.

– Quizá…

– No, no, Swamy, se lo ruego. Olvídese de esta historia, es una locura…

– Siempre se puede probar durante veinticuatro horas con los dos mayores. Después de todo, si esto puede serle útil, le debo mucho más que la simple cena de ayer.

– No, Swamy, no se sienta obligado, se lo ruego. Y además, sólo son niños. Siempre me lo reprocharía si…

– Preguntémosles. Creo que será lo más sencillo. Si se niegan, olvídese del asunto. Si dicen que sí, hacemos la prueba. ¿Qué opina?

Asentí, desde luego, pero cuidando las formas. Swamy se mostró ladino y durante un instante pretendió entrar en mi juego, pero nuestros intercambios de cortesías no se prolongaron demasiado. Le hice un somero relato de los acontecimientos de los días precedentes. Su compañía me hacía sentirme en confianza, y no omití ningún detalle de las pruebas por las que había atravesado. Creo que todo aquello le causó una enorme impresión.

– El asunto no admite duda, mi teniente. La dama francesa tiene razón: hay que recuperar este maldito objeto causa de todos sus males.

Hablamos hasta muy avanzada la noche para elaborar un plan sencillo y que no pusiera en peligro a los niños. Evidentemente, convenía aprovechar una ausencia de Keller, y por tanto debíamos actuar en pleno día, lo que excluía mi presencia. Y además, introducirse en la habitación era un problema. Forzar la cerradura hubiera sido poco discreto. ¿Qué podíamos hacer, pues? ¿Cómo se podía entrar en la habitación de un gran hotel sin levantar sospechas?

– ¡Haciéndose transportar hasta allí! -dijo de pronto Swamy chasqueando los dedos.

Miré al pequeño caporal hindú con aire dubitativo. ¿Realmente estaba en sus cabales? Pero el fuego que brillaba en sus ojos me decía que era posible que Swamy tuviera ya todas las respuestas a mis interrogantes.

– Imaginemos que miss Keller ha encargado que le lleven un equipaje complementario. Un baúl llega a su hotel cuando está ausente. ¿Qué hace el conserje?

– ¿Ordena que suban el baúl?

– ¡Exacto! -dijo Swamy, radiante-. Y este baúl no contiene ropa interior, sino a uno de mis chicos. A Khamurjee, por ejemplo. En cuanto el niño nota que ha llegado a su destino, sale del baúl, se apodera del objeto y…

– ¿Y?

– ¡Y sale como puede! -confesó Swamy, afligido-. Sí, la última parte del plan no se sostiene; pero al menos el principio general tiene bastante consistencia. ¿Qué me dice?

Dudando entre el entusiasmo y el escepticismo, recapitulé todas las fases de este extraño proyecto, lanzando al vuelo una serie de preguntas para las que Swamy siempre acababa por encontrar respuesta.

– ¿Su chico entrará en un baúl? ¿No se asfixiará?

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